miércoles, 6 de abril de 2011

Pálido rey

Julio Valdeón Blanco | El Mundo

El 15 de abril alcanza las librerías uno de los volúmenes estrellas de 2011. Se trata de The Pale King, la novela inconclusa de David Foster Wallace.

Recuerden que el genial autor, con sus acotaciones interminables, laberínticas notas a pie de página y descacharrantes observaciones filosóficas es el muy desenfadado, visceral, cachondo, brillante, mercurial, sugestivo, poético, preciso, atormentado, culto, gamberro y trágico autor de libros como Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, La broma infinita o La niña del pelo raro.

Se suicidó el 12 de septiembre de 2008, con 46 años. Heredero de Pynchon y Don DeLillo, digno estudioso de Tolstoi y David Lynch, puso en limpio la América contemporánea. Acumuló relatos, capítulos, cuentos, reportajes, novelas, de apetito omnívoro y vocación total. Más allá del prodigio estilístico, del feliz dominio del idioma y sus flujos, con independencia de la reiterada facilidad y el pitorreo, reinaba un observador sagaz, intuitivo y punzante, un hombre triste y brillante, convencido de que, bien por sobredosis de placer bien de aburrimiento destilado, acabamos reventando, consumidos en jugo de exceso egomaníaco.

El proceso para montar los andamiajes de The Pale King parece sacado de una novela del propio autor. Meticuloso y obsesivo Wallace había acumulado miles de notas. Un voluminoso fajo de folios ya acabados. Decenas de capítulos sin barajar. Para ambientarla se suscribió a clases de contabilidad y carteó con abogados y gerentes. Al cabo de The Pale King habla de una oficina de recaudación de impuestos en Illinois. Tan aburrida que sus empleados reciben entrenamiento específico para no suicidarse. Los encargados de hilvanar la historia a partir de las indicaciones que Wallace había dejado, de los cuadernos con estructuras argumentales y cartulinas con anotaciones, fueron su esposa, Karen Green, y su fiel editor, Michael Pietsch. Con ellos construyen un texto que bien podría pasar por definitivo, si bien nunca sabremos cual hubiera sido el juicio de Wallace.

De alguna forma The Pale King se articula como el espejo donde reflejar La broma infinita. Su negativo. Su contrario en repensado aguafuerte o violento claroscuro. Si en La broma infinita existía una película capaz de matar de gozo a quienes la vieran, tan buena era, ahora tenemos una estructura kafkiana, o sea, burocrática, gris, mediocre, implacable con sus peones, donde morir de asco, aplastado por la nausea, es consecuencia directa de una cotidianidad insufrible.

Los personajes de The Pale King agonizan condenados a un paisaje de archivadores e informes, rodeados de jefes de sección, jefes en la planta de arriba y subjefes del jefe, un ecosistema de pelotas acampados en el negociado y, al cabo, polvorientos, amarillos, enloquecedores negociados como metáforas en absoluto abstractas del mundo que nos toca. Puro Wallace. Un autor, como explica un lector anónimo en Amazon, que por encima de sus admirables dotes, su genio para la frase enredada y superlativo fulgor lingüístico, amaba al hombre.

Incluso en los pasajes más atroces de sus libros, en mitad de la burla agriada, asoma el rictus bonachón, entrañable, de un tipo que aparte blandir el alfanje de entomólogo se sabía uno de los nuestros. Ni más listos ni más tontos que nadie. Ridículos e imbéciles todos. Egoístas y horteras. También soñadores. En la misma medida que débiles, épicos. Lo cuenta, con cañamón poético y prosa que hechiza a las cobras, su pálido rey.

No hay comentarios:

Publicar un comentario