por George Steiner
Como sostenía san Agustín, la teoría de la pedagogía
guarda relación con el enigma del libre albedrío. Tiene que luchar con la
proposición de que el dictado e incluso la presciencia de Dios no excluyen la
elección humana. El discípulo está en libertad de desechar, de revalorizar, de
considerar como meramente hipotéticos los preceptos de su Maestro. Innumerables
platónicos han preferido leer la República
y su eugenesia militante como una utopía en ocasiones irónica consigo misma.
Con el debido respeto al Fausto de
Marlowe, no todos los “maquiavélicos” se comportan como César Borgia. Al final,
sí que corresponde una parte de responsabilidad al espíritu individual, por
influido que esté, por moldeado que haya sido. Los hombres y mujeres pensantes
no son perros de Pavlov.
¿Y qué sucede, además, con las confusiones? ¿Con los
numerosos casos en los cuales los discípulos han malinterpretado, han
distorsionado a sus Maestros, a sabiendas o no? ¿Es una aplicación racista,
chovinista, de los textos nietzscheanos, con demasiada frecuencia incluidos en
antologías fuera de contexto, casi como en una parodia? ¿No es una verdad vital
en el repudio de Marx, de Freud, de Wittgenstein por parte de quienes
profesaban ser sus adeptos? Los Grandes Inquisidores, como los imaginaba
Dostoievski, ¿son legítimos discípulos de Jesús? La historia ininterrumpida de
lo esotérico, de la escasa disposición del Maestro a revelar sus enseñanzas a
nadie fuera de unos pocos elegidos, apunta a este dilema. Desde Heráclito hasta
Wittgenstein, también en la Cábala, en el confucianismo o en el zen, los
Maestros se han esforzado por prever e impedir la interpretación errónea, el
abuso de sus doctrinas. ¿Se les puede tener por cómplices cuando un discípulo
enloquecido prende fuego al templo?
A lo cual mi respuesta es un titubeante “sí y no”. La
invocación de Nietzsche, posiblemente sardónica, a la “bestia rubia” no ofrece
un modelo para las Waffen-SS. Pero le confiere un aura de expectación
filosófica. La enseñanza de Negri de que la verdadera fuente de la violencia
pública es el capitalismo burgués, de que el terrorismo es inevitable durante
la lucha por una nueva justicia social, no tiene necesariamente que exhortar a
matar policías a tiros. Pero confiere a esa eventualidad una sanción como si de
algo inevitable y teóricamente autorizado se tratase. Hasta Jesús nos dice que
vino con una espada.
La enseñanza auténtica puede ser una empresa
terriblemente peligrosa. El Maestro vivo toma en sus manos lo más íntimo de sus
alumnos, la materia frágil e incendiaria de sus posibilidades. Accede a lo que
concebimos como el alma y las raíces del ser, un acceso del cual la seducción
erótica es la versión menor, si bien metafórica. Enseñar sin un grave temor,
sin una atribulada reverencia por los riesgos que comporta, es una frivolidad.
Hacerlo sin considerar cuáles puedan ser las consecuencias individuales y
sociales es ceguera. Enseñar es despertar dudas en los alumnos, formar para la
disconformidad. Es educar al discípulo para la marcha (“Ahora, dejadme”, ordena
Zaratustra). Un Maestro válido debe, al final, estar solo.
(En Lecciones de los maestros, FCE/Siruela, 2003)
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