viernes, 17 de julio de 2015

Lo que hay

por Georges Perec

Un día como éste, algo más tarde, algo más pronto, descubres sin sorpresa que algo no va bien, que, hablando en plata, no sabes vivir, que no sabrás jamás.
El sol pega sobre la chapa del tejado. El calor dentro de la buhardilla es insoportable. Estás sentado, bloqueado entre el banco y la estantería, con un libro abierto sobre las rodillas. Hace tiempo que ya no lees. Tus ojos permanecen fijos sobre una estantería de madera blanca, sobre un barreño de plástico rosa en el que se pudren seis calcetines. El humo de tu cigarrillo abandonado en el cenicero sube, rectilíneo o casi, y se expande en una capa inestable bajo el techo marcado por minúsculas grietas.
Algo se rompía, algo se ha roto. Ya no te sientes —¿cómo decirlo?— apoyado: algo que, te parecía, te parece, te reconfortó hasta entonces, te mantuvo cálido el corazón, el sentimiento de tu existencia, casi de tu importancia, la impresión de pertenecer, de nadar en el mundo, comienza a faltarte.
Sin embargo no eres de esos que pasan sus horas de vigilia preguntándose si existen y por qué, de dónde vienen, qué son, dónde van. Nunca te has interrogado seriamente sobre qué es anterior, si el huevo o la gallina. Las inquietudes metafísicas no han cincelado notablemente los rasgos de tu noble rostro. Pero nada queda de esta trayectoria rectilínea, de este movimiento hacia delante donde fuiste, desde siempre, invitado a reconocer tu vida, es decir su sentido, su verdad, su tensión: un pasado rico en experiencias fecundas, en lecciones bien retenidas, en radiantes recuerdos de infancia, en resplandeciente bienestar campestre, en estimulantes vientos marinos, un presente denso, compacto, recogido como un muelle, un futuro generoso, reverdeciente, aireado. Tu pasado, tu presente, tu futuro se confunden: son únicamente la pesadez de tus miembros, tu migraña insidiosa, tu lasitud, el calor, la amargura y la tibieza del Nescafé. Y, si es necesario un decorado para tu vida, no es la majestuosa explanada (generalmente, una ilusión espectacular de perspectiva) donde juguetean y desaparecen los niños de mofletes rollizos de la humanidad conquistadora, sino, por más esfuerzos que hagas, por más ilusión que aún albergues, es este cuartucho en un altillo que te sirve de habitación, este cuchitril de dos metros con noventa y dos de largo por un metro setenta y tres de ancho, de un pelín más de cinco metros cuadrados, esta buhardilla de la que no te has vuelto a mover después de varias horas, después de varios días: estás sentado sobre un banco demasiado corto para que puedas, por la noche, extenderte todo lo largo que eres, demasiado estrecho para que puedas darte la vuelta sin riesgos. Miras, ahora casi fascinado, un barreño de plástico rosa que contiene no menos de seis calcetines.
Te quedas en tu cuarto, sin comer, sin leer, casi sin moverte. Miras el barreño, la estantería, tus rodillas, tu mirada en el espejo resquebrajado, el bol, el interruptor. Escuchas los ruidos de la calle, la gota de agua en el grifo del descansillo, los ruidos de tu vecino, sus carraspeos, los cajones que abre y cierra, sus ataques de tos, el silbido de su tetera. Sigues, sobre el lecho, la línea sinuosa de una fina grieta, el itinerario inútil de una mosca, la progresión casi localizable de las sombras.
Ésta es tu vida. Esto es lo que tienes. Puedes hacer el inventario exacto de tu escasa fortuna, el balance preciso de tu primer cuarto de siglo. Tienes veinticinco años y veintinueve dientes, tres camisas y ocho calcetines, algunos libros que ya no lees, algunos discos que ya no escuchas. No tienes ganas de acordarte de nada, ni de tu familia, ni de tus estudios, ni de tus amores, ni de tus amigos, ni de tus vacaciones, ni de tus proyectos. Has viajado y no has traído nada de tus viajes.
Estás sentado y sólo quieres esperar, esperar solamente hasta que no haya nada más que esperar: que venga la noche, que den las horas, que los días se vayan, que los recuerdos se desdibujen.
No vuelves a ver a tus amigos. No abres la puerta. No bajas a buscar el correo. No devuelves los libros que tomaste prestados de la Biblioteca del Instituto Pedagógico. No escribes a tus padres.
Sólo sales cuando ya es de noche, como las ratas, los gatos y los monstruos, arrastras los pies por las calles, te dejas caer en los pequeños cines mugrientos de los Grandes Bulevares. A veces caminas durante toda la noche; a veces duermes todo el día.

(De Un hombre que duerme, 1967)
Ilustración: "Hombre que duerme", Georges Seurat

No hay comentarios:

Publicar un comentario