por Josefina Ludmer
No comparto la idea o
el mito del autor como creador y la ficción legal de un propietario de ideas
y/o palabras. Creo, por el contrario, que son las corporaciones y los medios
los que se benefician con estas ideas y principios. El mito del plagio (“el
mal” o “el delito” en el mundo literario) puede ser invertido: los sospechosos
son precisamente los que apoyan la privatización del lenguaje. Las prácticas
artísticas son sociales y las ideas no son originales sino virales: se unen con
otras, cambian de forma y migran a otros territorios. La propiedad intelectual
nos sustrae la memoria y somete la imaginación a la ley.
Antes del Iluminismo,
la práctica del plagio era la práctica aceptable como difusión de ideas y
escritos. Lo practicaron Shakespeare, Marlowe, Chaucer, De Quincey y muchos
otros que forman parte de la tradición literaria.
El derecho de autor se
desarrolló originariamente en Inglaterra en el siglo XVII, no para proteger
autores sino para reducir la competencia entre editores. El objetivo era
reservar para los editores, perpetuamente, el derecho exclusivo de imprimir
ciertos libros. La justificación, por supuesto, era que el lenguaje en
literatura llevaba la marca que el autor le había impuesto y que por lo tanto
era propiedad privada. Con esta mitología florecieron los derechos de autor
durante el capitalismo, y establecieron el derecho legal de privatizar
cualquier producto cultural, ya sean palabras, imágenes o sonidos.
Como se ha dicho tantas
veces, fue en los año ‘60 que Foucault, en primer lugar, y después Barthes y
otros, mostraron que “la función autor” impedía la libre circulación y
composición de ideas y conocimientos. Pero desde 1870 Lautréamont (como después
Maiacovski durante la Revolución Rusa) defendió una poesía impersonal, escrita
por todos, y sostuvo que el plagio era necesario. (Borges también lo hizo, y
pensaba, a partir de Valéry, en lo que llamaba el espíritu creador de
literatura.)
A partir de
Lautréamont las vanguardias del siglo XX, Dadá y los surrealistas, rechazaron
la originalidad y postularon una práctica de reciclado y rearmado: los ready-mades de Duchamp y los montages con recortes de diarios de
Tristan Tzara. También rechazaron la idea del “arte” como esfera separada. Pero
fueron los situacionistas los que llevaron estas ideas al campo teórico,
defendiendo el uso de fragmentos ya escritos (o imágenes, o películas) como
medio para producir otras (nuevas) obras. Estas prácticas también incluían
obras colectivas, muchas veces sin firma. Recuerdo la revista Literal en los años ‘70, donde no
existía firma de autor.
Desde entonces, y en
esa tradición, creo que “el plagio” es simplemente un procedimiento para pensar
y escribir.
Hoy se postula el uso
de nombres diferentes (como es común en Internet), como táctica de
enfrentamiento al mito del creador y propietario. En Italia el fenómeno de
Luther Blissett tuvo este sentido: muchos escritores empezaron a usar este
nombre como “firma” para enfrentar la máquina editorial y mediática. Después de
su “suicidio” surgió el colectivo Wu Ming (anónimo, en chino), que escribe
novelas rehusando todo tipo de escrituras y enfrentando la idea de
“propietarios legales” de textos.
Hoy, a partir de “la
revolución digital”, el argumento ya no es que el autor es una ficción y que la
propiedad es un robo, sino que las leyes de propiedad intelectual deben ser
reformuladas. La tendencia es explorar las posibilidades del significado en lo
que ya existe, más que agregar información redundante. Estamos en la era de lo
recombinante: en cuerpos, géneros sexuales, textos, y culturas.
Como el plagio
conlleva una serie de connotaciones negativas los que exploran su uso lo han
camuflado con otras palabras: ready-mades,
collages, intertextos, apropiaciones.
Todas estas prácticas son exploraciones en el plagio y se oponen a las
doctrinas esencialistas del texto. Precisamente uno de los objetivos del plagio
es restaurar la dinámica y fluidez del significado, apropiando y recombinando
fragmentos de cultura. El significado de un texto deriva de sus relaciones con
otros textos.
Creo que toda condena
de plagio (toda condena de un escritor como “delincuente” literario) es un acto
reaccionario. Y si pienso en una política propia de los que escribimos, la
consigna central sería que todo libro editado, como los periódicos, sea
digitalizado y puesto en Internet cuando aparece, para que pueda ser leído y
usado por cualquiera que pueda acceder libremente.
(Publicado en la
revista Ñ, Viernes 10 de julio de 2015)
Ilustración: collage de Joseba Elorza
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