domingo, 3 de abril de 2011

Teatro de otoño

Dos hechos del fin de semana:

1) Me propongo buscar unos materiales que necesito para un trabajo en curso y nos los encuentro. Comienzo a buscar en los lugares que supongo pueden estar, pero no encuentro nada. Demasiados papeles. Entonces inicio, sin proponérmelo demasiado, una limpieza de revistas, diskettes, recortes, recuerdos de viajes, facturas viejas. Me toma horas pero vale la pena. Los materiales siguen sin aparecer pero estoy dispuesto a seguir con la masacre papelera. Cinco bolsas grandes de basura marchan para el contenedor. Sigo con mis cosas y, horas después, salgo a la calle y encuentro, en la entrada de mi edificio, un montón de revistas que había tirado. Uno de los cuidacoches las había dejado allí, como en custodia. También encuentro al lado del contenedor varios de los diskettes. Pienso, automáticamente, en una escena de La conversación, de Coppola (utilizada como ejemplo del retorno de lo reprimido por Slavoj Zizek) en que el personaje quiere tirar evidencias por el inodoro y, en lugar de correr por el desagüe, los papeles desbordan las cañerías y, con ellos, vuelven a aparecer todo tipo de excrecencias. Pienso en eso y en que en este país nos hemos acostumbrado a convivir con el eterno retorno de nuestras propias excrecencias. No hay basura, de hecho. O, visto desde otro lado, todo es basura.

2) Un amigo veterano me avisa que este fin de semana son las últimas representaciones de la premiada La cabra o ¿quién es Sylvia?, de Edward Albee. Me la recomienda calurosamente. Vamos con mi mujer a la Sala Verdi, hermosa salita cuya reforma llevó años (e innumerables polémicas respecto a la inversión económica). La estructura está impecable, pero es notorio que el exceso de presupuesto no alcanzó para renovar las butacas ni para el aire acondicionado. A la media obra de transcurrida la obra, ya notamos varias cosas fuera de lugar, además de las butacas y la falta de aire acondicionado: el actor principal es paupérrimo y está a años luz de las exigencias del rol, la traducción del inglés la hizo un completo inepto y la dirección no tiene idea de dónde deben estar los énfasis, de cómo hacer mover a los actores y de lograr un concepto uniforme de las fluctuaciones dramáticas y cómicas del texto. Pero lo más llamativo es la reacción del público, que festeja cada parlamento mal dicho, cada chiste mal traducido y cada berriche actoral como si se tratara de un bocadillo del Bananita González en el Teatro de Verano. Con mi mujer nos miramos varias veces, más perplejos por esa claque complaciente que por el hundimiento que nos produce la puesta. Luego de dos eternas horas la obra finaliza y el público aplaude a rabiar, con media sala de pie. Salimos presurosamente, comentando sobre ese festejo facilongo de todo lo que se presume humorístico y sobre que nunca más volveremos a llevarle el apunte a las recomendaciones de mi amigo. Para mí, hago la asociación con el hecho de la tarde, el del contenedor de desechos, y se me ocurre que una sociedad que ya se ha acostumbrado a convivir tanto tiempo con la basura, ya no distingue una perla de un sorete.

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