por Raúl Ruiz
Todo cinéfilo
posee por lo menos una experiencia particular, objeto de su pesadumbre. La
experiencia mía no es ni alegre ni triste, en la medida en que nunca ha tenido
lugar de veras. Ella me provoca esa forma de melancolía que los portugueses
llaman “saudade”, o sea, el sentimiento de una nostalgia por algo que pudo
haber tenido lugar. Mi experiencia sólo fue expectativa. Cada vez que veía una
película, tenía la impresión de hallarme en otra película, inesperada, diferente,
inexplicable y terrible. Recuerdo que, siendo niño, me introduje cierta vez en
una sala que proyectaba películas para adultos, un día en que pasaban La orgías de la Torre de Nesle. Entre
dos escenas de desnudo de Silvana Pampanini, apareció de pronto un iceberg,
antes de llegar el turno a un barco de la marina nacional a bordo del cual el
Presidente de la República de Chile proclamaba que la Antártida era también
territorio chileno. Con la palabra “chileno”, Silvana Pampanini volvió a hacer
aparición en la pantalla y la película prosiguió como si nada.
Algunos años más tarde, comprendí que la
irrupción abrupta de un film en otro film no era suficiente para impregnarlo de
magia; sin embargo, creo haber entendido que todo film conlleva siempre otro
film secreto, y que para descubrirlo bastaba con desarrollar el don de la doble
visión que cada cual posee. Este don, que Dalí podría haber llamado “método
crítico paranoico”, consiste sencillamente en ver en una cinta no ya la
secuencia narrativa que se da a ver efectivamente, sino el potencial simbólico
y narrativo de las imágenes y de los sonidos aislados del contexto. Una
película secreta no aparecerá casi nunca en la primera visión, y aunque es
evidente que un pésimo film (pero, ¿qué es un pésimo film?) conlleva demasiados
films clandestinos, no es menos cierto que no basta con que éste sea del todo
malo para que llegue a ser apasionante. Una película mala carece de un sistema
de vigilancia eficaz, o sea no llega a controlar la narración ni la coherencia
en la actuación de los comediantes; o digamos mejor que se puede entrar y salir
de ella con facilidad extrema, de manera que una verdadera multitud de
pasajeros clandestinos circulan allí incansablemente. En tanto que una cinta
bien vigilada, por ejemplo Touch of Evil
(Sed de mal), estimula nuestra
capacidad de ardid. Pensemos un poco en lo que sucedería si se tratara de
escuchar un diálogo de este film en el que de pronto todos los personajes
hablan al mismo tiempo, como si su sentido estuviera dispuesto en línea recta.
Esto daría algo así como: Yo creo que...
mexicano... ¿cuándo?.... no han almorzado... mierda... a la hora... diez...
después del crimen... rápido, rápido, en el café del frente... con un
abogado... que llueve... su mujer... las tripas al aire, etc. O bien, si
tratáramos de reconstruir un film de Hitchcock a partir de los mirones que
desvían la intriga. O si en uno de Hawks se dejaran de lado las peleas para
concentrarse en aquella nube cuyo aspecto figurativo va a hacer aparecer el
rostro de George Washington. O en la proliferación de péndulos y de relojes
Omega en otro de tema histórico grecorromano, lo que lo transforma ipso facto en film esotérico. O en el
inverosímil castellano hablado por la gitana Ava Gardner en Pandora. O en la cruz agnóstica figurada
por el Cristo Andrógino de Esther Williams en Escuela de sirenas. O en las torpezas debidas al uso incorrecto de
la túnica que hacen perder el equilibrio al Sócrates
de Rossellini. Otras tantas imágenes y signos que podrían figurar en el film
clandestino que busco en el interior de cada film. Sólo que tales ejercicios no
son sino un primer paso en el periplo a través del océano fílmico y de sus muchos
archipiélagos.
(En Poética del cine, Sudamericana, 2000)
No hay comentarios:
Publicar un comentario