por Georges Perec
Un día como éste, algo
más tarde, algo más pronto, descubres sin sorpresa que algo no va bien, que,
hablando en plata, no sabes vivir, que no sabrás jamás.
El sol pega sobre la chapa del tejado. El calor dentro de la buhardilla
es insoportable. Estás sentado, bloqueado entre el banco y la estantería, con
un libro abierto sobre las rodillas. Hace tiempo que ya no lees. Tus ojos
permanecen fijos sobre una estantería de madera blanca, sobre un barreño de
plástico rosa en el que se pudren seis calcetines. El humo de tu cigarrillo
abandonado en el cenicero sube, rectilíneo o casi, y se expande en una capa
inestable bajo el techo marcado por minúsculas grietas.
Algo se rompía, algo se ha roto. Ya no te sientes —¿cómo decirlo?—
apoyado: algo que, te parecía, te parece, te reconfortó hasta entonces, te
mantuvo cálido el corazón, el sentimiento de tu existencia, casi de tu
importancia, la impresión de pertenecer, de nadar en el mundo, comienza a
faltarte.
Sin embargo no eres de esos que pasan sus horas de vigilia preguntándose
si existen y por qué, de dónde vienen, qué son, dónde van. Nunca te has
interrogado seriamente sobre qué es anterior, si el huevo o la gallina. Las
inquietudes metafísicas no han cincelado notablemente los rasgos de tu noble
rostro. Pero nada queda de esta trayectoria rectilínea, de este movimiento
hacia delante donde fuiste, desde siempre, invitado a reconocer tu vida, es
decir su sentido, su verdad, su tensión: un pasado rico en experiencias
fecundas, en lecciones bien retenidas, en radiantes recuerdos de infancia, en
resplandeciente bienestar campestre, en estimulantes vientos marinos, un
presente denso, compacto, recogido como un muelle, un futuro generoso,
reverdeciente, aireado. Tu pasado, tu presente, tu futuro se confunden: son únicamente
la pesadez de tus miembros, tu migraña insidiosa, tu lasitud, el calor, la
amargura y la tibieza del Nescafé. Y, si es necesario un decorado para tu vida,
no es la majestuosa explanada (generalmente, una ilusión espectacular de
perspectiva) donde juguetean y desaparecen los niños de mofletes rollizos de la
humanidad conquistadora, sino, por más esfuerzos que hagas, por más ilusión que
aún albergues, es este cuartucho en un altillo que te sirve de habitación, este
cuchitril de dos metros con noventa y dos de largo por un metro setenta y tres
de ancho, de un pelín más de cinco metros cuadrados, esta buhardilla de la que
no te has vuelto a mover después de varias horas, después de varios días: estás
sentado sobre un banco demasiado corto para que puedas, por la noche,
extenderte todo lo largo que eres, demasiado estrecho para que puedas darte la
vuelta sin riesgos. Miras, ahora casi fascinado, un barreño de plástico rosa
que contiene no menos de seis calcetines.
Te quedas en tu cuarto, sin comer, sin leer, casi sin moverte. Miras el
barreño, la estantería, tus rodillas, tu mirada en el espejo resquebrajado, el
bol, el interruptor. Escuchas los ruidos de la calle, la gota de agua en el
grifo del descansillo, los ruidos de tu vecino, sus carraspeos, los cajones que
abre y cierra, sus ataques de tos, el silbido de su tetera. Sigues, sobre el
lecho, la línea sinuosa de una fina grieta, el itinerario inútil de una mosca,
la progresión casi localizable de las sombras.
Ésta es tu vida. Esto es lo que tienes. Puedes hacer el inventario
exacto de tu escasa fortuna, el balance preciso de tu primer cuarto de siglo.
Tienes veinticinco años y veintinueve dientes, tres camisas y ocho calcetines,
algunos libros que ya no lees, algunos discos que ya no escuchas. No tienes
ganas de acordarte de nada, ni de tu familia, ni de tus estudios, ni de tus
amores, ni de tus amigos, ni de tus vacaciones, ni de tus proyectos. Has
viajado y no has traído nada de tus viajes.
Estás sentado y sólo quieres esperar, esperar solamente hasta que no
haya nada más que esperar: que venga la noche, que den las horas, que los días
se vayan, que los recuerdos se desdibujen.
No vuelves a ver a tus amigos. No abres la puerta. No bajas a buscar el
correo. No devuelves los libros que tomaste prestados de la Biblioteca del
Instituto Pedagógico. No escribes a tus padres.
Sólo sales cuando ya es de noche, como las ratas, los gatos y los
monstruos, arrastras los pies por las calles, te dejas caer en los pequeños
cines mugrientos de los Grandes Bulevares. A veces caminas durante toda la
noche; a veces duermes todo el día.
(De Un hombre que duerme, 1967)
Ilustración: "Hombre que duerme", Georges Seurat
Ilustración: "Hombre que duerme", Georges Seurat
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