sábado, 4 de julio de 2015

El cine como viaje clandestino

por Raúl Ruiz

Todo cinéfilo posee por lo menos una experiencia particular, objeto de su pesadumbre. La experiencia mía no es ni alegre ni triste, en la medida en que nunca ha tenido lugar de veras. Ella me provoca esa forma de melancolía que los portugueses llaman “saudade”, o sea, el sentimiento de una nostalgia por algo que pudo haber tenido lugar. Mi experiencia sólo fue expectativa. Cada vez que veía una película, tenía la impresión de hallarme en otra película, inesperada, diferente, inexplicable y terrible. Recuerdo que, siendo niño, me introduje cierta vez en una sala que proyectaba películas para adultos, un día en que pasaban La orgías de la Torre de Nesle. Entre dos escenas de desnudo de Silvana Pampanini, apareció de pronto un iceberg, antes de llegar el turno a un barco de la marina nacional a bordo del cual el Presidente de la República de Chile proclamaba que la Antártida era también territorio chileno. Con la palabra “chileno”, Silvana Pampanini volvió a hacer aparición en la pantalla y la película prosiguió como si nada.

Algunos años más tarde, comprendí que la irrupción abrupta de un film en otro film no era suficiente para impregnarlo de magia; sin embargo, creo haber entendido que todo film conlleva siempre otro film secreto, y que para descubrirlo bastaba con desarrollar el don de la doble visión que cada cual posee. Este don, que Dalí podría haber llamado “método crítico paranoico”, consiste sencillamente en ver en una cinta no ya la secuencia narrativa que se da a ver efectivamente, sino el potencial simbólico y narrativo de las imágenes y de los sonidos aislados del contexto. Una película secreta no aparecerá casi nunca en la primera visión, y aunque es evidente que un pésimo film (pero, ¿qué es un pésimo film?) conlleva demasiados films clandestinos, no es menos cierto que no basta con que éste sea del todo malo para que llegue a ser apasionante. Una película mala carece de un sistema de vigilancia eficaz, o sea no llega a controlar la narración ni la coherencia en la actuación de los comediantes; o digamos mejor que se puede entrar y salir de ella con facilidad extrema, de manera que una verdadera multitud de pasajeros clandestinos circulan allí incansablemente. En tanto que una cinta bien vigilada, por ejemplo Touch of Evil (Sed de mal), estimula nuestra capacidad de ardid. Pensemos un poco en lo que sucedería si se tratara de escuchar un diálogo de este film en el que de pronto todos los personajes hablan al mismo tiempo, como si su sentido estuviera dispuesto en línea recta. Esto daría algo así como: Yo creo que... mexicano... ¿cuándo?.... no han almorzado... mierda... a la hora... diez... después del crimen... rápido, rápido, en el café del frente... con un abogado... que llueve... su mujer... las tripas al aire, etc. O bien, si tratáramos de reconstruir un film de Hitchcock a partir de los mirones que desvían la intriga. O si en uno de Hawks se dejaran de lado las peleas para concentrarse en aquella nube cuyo aspecto figurativo va a hacer aparecer el rostro de George Washington. O en la proliferación de péndulos y de relojes Omega en otro de tema histórico grecorromano, lo que lo transforma ipso facto en film esotérico. O en el inverosímil castellano hablado por la gitana Ava Gardner en Pandora. O en la cruz agnóstica figurada por el Cristo Andrógino de Esther Williams en Escuela de sirenas. O en las torpezas debidas al uso incorrecto de la túnica que hacen perder el equilibrio al Sócrates de Rossellini. Otras tantas imágenes y signos que podrían figurar en el film clandestino que busco en el interior de cada film. Sólo que tales ejercicios no son sino un primer paso en el periplo a través del océano fílmico y de sus muchos archipiélagos.

(En Poética del cine, Sudamericana, 2000)

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