Disculpen, queremos volver sobre David Foster Wallace.
En un mes particularmente activo para su memoria (la edición de su inconclusa The Pale King, una conmovedora entrevista a su viuda, innumerables revisiones de su obra), su amigo, el también escritor Jonathan Franzen, publicó en The New Yorker un extensísimo artículo que hasta hace unos días estuvo disponible en su totalidad.
Éste es un pasaje:
Estaba enfermo, desde luego y, de alguna manera la historia de nuestra amistad es que yo quería a una persona mentalmente perturbada. Esa persona acabó suicidándose de modo premeditado para inflingir el mayor dolor posible en aquellos a los que más quería, dejándonos furiosos y traicionados. Traicionados no sólo por la pérdida de una inversión emocional sino por la manera en que ese suicidio nos quitó a la persona amada para convertirla en leyenda. Gente que nunca leyó sus relatos, que jamás oyó hablar de él, había leído su discurso en Kenyon College y lamentó la pérdida de un alma grande y gentil. La clase dirigente literaria que jamás seleccionó ninguno de sus libros para el premio nacional se unía para declararle tesoro nacional. Era un tesoro nacional, por supuesto y, como escritor, no le “pertenece” a sus lectores menos de lo que me pertenece a mí. Pero cuando sabes que su carácter era mucho más complicado y equívoco de lo que la gente se cree, y también sabes que era mucho más adorable –más divertido, payaso y frágil, más decididamente en guerra con sus propios demonios, más perdido, más infantil en sus mentiras e inconsistencias– que ese beatífico y clarividente artista-santo que han hecho de él, es mucho más duro no sentirse herido por la parte suya que prefirió la adulación de extraños por encima del amor de aquellos más cercanos a él.
Quienes menos lo conocieron son los más proclives a hablar de él en términos de santidad. Esto es esencialmente extraño dada la ausencia casi absoluta, en su ficción, de amor común y corriente. Las relaciones de amor profundo, que para casi todos nosotros son una fuente fundamental de sentido, no tenían lugar en el universo ficcional de Wallace. En su lugar, tenemos personajes que ocultan sus frías obsesiones de quienes los aman; personajes que planifican la apariencia del amor o que se convencen a sí mismos de que aquello que parece amor no es más que un velado egoísmo. O, como mucho, personajes que dedican un amor abstracto o espiritual hacia alguien profundamente repulsivo, como el cerebro chorreante que es la esposa de La broma infinita o el psicópata de la última Entrevista con hombres repulsivos. La narrativa de David está poblada por fraudes, manipuladores y autistas emocionales y, sin embargo, la gente que sólo le conoció de manera superficial o formal tiende a tomarse su extrema consideración y su sabiduría moral de manera absoluta.
Algo curioso sobre la narrativa de David es lo reconocidos e identificados, lo amados que se sentían sus más devotos seguidores al leerlo. Si es verdad que cada uno de nosotros está atrapado en su propia isla existencial –y creo que es bastante correcto afirmar que sus lectores más sensibles han sido aquellos familiarizados con los efectos social y espiritualmente aislantes de la adicción, la obsesión o la depresión– todos esperábamos agradecidos cada nueva entrega de aquella isla lejana que era David. En cuanto al contenido, él siempre nos dio lo peor de sí mismo: desplegó, con una intensidad de autoanálisis comparable a la de Kafka, Kierkegaard o Dostoyevsky, los extremos de su propio narcisismo, misoginia, compulsión, autoengaño, moralismo y teologización deshumanizantes, sus dudas en torno a la existencia del amor y su atolladero autoconsciente de notas al pie-dentro-de-notas al pie. En cuanto a la forma y la intención, sin embargo, este mero catálogo de desesperación acerca de su verdadera bondad ha sido recibido por el lector como el regalo de su bondad genuina: sentimos el amor en el acto de su escritura, y le amamos por eso.
(Encontrado en La Petite Claudine. Traducción corregida.)
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