por Paul
Schrader
Prefacio.
El libro que no escribí.
En marzo de
2003, estaba cenando en Londres con Walter Donohue, editor de libros de cine en
Faber y Faber, y otras personas, cuando la conversación derivó hacia el estado
actual de la crítica cinematográfica y la falta de conocimiento general sobre
la historia del cine. Yo les hablé de un ayudante que tuve hace algún tiempo,
al que pedí averiguaciones sobre Montgomery Clift; volvió unos minutos después
preguntándome “¿Dónde queda eso?”. Le contesté que creía que en Hollywood
Hills, y volvió a su motor de búsqueda.
Sí, convenimos
en la cena, hay demasiadas películas, demasiada historia del cine como para que
la abarque un estudiante de hoy. “Alguien”, sugirió un articulista de The Independent, “debería escribir una
versión cinematográfica del libro de Harold Bloom, El canon occidental; y ese alguien”, añadió mirándome, “debería ser
usted”. Yo miré a Walter, que se limitó a añadir: “y, si tú lo escribieses, yo
lo publicaría”. La suerte estaba echada.
Faber y Faber me
ofreció un contrato, y yo me puse al trabajo. Siguiendo el modelo de Bloom,
decidí que sería un canon elitista, no populista. Elevaría tanto el nivel que
solo un puñado de películas lo superaría. Compilé una lista de títulos
esenciales, intentando lo mejor que pude separar mis preferencias personales de
aquellas películas que han definido artísticamente la historia del cine. Esa
fue la parte fácil. Luego me topé con el primer dilema. ¿Por qué estaba
escogiendo esas películas? ¿Cuáles eran mis criterios?
¿Qué es un
canon? Se basa, por definición, en pautas que trascienden el gusto, personal y
popular. Cuanto más lo ponderaba, más comprendía lo ignorante que era al
respecto. ¿Cómo podía formular un canon cinematográfico sin conocer la historia
de la formación de los cánones?
La pregunta me
devolvió a la escuela. Siguiendo el ejemplo de David Denby, por aquel entonces
crítico en la revista New York, contacté
con la Universidad de Columbia –donde he enseñado– y solicité ser oyente de
cursos relevantes sobre el tema. Entre 2004 y 2005, asistí a dos clases de
Historia de la estética, que enseñaba Lydia Goehr, y a otra de estética de la
Historia del cine, que impartía James Schamus –el mismo James Schamus que es
director ejecutivo en Focus Features[i].
Más que refinar
mis pensamientos, las clases los expandieron. Pasé a estar interesado no solo
en la historia de los cánones, también en la de la estética, el arte y, por
extensión, las ideas. Me sentí como si estuviese atrapado en un retroceso de
cámara fuera de control. Había empezado contemplando la mano del hombre tendido
en la Powers of Ten de Charles Eames,
y había acabado en un espacio exterior teórico: la decadencia del canon había
sido ligada a la decadencia de la alta cultura; la decadencia de la alta
cultura, a la decadencia de los estándares comúnmente aceptados; y la
decadencia de los estándares aceptados llevaba a interrogarse sobre el “fin del
Arte”.
Seguí, hasta
remontarme a la idea perspicaz de Hegel de que la filosofía de la estética
reside en su historia. Es decir, que la definición, la esencia de la estética,
no es ni más ni menos que el desarrollo de su historia. La filosofía de la
estética equivale a la mutación del ideal estético; de modo que, si percibes la
mutación, aprehendes la Estética. Por extensión, la filosofía de la religión es
la historia de la religión, y así sucesivamente.
Lo estético,
como lo canónico, es un relato. Tiene un principio, un nudo y un desenlace.
Comprender el canon es comprender su narrativa. El arte es un relato. La vida
es un relato. El universo es una narrativa. Comprender el universo supone
comprender su historia. Todas y cada una de las cosas son parte de una historia
con principio, nudo y desenlace.
El muy debatido
“fin del Arte” no trae aparejado el fin de la pintura y la escultura, que
siguen produciéndose en abundancia, sino la clausura de la narrativa
concerniente a las artes plásticas. La vida está llena de finales; las especies
mueren o devienen caducas. Todavía existen caballos, pero el papel del caballo
en el transporte ha llegado a su fin. Como las películas. Estamos forjando
herraduras.
Comprendí hacia
dónde me conducía esta línea de pensamiento y la seguí: a los escritos de Ray
Kurzweil (La singularidad está cerca),
Joel Garreau (Radical Evolution) y
Jeff Hawkins y Sandra Blakeslee (Sobre la
inteligencia). El arte, la religión, la psicología, son subconjuntos de una
narrativa más amplia, el relato del Homo Sapiens, que es, a su vez, un
subconjunto en la narrativa de la vida en la Tierra, un subconjunto del relato
de nuestro planeta, del universo. Todos ellos con sus planteamientos, nudos y
desenlaces, a un ritmo cada vez más acelerado.
Estoy de acuerdo
con Kurzweil en que la humanidad se halla en una cúspide evolutiva. Podemos
atisbar tanto el fin del reinado durante los últimos veinte mil años del Homo
Sapiens, como el alba de las formas de vida que le reemplazarán, algo que
Kurzweil y Garreau predicen ocurrirá en los próximos cien años. El arte mira el
futuro. Presagia la sociedad. La decadencia de la narrativa humana en torno al
Arte no es un signo de bancarrota creativa. Representa una vislumbre de los
cambios que están por venir. Estos pensamientos no me arrastraban a la
desesperación, sino a la envidia: ojalá pudiese estar presente para ver cómo se
alza ese telón.
¿En qué quedaba
entonces mi contrato con Faber? Comportándome como el calvinista obediente que
me habían enseñado a ser, avancé bayoneta en mano, escribiendo un capítulo
introductorio que debatía la historia del canon y establecía los criterios para
determinarlo. El hecho de que las películas estuviesen en decadencia, razoné,
era razón de más para definir y defender un canon cinematográfico. Solo cuando
estaba llegando al final de la introducción comprendí el alcance profundo de lo
que estaba argumentando. Cuando llegó el momento de perfilar capítulo a
capítulo las películas y los cineastas canónicos, me di cuenta de que el
encargo ya no me ilusionaba. Mi incursión en el futuro había disminuido mi
apetito por la archivística. Abandoné el proyecto –sabiamente, había bloqueado
en mi cuenta el adelanto de Faber. Sigo pensando que es un proyecto que vale la
pena. Que lo afronte otro. Como deferencia al tiempo que invertí en el trabajo,
incluyo al final de este ensayo una lista de las películas que había planeado
integrar en el canon cinematográfico.
Siempre me han
interesado las películas que se adscriben a lo contemporáneo. Los filmes
históricos me interesan menos como arte que como historia. En mí mismo anidan,
quizás, diez años más de películas, y estoy muy satisfecho de cabalgar hacia el
ocaso sobre el caballo cojitranco del cine. Pero si estuviese empezando en esto
–si me hallase, por así decirlo, en los inicios de mi propio relato personal–
dudo que escogiese como vehículo de expresión las películas, en tanto se
entendieron como tales durante el siglo XX.
¿Qué puede
sacarse en claro de toda esta aventura? Que si Walter Donohue te invita a
cenar, te lo pienses dos veces.
Introducción.
Las películas son tan del siglo XX.
“Los
críticos me consideran estrecho” –F.R. Leavis
Las películas[ii] fueron
el arte dominante durante el siglo XX. Fueron lo más a nivel social y político,
en la moda y el diseño; el centro de la cultura. Y, al ocupar ese centro,
dictaron a las demás formas artísticas los términos de su dominio: literatura,
teatro y pintura se redefinieron por su relación con el cine. Las películas han
poseído el siglo XX.
No será así en
el siglo XXI. Las fuerzas tecnológicas y culturales están por la labor de
cambiar el concepto de “películas” tal y como lo conocíamos. Desconozco si
habrá una forma dominante de arte durante el siglo XXI, y no estoy seguro de
qué forma adoptará el medio audiovisual, pero sí tengo la certidumbre de que
las películas nunca recuperarán la situación de privilegio que disfrutaron
durante el siglo pasado.
Es un momento
adecuado, por tanto, para echar la mirada atrás, a los pasados cien años de
cine narrativo. La gran clase media de la crítica cinematográfica se esfuma;
cada año, más y más escritos sobre cine caen en una u otra categorías
antagónicas: la populista, portavoz del acercamiento popular al cine, o la
académica, caracterizada por las consideraciones extemporáneas y superfluas. Ya
no es posible para un cinéfilo joven contemplar la historia del cine y hacerse
su propia idea sobre ella: existen demasiadas películas. A duras penas es
factible incluso el ceñirse al entretenimiento audiovisual para la pequeña y la
gran pantalla que se genera anualmente en Estados Unidos y el extranjero. Como
los lectores, los cinéfilos han de confiar en la sabiduría acumulada en la
ensayística cinematográfica –qué películas han perdurado y por qué; una
“sabiduría” enturbiada cada vez más por los criterios populistas o académicos.
Lo que se necesita, por cínico que pueda sonar a estas alturas, es un canon
fílmico.
La noción de
canon, de cualquier canon –literario, musical, pictórico– deviene una herejía a
partir del siglo XX. Un canon cinematográfico es problemático en especial porque
el ocaso del canon literario coincide, no por casualidad, con el advenimiento y
auge de las películas. Existe mucho debate sobre los cánones, pero ningún
acuerdo. No solo no los hay sobre lo que un canon debería incluir, tampoco
sobre si debería haber cánones O, si hay un acuerdo, gira en torno al hecho de
que los cánones son nocivos: elitistas, sexistas, racistas, trasnochados y
políticamente incorrectos.
Pero los cánones
cinematográficos existen aún, y en abundancia. Existen en forma de programas
educativos, existen en forma de listas anuales sobre las diez mejores películas
de la temporada, existen en forma de clasificaciones con lo mejor de todos los
tiempos en cualquier ámbito que quepa imaginar. La elaboración de cánones se ha
convertido en el equivalente a las leyes anti-sodomía del siglo XIX: lo
repudiado sobre el papel, se lleva a cabo en la práctica. Y es que los cánones
existen porque sirven a una función; son necesarios. Y su necesidad aumenta con
cada nueva ola de películas que se produce. Lo que propongo es retroceder con
vistas a avanzar. Examinar la historia de la formación de un canon, desgranar
los criterios que mejor se aplican a las películas, y seleccionar una lista de
ellas que cumplan con los criterios más altos.
El modelo a
seguir, por supuesto, es El canon
occidental, el best-seller
escrito en 1994 por Harold Bloom. Reuniendo una montaña de confianza en sí
mismo y toda una vida de lecturas atentas, Bloom propuso un canon de la
literatura occidental: libros y autores que cumplían con los más altos
“criterios artísticos”. El canon
occidental es también una perorata contra “las políticas culturales, tanto
de la izquierda como de la derecha, que están destruyendo el ejercicio de la
crítica y, como consecuencia, pueden destruir la misma literatura”. Estos
políticos de la cultura, que Bloom engloba en lo que denomina la Escuela del
Resentimiento, cuentan entre sus miembros más destacados con feministas,
marxistas, afrocentristas, neohistoricistas, lacanianos, deconstructivistas y
semióticos (a Bloom no le preocupa hacer enemigos). La subordinación de los
estudios sobre cine a esos “ismos” no ha alcanzado las proporciones grotescas
que describe Bloom, pero nos vamos acercando a ello. Los departamentos de
cinematografía están llenos de académicos resentidos. El cine no es la
literatura, por supuesto, y los problemas en juego, aunque similares, no son
los mismos. La mayor resistencia estriba en que todavía se debate si las
películas son arte.
II.
Basura, arte y películas.
¿Qué mejor punto
para empezar que el artículo más influyente en la historia de la crítica de
cine, el ensayo escrito por Pauline Kael en 1969 Trash, Art and the Movies[iii]?
Su polémica defensa del arte como entretenimiento influyó a toda una generación
de críticos y, por consiguiente, a toda una generación posterior de cineastas.
En su momento, el texto de Kael resultó embriagador, estimulante, una descarga
de artillería dirigida contra el establishment
crítico de la Costa Este, los moralistas periodísticos de pipa y pantuflas, y
los autoproclamados árbitros de las artes mayores. Pero mi relectura de Trash, Art and the Movies treinta y
cinco años después, me lleva a encontrarlo no solo mal enfocado, sino
ponzoñoso. Todavía sigue siendo un ensayo muy influyente, pero por razones
perjudiciales.
La asunción
subyacente de Trash, Art and the Movies
es que las películas son un tipo inferior de arte –“una forma chabacanamente
corrupta de arte idónea para un mundo chabacanamente corrupto” – o, quizás, ni
siquiera una forma de arte. “Las películas tomaron prestada su energía no de la
alta y desecada cultura europea, sino de los peep shows, los espectáculos sobre el Salvaje Oeste, el music hall y las tiras cómicas; de todo
lo que era basto y vulgar”. Las películas eran, pobrecitas mías, basura. A
directores como Stanley Kubrick y Michelangelo Antonioni se les acusaba de
“emplear técnicas artísticas para otorgar a la basura la apariencia de arte”.
Un olmo es un olmo, y pedirle peras es pretencioso, una impostura. “Cuando
aseas las películas, cuando las conviertes en respetables, acabas con ellas”.
“¿Corrompe la
basura?”, se pregunta Kael. No, se responde, “tiene el poder de envenenarnos
colectivamente, pero no de perjudicarnos individualmente” (¿eh?). Disfrutamos
de las películas; nos sirven para madurar. “Si atinamos a hacer por nuestra
cuenta algo digno y útil de la vida, no sentiremos la necesidad de huir de ella
y cobijarnos en los placeres mortecinos que procuran las películas”. Así queda la
cosa: el cine es divertido, corrupto e inmaduro; pero la gente, digna y
hacendosa en sí misma, madurará gracias a este. De hecho, Kael concluye su
ensayo manifestando que “La basura nos ha despertado el apetito por el arte”.
Error. La basura
corrompe. La basura despierta tanto apetito por el arte como un Big Mac el
apetito por la comida sana. Y la basura ha ganado la batalla. En sus últimos
años de vida, ya retirada, Kael le confesó a David Denby que no había sabido
ver que “todo sería basura”. En nombre del sentido común y los gustos
proletarios, Kael atacó los muros de la alta cultura, y estos se derrumbaron.
Pero lo que en 1969 se percibió como soplo de aire fresco, solo resultó ser el
hedor de la basura por venir.
Corte al cine
post-arte[iv]
ejemplificado por Quentin Tarantino y sus imitadores. Kill Bill representa la apoteosis de la ideología kaeliana en torno
al cine como basura. Las películas funcionan como ensamblaje de cultura pop; el
único criterio es el de la “diversión”. ¿Es divertida? ¿Es cool? ¿Responde al hype
despertado? Ya no existe ninguna distinción entre lo alto y lo bajo, lo genuino
y la simulación, lo existencial y lo irónico, la melancolía y la parodia,
Shakespeare y Stephen King, Les enfants
du Paradis y The Dukes of Hazzard.
Lo único a considerar es cómo pueden combinarse unas obras con otras. Se dice
que el arte por antonomasia del siglo XX es el ensamblaje, y que Joseph Cornell
es su Padrino. Si es así, Tarantino es su Michael Corleone. Y, hagas lo que
hagas, no pretendas que ese ensamblaje tenga significado más allá del momento.
La sensación reemplaza al sentimiento.
Es irónico que
Kael incluya los cómics entre las fuerzas de las que bebió el cine en sus
orígenes, porque los héroes de cómic, las historias gestadas en los comic books, las situaciones dignas de
una historieta, antaño consideradas poco respetables, se han vuelto material de
prestigio. Las reprimendas morales ya no se estilan entre los críticos, y
tampoco hacen acto de aparición en páginas editoriales o de opinión. Los
académicos a los que Pauline Kael ridiculizó por tratar a Alfred Hitchcock y
Josef Von Sternberg como artistas, están aplicando ahora sus habilidades
analíticas a Matrix y El Señor de los Anillos. Hitchcock y Von
Sternberg empiezan a parecer Alta Cultura en el panorama de esta cultura post Trash, Art and the Movies.
Los ejecutivos
de estudios, que se sintieron obligados antaño a producir un cierto número de
películas de “prestigio” o “calidad”, han sido reemplazados por ejecutivos
corporativos a los que el tema no puede importarles menos. Si no hay estigma
asociado a la basura, ¿por qué intentar siquiera nada más exigente? Kael puso
en movimiento la legitimación de la basura: las ideas flotan sinuosamente a
través de la cultura y, una vez que las de Kael echaron raíces entre los
críticos, los cineastas, los productores, la audiencia, ya no hubo vuelta
atrás. Ella escribió durante la época más vibrante en la corta historia del
cine. No creo imaginase que la basura prevalecería a fecha de hoy. Kael ha
devenido, involuntariamente, la Victor Frankenstein de la crítica de cine[v].
En
retrospectiva, sus intentos por tildar las películas de basura se asemejan a
los que, a lo largo del siglo XX, se han hecho para no juzgar el arte, y en
particular el arte popular, en tanto “arte”. Si las películas son basura,
entonces pueden ser ya basura buena o mala. Mediante una prolija redefinición
de los términos, se elude la polémica incómoda sobre la alta y la baja cultura.
Pero las películas no están condenadas a ser
basura. Al contrario, son arte por mera definición, la del diccionario, tan
buena como cualquier otra: “los productos de la creatividad humana”. En raras
ocasiones, pueden ser incluso arte mayor. ¿Y qué es arte mayor? Cada vez que
usamos una expresión calificativa –“mejor”, “más orgánica”, “más pura” – hay
implícito un canon. Si las obras de arte van a ser comparadas cualitativamente,
pueden ser jerarquizadas; y, si pueden ser jerarquizadas, tiene sentido un
canon.
III.
El ascenso del canon.
Canon fue
originalmente un término religioso. Su uso en el contexto del arte coincide con
el tránsito del arte religioso al secular. El canon, del latín canon, “norma”,
era un código de leyes eclesiásticas o estándares de juicio, basado en libros
canónicos como las Escrituras. Los libros canónicos pasaron a ser, a su vez,
las Escrituras incluidas en la Biblia. El concepto del canon secular, de un
canon artístico, no aparece hasta el siglo XVIII, cuando la Ilustración dio
paso al Romanticismo.
Para los griegos
y los romanos, el arte era racional e implicaba conocimientos; en palabras de
Aristóteles, “la habilidad de ejecutar algo con la comprensión adecuada”. La
ciencia y los oficios fueron incluidos entre las artes; lo que hoy conocemos
como arte era para los antiguos techne,
técnica. La clasificación más aceptada para las artes, obra de Galeno en el
siglo II d. C., distinguía entre las “liberales” y las “vulgares”. Las artes
liberales (intelectuales) incluían la geometría y la astronomía. Las artes
vulgares (manuales) incluían la pintura y la arquitectura. La poesía y la
música no eran arte para nada, sino formas de la retórica; los clásicos nunca
contemplaron la posibilidad de que las artes plásticas conformasen un grupo
distintivo de artes. En el siglo III, Plotino concibió una clasificación de las
artes en cinco escalas, que empezaba con la que produce objetos físicos
(arquitectura) y terminaba en la intelectual (geometría), codificando la
jerarquía clásica: del cuerpo a la mente, de lo material a lo espiritual.
Durante la Edad
Media, el arte cayó en las redes de la ortodoxia eclesiástica. Se dice que
Dante inventó la idea de lo canónico, pero las categorías que enumera en La Divina Comedia deben más a la
profecía que a lo analítico. La iglesia cambió los intentos de clasificación,
pero no su naturaleza. El arte, según Tomás de Aquino, era “el recto
ordenamiento de la razón”, y a la razón se le exigía aceptar la revelación
divina. Las siete artes liberales eran las artes de la razón: lógica, retórica,
gramática, aritmética, geometría, astronomía y música. Las artes “vulgares”,
llamadas ahora “mecánicas”, estaban regidas por gremios y reglas fijas. Los
pensadores del Renacimiento también aceptaron la clasificación de Galeno,
aunque la consideración general de la arquitectura, la pintura y la música
aumentó –Vidas de grandes artistas,
de Giorgio Vasari, data de 1550. Las artes plásticas fueron redefiniendo su rol
en la práctica, aunque no en los ámbitos teóricos. A lo largo del siglo XVII,
periodo durante el cual el centro intelectual de Europa se desplazó de Roma a
París, las ciencias naturales se emanciparon de la teología, lo que derivó en
una clara distinción entre las artes y las ciencias.
El siglo XVIII,
envalentonado por la filosofía de la Ilustración y el auge de la burguesía,
emancipó las artes[vi].
En 1746, Charles Batteaux propuso un esquema de las artes plásticas que
comparte el principio común de la imitación de la naturaleza; las beaux arts –primer uso de la expresión–
eran para él la música, la poesía, la pintura, el drama y la danza.
Montesquieu, en un ensayo escrito para L’Encyclopédie
(1575), da por hecho el término bellas artes. En 1735, Alexander Baumgarten
acuñó el término “estética”. En 1768, el filólogo alemán David Ruhnaken
estableció la primera analogía entre el canon clásico y el de las Escrituras.
En 1765, Johann Joachim Winckelmann escribió Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y en
la escultura, que prorrogó en 1764 con Historia
de las artes entre los antiguos: la historia del arte se había convertido
en una disciplina secular. El primer museo de arte abierto al público, en la
Baja Sajonia, data de 1754; la Royal Academy británica, de 1769.
Las artes
seculares precisaban de instituciones seculares. La sala de conciertos hizo la
vez de la catedral, y la academia de arte la del seminario. Con el advenimiento
del Romanticismo, Kant se convirtió en el nuevo san Agustín, y los artistas se
vieron aupados al papel de sacerdotes seculares. Todo lo que se necesitaba
ahora era un canon.
Los primeros
cánones artísticos fueron literarios y británicos[vii].
En 1580, el estatus de laureado empezaba a adornar los retratos de poetas
ingleses; en 1616, Carlos I nombró a Ben Jonson Poeta Laureado y, ese mismo
año, en la recopilación de sus obras hasta entonces, el mismo Jonson reclamaba
para ellas el estatus de clásicas. Pero la fuerza conductora en la creación de
un canon literario inglés fue Joseph Addison. A través de sus artículos en The Spectator, Addison abogó sin
descanso por el papel de los críticos a
la hora de establecer estándares del gusto y jerarquías de juicio. En 1694
publicó su propio canon, An Account of
the Greatest Literary Poets, que listaba en verso a los grandes poetas, de
Chaucer a Dryden. Joseph Warton daría un paso más allá en 1756, cuando
estableció una jerarquía de los poetas ingleses de acuerdo con “cuatro
diferentes cualidades y medidas”. Warton incluyó a Spenser, Shakespeare y
Milton en su primer ranking, seguidos por los hoy olvidados Thomas Otway y
Nathaniel Lee.
El apogeo del
canon trajo consigo el apogeo de la crítica. Aunque ya había historiadores y
críticos por toda Europa, nadie se tomó con tanto entusiasmo el tema del canon
como los victorianos y, de entre ellos, ninguno tanto como Matthew Arnold.
Poeta además de crítico, y visionario en cuanto a que un día el arte
sustituiría a la religión, Arnold hizo un llamamiento para la promoción de “lo
mejor que se ha pensado y dicho en el mundo”. Aunque es conocido que Arnold –haciéndose
eco de Kant– propugnaba un ejercicio “desinteresado” de la crítica, los cánones
que se materializaron en el siglo XIX fueron de todo menos desinteresados. En
el canon de la literatura victoriana resonaron los ecos del Imperio y los
intereses. Era incumbencia de los críticos británicos, en tanto representantes
de uno de los mayores núcleos intelectuales y de poder del mundo, definir y
codificar las obras maestras del arte y la literatura occidentales. Cada uno a
su manera, John Ruskin y Walter Pater contribuyeron a consagrar al crítico como
Establecedor y Defensor del canon.
La mayoría de
los cánones fueron literarios. Los críticos eran, al fin y al cabo, escritores,
y resulta más fácil escribir sobre ideas y literatura que escribir sobre formas
y sonidos; y también resulta más sencillo hacer cumplir la ortodoxia. Existían
cánones de todo tipo –en la música, los “repertorios”; en las artes visuales,
las “obras maestras” –, pero, en su mayor parte, cuando se apela al canon
occidental, se está pensando en el literario. De hecho, el primer canon que se
comercializó fue literario: en 1910, Charles Eliot, rector de la universidad de
Harvard, supervisó la selección y publicación de “la compañía de las mentes más
sabias, interesantes e ingeniosas de todas las épocas”. Uno de los motivos que
Eliot adujo para su iniciativa es el mismo con el que yo he comenzado este
ensayo: había demasiados libros como para que una sola persona pudiera leerlos
todos[viii].
La Harvard Classics Reading Guide
institucionalizó también las trifulcas en torno a las exclusiones y las
inclusiones en el canon: ¿Dos años al pie
del mástil sí y Moby Dick no?
En el marco de
la desilusión que siguió a la Primera Guerra Mundial y el derrumbe de los
sueños imperiales británicos, el New Criticism liderado por I.A. Richards y T.
S. Eliot buscó definir un canon de acuerdo al análisis textual, lo que condujo
a cánones elitistas como The Great
Tradition (F. R. Leavis, 1946) y El
clásico: Las imágenes literarias de la permanencia y el cambio (Frank
Kermode, 1975). Aquella fue la época gloriosa del canon; también, la época de
su extinción. Pese a los esfuerzos ímprobos de los Nuevos Críticos, la Escuela
del Resentimiento detectada por Bloom había hecho acto de aparición.
IV.
El ocaso del canon.
A mediados del
siglo XVIII, la tecnología y una burguesía emancipada habían precisado de una
nueva clasificación del arte, de las bellas artes, por lo que sobrevino un
canon. Apenas doscientos años después, a mediados del siglo XX, las mismas
fuerzas se conjugaron para desterrar la idea de canon y poner en cuestión la
noción misma de bellas artes. Aquellos que tiemblan cuando escuchan frases como
“el fin del Arte”, “la muerte del autor” y “el post-arte” harían bien en
recordar que de lo que se está hablando, no es de la muerte de las obras de
arte, ni siquiera del arte, sino de la desaparición de una determinada
tradición con solo doscientos años de antigüedad.
El concepto de
las bellas artes en general y del canon en particular se basó en una serie de
asunciones que fueron puestas en entredicho en el siglo XX. Entre ellas, en
primer lugar, la asunción de que las
bellas artes constituían un sistema cerrado. Kant argumentó que existían
tres clases de bellas artes: las que usaban imágenes plásticas, las que usaban
palabras y las que usaban tonos. A partir de esas categorías, se derivaba una
lista cada vez más inamovible de bellas artes: pintura, escultura, arquitectura,
y música. Así se formó el canon de las bellas artes, a partir del cual
evolucionaron los demás. Llevó generaciones establecer esta jerarquía, hasta
que empezó a parecer inmutable. Pero, en el siglo XX, las nuevas artes
tecnológicas –fotografías y películas– abocaron esa clasificación al desorden.
La fotografía, como señaló Walter Benjamin, destruyó los límites convencionales
del arte. Las nuevas tecnologías de transmisión, la música grabada y la radio,
difuminaron aun más esos límites; John Philip Sousa llegó a predecir que las
grabaciones acabarían suponiendo la desaparición de la música. El asalto
tecnológico al canon de las bellas artes desencadenó su implosión. La música
dodecafónica, la pintura abstracta, el arte performativo y la novela periodística
cuestionaron la definición de las artes previamente establecidas. Críticos que
en el pasado habrían defendido las bellas artes se vieron en apuros para
definir cualquier noción de arte.
Segunda asunción
en apuros: la distinción entre bellas
artes y artes aplicadas. La disputa añeja entre artes liberales y vulgares
revivió gracias al movimiento Arts and Crafts. A finales del siglo XIX, William
Morris argumentó que no había arte más noble que la buena artesanía; una idea
que puede entenderse también incitada por la tecnología, o, en este caso, por
una reacción contra la tecnología. La ciencia también exigió ser reevaluada:
¿no eran de hecho las teorías de Albert Einstein arte? Solo porque algo sea
útil, ¿significa que no puede ser arte? Y, si no lo es, ¿no debería entonces un
canon incluir también artes prácticas? El imperio en expansión del Arte no solo
se anexionó territorios vecinos como el de las artes y los oficios, atacó e
incorporó a su territorio estados del pensamiento bajo el control firme de la
“realidad”: la política, la economía, lo cotidiano. La nueva apariencia de
realidad del arte despertó la suspicacia ante la calidad (art)ificiosa[ix]
de la vida. Lo que en un principio fue propio de los happenings dadaístas se expandió hasta incluir la novela de no
ficción, el teatro conceptual y los documentales de ficción. En este sentido,
la telerrealidad no es una moda o manía pasajera, sino el resultado natural de
la expansión incesante de lo que se entiende por arte. ¿Qué papel juega el
defensor de los cánones en un mundo que ha pasado a ser La Vida: La Película?
Si no puede trazarse una línea de delimitación en lo que se refiere a los
oficios aplicados, ¿cómo excluir los atentados del 11-S, la obra de teatro más
influyente de nuestra época?[x].
Tercero: la nomenclatura cuasi-religiosa de las
bellas artes. El mundo del arte[xi] se
liberó a sí mismo de las constricciones de la Iglesia, pero no de las
convenciones relativas a la terminología religiosa. La noción de “gran arte” no
se diferenciaba mucho de la de “Alta iglesia”; el canon artístico no difería
demasiado del canon aplicado a las Escrituras; ni las hagiografías sobre
artistas de aquellas sobre santos y mártires, lo que acarreó para la noción del
gran arte vulnerabilidad ante los ataques de Marx y sus seguidores. El “capital
cultural” es tan solo otra forma de capital material y, como el capital
material, se crea para controlar los medios de producción y desempoderar a las
clases “bajas”. La selección presupone la exclusión. En el siglo pasado, la selección
del canon había sido, en opinión de los críticos marxistas, sinónimo de la
exclusión de artistas por razones de género, clase o raza. A medida que las
artes se habían hecho más democráticas y populistas, la noción de gran arte se
había hecho menos y menos defendible. La burguesía, que había hecho tanto por
liberar las artes del control religioso, se encontró siendo víctima de sus
propios prejuicios sociales y religiosos. Los conceptos de las bellas artes y
del canon fueron formulados de tal manera que lo que exigían era repudiar.
Cuarto, la relación entre el arte y la Belleza.
Desde su inicio, el concepto de las bellas artes fue ligado al concepto de
Belleza. Al acuñar el término beaux arts,
Batteaux las definió como “artes relativas a la Belleza o que apelan a su
apreciación”. La noción de Belleza no derivaba de los griegos, que la percibían
como excelencia, sino de la Edad Media, que consideraba la Belleza expresión de
Dios en el universo. Como he argumentado previamente, los nuevos esteticistas de
la Ilustración secularizaron el arte pero no su terminología. La relación
estrecha entre arte y Belleza no sobrevivió en el siglo XX. “El arte”, escribió
Picasso en 1935, “no consiste en la aplicación de un canon de belleza, sino en
lo que el instinto y el cerebro son capaces de concebir más allá de ese canon”[xii].
El arte como subsidiario de la expresión. Lo vulgar y lo desagradable también
tenían derecho a ser arte. En el orden clásico, se imponían constricciones a la
Belleza (proporcionalidad, claridad, etc); se podía legislar sobre el canon
artístico. Sobre la expresión, sin embargo, no se podía imponer ni determinar
nada. Y, sin la imposición, el canon ya no se asemejaba a una norma sino a una
lista de preferencias personales.
Quinto: la reproductibilidad técnica - Walter
Benjamin y el cambio del paradigma. En La
obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936), Walter
Benjamin intentó situar la estética y el arte tradicionales en el contexto de
las nuevas tecnologías de grabación, fotografía e imágenes en movimiento: “Las
complicaciones que deparó la fotografía a la estética tradicional fueron juegos
de niños comparadas a las que acarrearía el cine”. Benjamin argüía que la
reproductibilidad acababa con el “aura” única de una obra de arte. La
reproducción mecánica desencajó los valores estéticos tradicionales de
“unicidad”, “permanencia” y “autenticidad”; lo que fue único había pasado a ser
propiedad común de muchos, lo que fue permanente se había probado transitorio y
reversible, lo que fuese auténtico podía replicarse. No hace falta ser Matthew
Arnold para comprender las derivaciones de este cambio de paradigma. Las
nociones de autenticidad, unicidad y permanencia habían constituido, junto a la
de Belleza, las piedras angulares críticas del canon.
Y sexto: la noción del arte como fuerza para el bien
común. Una asunción subyacente, desde Aristóteles a Adorno, es que el arte
juega un rol positivo en la sociedad. Ilumina, ennoblece, mejora. El buen arte
hace buenos ciudadanos. La ética y la estética no son los mejores compañeros de
cama –de hecho, ni siquiera duermen bien solos–, pero, incluso Kant, que
sostuvo que el arte debía ser ajeno a consideraciones sociales, también
percibió la belleza como un símbolo de lo moralmente bueno. La conexión entre
arte y bien social, siempre en entredicho, se fue al traste con la llegada del
nacionalsocialismo. “Después de Auschwitz” se convirtió en un latiguillo de la
crítica de arte del siglo XX. “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto
de barbarie”, declaraba Theodor Adorno. ¿Cómo había podido Alemania, hogar de
Kant, Goethe y Beethoven, haber propiciado la cultura de Hitler y Goebbels? La
interpretación de la novena sinfonía de Beethoven bajo la batuta de William
Furtwangler para una audiencia de joviales cargos del partido nazi es una
sombra que se cierne sobre todo el siglo XX y sobre el concepto de canon. ¿A
qué propósito sirve un canon artístico después de Auschwitz? Medio siglo más
tarde, el debate relativo al “después de Auschwitz” continúa, en forma de
debate sobre la ficción y la no ficción. El horror de Auschwitz no supuso un
shock solo en lo referido a la “atrocidad civilizada”; tuvo que ver también con
lo documentado inmediata y vívidamente por fotografías y películas. ¿Cómo
pueden competir las historias de ficción con la instantaneidad de lo mediático?
“Después de Auschwitz” ha pasado a ser “Después de Vietnam”, “Después del
11-S”, etc.
No se trata
tanto de que en el siglo XX no haya habido cánones –de hecho, han proliferado
desde “la muerte del canon” merced a los planes de estudio y las listas sobre
“lo mejor” –, como de que pocos en el mundo del arte se los toman en serio. Es
parte integrante de la noción de un canon cinematográfico, no solo que se
establezca, sino que sea defendido; y, en el último siglo, los críticos han
empleado más tiempo en atacar la noción misma del canon que en defenderla. Sin
defensores, el canon se vuelve un asunto de conveniencias (planes de estudio) o
gustos (películas favoritas).
V.
El ascenso de los relativistas.
La desaparición
del canon no fue un evento aislado; de hecho, apenas se notó, dado el colapso
de más alcance del establishment de
la Alta Cultura. Los valores del arte se han asentado siempre en arenas
movedizas: la religión a lo largo de la Edad Media y el Renacimiento, la
perfectibilidad y la razón humanas en la Ilustración, la emoción durante el
Romanticismo, el subconsciente en la modernidad. Y cada época ha removido los
cimientos de la previa. Si los valores de la Ilustración impugnaron los
criterios religiosos, el Romanticismo refutó los preceptos ilustrados; la
modernidad desechó el sentido de lo Romántico, y, en la época de lo posmoderno
y el post-arte, la tecnología se opone al inconsciente. El post-arte es un arte
posinconsciente. “Atrapado en estas arenas movedizas, el establishment del arte, que había buscado afianzarse sucesivamente
a través de la religión, el conocimiento, la emoción y el inconsciente, se ve
desbordado por los “valores” tecnológicos”[xiii].
Los íconos del
arte del siglo XX son el orinal y la caja de esponjas Brillo. El orinal de
Duchamp –como otras muestras de arte encontrado– sitúa el arte más allá de todo
criterio. Todo arte es igual; todo arte es artefacto. Como ha escrito Donald
Kuspit en El fin del arte, el logro
más relevante de Duchamp quizá haya residido en “el socavamiento y descrédito
de lo estético”. Las cajas de Brillo de Andy Warhol constituyeron el siguiente
nivel, al reemplazar la ausencia de criterios duchampiana con el dinero.
Duchamp había unido el arte y el no-arte; Warhol fusionó arte con dinero. El
dinero –y la fama– es la medida objetiva definitiva para determinar la valía de
una obra de arte. Si el arte es dinero, entonces el gran arte es mucho dinero,
y un gran artista es un gran hombre de negocios o un “empresario del arte”,
como Warhol se definió a sí mismo. “Arte”, concluía Marshall McLuhan, “es
aquello con lo que puedes salirte con la tuya”.
¿Qué hace en
esta tesitura el crítico de arte? ¿Qué hace el académico? ¿Cómo evaluar obras
de arte en medio de un vacío estético?[xiv]
¿Son los críticos los nuevos contables[xv]
del mundo del negociado artístico? Y, ¿qué sentido tienen entonces los cánones
que, como ya se ha comentado, siguen proliferando?
Los académicos y
críticos molestos con el dictado “todo es arte”, a los que repelía la noción de
que “arte equivale a negocio”, asimismo incómodos con la evaluación de las
obras de arte sobre la base exclusiva de las preferencias personales,
descubrieron nuevos métodos para estudiar y evaluar el arte. Bloom engloba a la
mayoría de ellos en la Escuela del Resentimiento, pero creo que estos
escolásticos de hoy en día son parte de un movimiento estético de más alcance,
el Ascenso de los Relativistas. Los Relativistas han ideado esquemas mediante
los cuales el arte puede ser analizado sin el prejuicio procedente de tener que
determinar si una obra de arte es buena o mala comparada con otra obra de arte.
Cómo si a estas alturas supiésemos todavía lo que es bueno y lo que es malo.
Los Relativistas
se agrupan en varias categorías. Ante todo, los
litigantes por causas especiales: estudios culturales, de género y sobre
minorías. Estudios en torno a lo negro, lo Hispano, lo Feminista, lo Gay, etc.
Al separar un grupo selecto de obras de arte del panorama de Hombres, Blancos y
Muertos, un crítico puede estudiar las obras como parte de un subconjunto, y
evaluar cómo funcionan en ese subconjunto. Hay al respecto estudios relevantes
y fascinantes; y cuentan con el beneficio añadido de liberar al crítico de
tener que emitir un juicio[xvi].
Lo mismo puede decirse de los estudios culturales y sobre los géneros: el
western, la pulp fiction, el teatro
británico, el cine hindú. Se han erigido estamentos académicos y profesionales
en torno a campos de interés que eximen al estudioso de emitir juicios. La
cultura, en estos casos, pasa a ser subcultura; y, al estudiar las obras de
arte pertenecientes a una determinada subcultura, el crítico no examina su
valor comparativo con el grueso de la cultura a la que pertenece, solo sus
relaciones con ella.
Los
estudiosos de la semántica y lo formal. Al mismo
tiempo que Duchamp usaba sus readymades
para socavar lo estético, Wittgenstein aseveraba que la estética no era
realmente sujeto ninguno de estudio. Si el valor artístico de una obra de arte
no reside en la obra en sí sino en cómo la percibimos, argumenta Wittgenstein,
entonces el mismo análisis del arte es el análisis de cómo lo experimentamos.
Palabras que “casi no juegan ningún papel en absoluto”, palabras como
“hermosa”, “elegante”, “excelente”, deberían ser puestas en cuarentena.
Aunque
Wittgenstein escribió poco en concreto sobre arte, el supuesto de su filosofía
analítica reside en que la estética, como la filosofía, debería ser reducida a
la lógica: la estética como investigación acerca de las frases que empleamos
cuando hablamos de arte[xvii].
La filosofía analítica legitimó los incipientes estudios semánticos iniciados
por Saussure, que desembocarían en una hidra de disciplinas: positivismo
lógico, atomismo lógico, semántica, semiótica, estructuralismo,
posestructuralismo y deconstructivismo. No tengo intención –ni deseo– de
enfangarme en esa batalla intestina entre disciplinas, pero sí apuntaré que las
estrategias formalistas descritas comparten un impulso similar: considerar el
arte sin juzgarlo.
Los
partidarios del arte como fenómeno cultural. El marxismo,
primer paradigma en llenar el vacío dejado por el colapso de la estética en el
siglo XIX, fue seguido por el psicoanálisis, el materialismo y el
neohistoricismo; así como por estudios sobre los géneros y las minorías, en la
medida en que estos se expandieron desde lo subcultural a lo cultural. Más allá
de estos modelos culturales flotaba la arcaica noción platónica y aristotélica
del arte como medicina social, aunque despojada de sus facetas moralizantes. El
arte como producto de las fuerzas sociales, económicas, políticas,
tecnológicas, etc. De modo que analizar de manera adecuada el arte suponía
analizar esas fuerzas.
Y, por último,
como ya he apuntado, los gemelos diabólicos del
dinero y la fama, que han cernido sus sombras sobre los anteriores, en
tanto criterios relativistas definitivos. Vale la pena hacer notar que a medida
que el cine entró en la fase posmoderna, el interés en la economía de las
películas aumentó: las recaudaciones en taquilla se volvieron cada vez más
populares como única medida indiscutible del valor de una película.
A finales del
siglo XX, muchas de estas disciplinas habían perdido encanto y glamour, solo
que ya no había nada que las reemplazase. David Bordwell, uno de los estudiosos
cinematográficos contemporáneos más astutos, argumentaba en 1996 que las
“grandes teorías” habían sido contraproducentes para los estudios fílmicos, y
que lo que se precisaba ahora era “investigación de nivel medio” (géneros,
cines nacionales, aspectos de la industria, etc). El colapso de la Estética y
la ascensión resultante de los relativistas habían llegado a su culmen.
VI.
La película contra el canon.
Aquí está el
problema: ¿Cómo establecer un canon cinematográfico cuando la existencia misma
de las imágenes en movimiento jugó un rol decisivo en el ocaso del canon?
Cualquier
intento por “ubicar” las películas en el canon artístico, nos remite
obligatoriamente en un momento u otro a Benjamin. Él fue el primero en afrontar
la cuestión de la representación fotográfica y las artes, así como las
complicaciones resultantes. Antes de la fotografía, las imágenes eran productos
de la habilidad artística humana; después de la fotografía, las imágenes se
convirtieron en subproductos de la tecnología. Tratar de justificar la calidad
artística de las fotografías –elección del encuadre, iluminación, tipo de
película, etc. – conllevó un gran esfuerzo intelectual, pero el hecho
inamovible es que una máquina o un mono eran tan capaces de sacar una
fotografía como un ser humano.
Los escritos de
Benjamin revelan una ambivalencia profunda en torno al cine. Las películas
devolvieron la narración a las masas, algo positivo; por otra parte, el estatus
industrial del cine lo hacía susceptible de manipulación con propósitos
políticos, algo problemático. Las películas liberaron a las imágenes de sus
ascendientes literarios, pero la replicación masiva de las imágenes las liberó
de cualquier control. Las películas despojaron al arte de su aura, pero después
dispersaron esa aura en la cultura de masas capitalista. Una y otra vez,
Benjamin ensalza y después reniega del valor de las imágenes producidas
mediante la tecnología.
¿Cómo puede
ayudarnos entonces Benjamin a reconciliar la disparidad entre las imágenes en
movimiento y la idea de un canon? Benjamin no era amigo de los cánones y, de
haber sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial, es posible que se hubiese
revuelto contra las películas, otorgándoles –como Adorno, Siegfried Kracauer y
otros miembros de la Escuela de Frankfurt– el estatus de artículos fetichistas
propios de la cultura de consumo. Benjamin, sin embargo, no era un teórico
rígido. Ha sido descrito a menudo como un flaneur,
un observador curioso de los escaparates de ideas del siglo XX; y creo que una
de sus intuiciones casuales puede servir al objeto de desarrollar un canon
cinematográfico: la noción de que el cine no era tanto una forma de arte como
una fase de transición artística.
En The Image in Dispute, Dudley Andrew
señala que Benjamin no solo contempló cuestiones como el aura, la
reproductibilidad mecánica, el fascismo artístico y el fetichismo, sino también
la “naturaleza transitoria del cine”. Las películas no serían sino una estación
de paso para la cabalgata de la historia del arte, una parada en la ruta desde
la narrativa escrita del siglo XIX hasta los sonidos e imágenes sintéticos del
siglo XXI. “El siglo del cine”, escribe Andrew, “ha brindado un frágil periodo
de distensión, durante el cual la logosfera del siglo XIX, con sus grandes
relatos y novelas, ha ido dando paso –bajo la presión de la tecnología, el auge
de la imagen y las insondables crisis mundiales– a la videoesfera en la que
entramos hoy, donde se nos ha dejado claro que no puede decirse que continúen
funcionando ni las grandes narrativas ni el genio de la creatividad”. Palabras
un poco extremistas, pero, para mí, muy ajustadas a la situación. Andrew ubica
el momento definitorio del siglo XX cinematográfico en la Nouvelle Vague –más
en concreto, en Jules et Jim–,
momento en el que una narrativa pasada de moda tornó su rumbo hacia un modelo
de narración moderna. El siglo del cine como planteamiento, nudo y desenlace de
la Modernidad.
La tecnología
determinará el futuro del entretenimiento audiovisual –dudo en emplear el
término “películas”. Los procedimientos técnicos para el registro, la
producción y la distribución de imágenes en movimiento siempre han condicionado
el arte que pudiese albergar el cinematógrafo. El nickelodeon determinó un
cierto tipo de cine, como también lo determinó la técnica de proyectar imágenes
en una sala a oscuras, o la televisión. El arte de la narrativa audiovisual se
ha visto redefinido continuamente por las sucesivas innovaciones técnicas: la
grabación de sonido, la grúa, el color, el formato panorámico, la película de
alta velocidad, los micrófonos, la cámara de vídeo, la steadycam, el montaje digital, las imágenes digitales. Las
películas nunca han dejado de mutar. En este sentido, la tecnología ha
condicionado el arte del cinematógrafo tanto como sus contextos sociales. La
incertidumbre actual acerca de la naturaleza –y el futuro– del cine, no la
solventarán artistas o financieros; la tecnología consumará la tarea. Solo
cuando un nuevo paradigma de producción, réplica y distribución de imágenes se
haya asentado, el entretenimiento audiovisual superará esta era incierta. El
nuevo rostro de las películas será el rostro más adecuado a las nuevas
tecnologías. ¿Se descargarán las películas bajo demanda? ¿Podrán ser vistas en
teléfonos móviles o con cascos envolventes? ¿Será posible remontar material
preexistente a medida que uno lo ve? ¿Tendrán posibilidad los espectadores de
seleccionar partes de películas existentes –persecuciones automovilísticas,
etc.? ¿Acabaremos viviendo en un mundo de constantes, múltiples vídeos en streaming veinticuatro horas al día y
siete días a la semana? Es un escenario muy plausible. Y todas estas nuevas
tecnologías dictarán en qué va a convertirse “la película”.
El hecho de
pensar en el siglo del cine como una fase de transición provee un contexto para
la creación del canon que nos ocupa. Dado que disponer de un canon es una
necesidad educativa –en base a crear planes de estudios–, y que la urgencia por
crear listas con “lo mejor de” no se ve reprimida por ningún tipo de lógica
crítica, ¿por qué no compilar una lista que reconozca la posición única del
cine como medio transitorio? Hay por tanto, en mi opinión, dos condiciones por
las que puede justificarse un canon en estas circunstancias: (1) la evaluación
de las películas en el contexto de un siglo de cine, un momento transitorio, y
(2) la adopción de criterios estéticos múltiples.
VII.
Criterio renovado para un canon cinematográfico.
El cine no es
tanto una nueva forma de arte como una reformulación de formas de arte ya
existentes; los criterios para el establecimiento de un canon cinematográfico
serán, asimismo, reformulaciones de los criterios históricos usados para
evaluar formas artísticas preexistentes. Estos criterios históricos se renuevan
cuando son observados bajo el prisma de la condición transitiva del cine y la
multiplicación de los criterios estéticos a valorar.
Los relativistas
se batieron en retirada ante el canon porque el arte reproducible mecánicamente
no encajaba con los métodos tradicionales de juicio. Con nuevos criterios para
la elaboración de un canon cinematográfico, esa retirada se nos antoja
indigerible; la “inautenticidad” de las películas, por ejemplo, sería uno de
sus atributos definitorios. O la cuestión de hasta qué punto interpreta una
determinada película el arte de masas en evolución en que se inscribe. De
manera similar, la multiplicidad de criterios estéticos abre las películas a
los estudios interdisciplinarios. La respuesta al dicho paradójico tradicional
“escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura” pasa a ser:
exactamente. Por supuesto, el lenguaje mismo limita el cómo podemos “hablar”
sobre imágenes en movimiento, pero eso no significa que uno necesite evaluar
todas las películas como literatura. Los criterios varios usados para el
teatro, la pintura, la arquitectura, la escultura, la música, la literatura y
la danza son todos aplicables al cine. Algunas películas son mejores vistas a
través de un prisma literario –¿Quién
teme a Virginia Woolf? –, otras a través de un prisma arquitectónico –El eclipse. Una escala flexible de
múltiples estéticas no es lo mismo que ninguna escala en absoluto, y tampoco es
aceptable como excusa para evitar el emitir juicios. Puede desembocar en
algunas comparaciones torpes –¿es mejor Virginia
Woolf como literatura que El eclipse
como arquitectura? –, pero, ¿no constituyen estas charadas la ocupación, o al
menos lo divertido, de la crítica?
¿Qué criterios
renovados inspirarían el canon cinematográfico? Ahí reside, como siempre, el
problema. En una colección de ensayos publicada recientemente, Essential Cinema: On the Necessity of Film
Canons, Jonathan Rosenbaum abarca cientos de películas, y califica muchas
de “clásicas”. No sería capaz de dilucidar ni aunque me fuese la vida en ello
qué criterios ha seguido para entresacar esos títulos. Es mucho más fácil hacer
listas que explicar su porqué. Cuando resuelves de acuerdo a la lógica la
contradicción kantiana de que, si estableces juicios de acuerdo al gusto,
algunos serán verdaderos y otros serán erróneos, lo que resulta ser otro
criterio[xviii],
te abocas a un purgatorio de “sentimientos” cambiantes. Algo que, según nos han
explicado los estudiosos pensaba Hume, responde a una falacia[xix].
No estoy tan seguro. Los patrones del gusto, tal y como Hume los entendió, no
restringían el arte; la obra de arte siempre encontrará su propio camino al
margen de las normas. Estas, sin embargo, establecen un marco necesario para
poder establecer juicios. Me gustaría apuntar, por lo tanto, siete criterios
sobre los que basar un canon cinematográfico. Siete pueden ser demasiados o
demasiado pocos, pero constituyen un comienzo; y qué mejor criterio para
empezar que el más antiguo y más irritante: la Belleza.
La
belleza.
El distanciamiento del siglo XX respecto del canon coincide con su
distanciamiento respecto del concepto de Belleza. Los últimos apologistas del
canon, Santayana y Croce, eran pre-cine; en el último siglo, bajo la influencia
de Wittgenstein, los adeptos a la estética menospreciaron los intentos de
encontrar cualidades esenciales en el arte. La belleza fue vista menos como un
valor universal, y más en función del placer que procuraba; una asociación que,
llevada al extremo, desembocó en la trivialización de la Belleza, como en la
expresión “¡es tan bonito!”, carente de toda sustancia. Picasso y Pollock
proclamarían pronto que su arte aspiraba a no brindar “simplemente” placer al
espectador, sino a abrumarle, a cambiar el mundo. La belleza, en dicho
contexto, parecía no solo trivial, sino además banal.
Pero la Belleza
es la piedra angular de todos los juicios del gusto, como Kant sabía bien, y,
sin un respeto por ella, los juicios son arrastrados por los vientos de la
moda. La solución al problema de la Belleza no estriba en negar su poder sino
en expandir sus parámetros. La rehabilitación del concepto de la Belleza
implica no solo aceptar las contradicciones kantianas, sino también expandir
tal concepto. La Belleza no la definen reglas y atributos –simetría, armonía,
lo variado dentro de la unidad, lo que Clive Bell denominó “forma significante”
–, sino su capacidad para transformar cualitativamente la realidad. Crispin
Sartwell señala el camino para una apreciación expandida de la Belleza en su
libro Los seis nombres de la belleza. En su búsqueda de un sentido para la
palabra “belleza” libre de los “clichés montados” en torno a ella por el uso
contemporáneo, Sartwell lo reubica en los ámbitos de culturas dispares: beauty (en inglés), el objeto de deseo; yapha (en hebreo), el halo, la
floración; sundara (en sánscrito), el
conjunto, la santidad; tò kalòn (en
griego), la idea, el ideal; wabi sabi
(en japonés), la humildad, la imperfección; y hozho (en navajo), la salud, la armonía. La reproductibilidad
mecánica había exigido una definición más amplia del arte; no lo iba a requerir
menos la Belleza.
Lo
extraño.
Harold Bloom emplea el término “extrañamiento” en lugar del usado más
comúnmente, “originalidad”. Lo extraño es el tipo de originalidad que “no
podemos asimilar nunca del todo”. El concepto de extrañamiento enriquece la
idea convencional de lo original, al añadirle tintes de impredecibilidad,
incógnito y magia. Decir de Jean Cocteau que fue original suena de algún modo
pobre. Cocteau fue más que original, fue extraño[xx].
La originalidad es un requisito previo del canon –el asunto en cuestión debe
expresarse de manera fresca–, pero es la adición a lo original del
extrañamiento lo que procura a una obra un estatus perdurable. La extrañeza, la
explosión impredecible de originalidad, es el atributo de una obra de arte
capaz de suscitar en generaciones sucesivas el desconcierto, el debate, el
sobrecogimiento. El extrañamiento surgió como concepto en el Romanticismo, y
fue adoptado a partir de entonces por Hegel y todo tipo de pensadores
posteriores, hasta su actualización vía el término más reciente de
“desfamiliarización”.
Unidad
de forma y asunto. Sería complicado rebatir este criterio tradicional
de valor artístico. “La grandeza y excelencia del arte”, establece Hegel en Lecciones sobre la estética, “dependerá
del grado de intimidad (...) con que forma y materia se unen y fusionan”. El
arte reproducido mecánicamente complica enorme y deliciosamente las
posibilidades de esa fusión. Las películas son multiformes, yuxtaponen
imaginarios reales y artificiales –música, sonido, decorados y estilos
interpretativos– con efectos de contraste. Las películas no brindan “formas
significantes”, sino yuxtaposiciones significativas de formas. Puede
apreciarse, por ejemplo, en las yuxtaposiciones de decorados realistas e
interpretaciones estilizadas en las películas de Robert Bresson o David Lynch.
En arquitectura, se dice que la forma deriva de la función[xxi].
En el cine, la forma del conjunto deriva de la fricción entre las
yuxtaposiciones de formas que se producen en cualquier momento de una película
y que, a lo largo de la misma, evolucionan, fluctúan, se transforman. La forma
de una película en su mitad o su final no se requiere que sea la misma que
cuando empezó. A la hora de juzgar una película, el crítico valorará la
interacción de sus formas en relación con su objetivo –comercial, educativo,
estético– y su tema. En una “gran” película, la fricción entre formas aúna
estas para expresar la función de manera nueva y “extraña”. Es imposible
debatir sobre las formas de La regla del
juego sin describir también su argumento.
Tradición. El
criterio de la tradición es expuesto sucintamente por T.S. Eliot en La tradición y el talento individual
(1919). “Ningún poeta, ningún artista de ninguna disciplina, tiene sentido
completo en soledad. Su importancia, la apreciación de su obra, implica
apreciar su relación con los poetas y artistas ya desaparecidos. No se le puede
valorar solo; se le debe situar entre los muertos a efectos de contraste y
comparación”. Harold Bloom recoge el testigo del argumento de Eliot en El canon occidental: “La tradición no
consiste únicamente en la recogida sumisa de un testigo en un proceso”, afirma,
“simboliza también un conflicto entre la genialidad del pasado y las
aspiraciones del presente, que tiene como premio la supervivencia literaria, la
inclusión en el canon”. Este argumento historicista es aplicable en especial a
la historia acelerada del cine. En cien años, las películas se han redefinido a
sí mismas docenas de veces. Eliot hablaba de “artistas y poetas desaparecidos”.
En el caso del cine, los ancestros apenas acaban de morir, si es que así ha
sido. Olvidados aparte, es habitual que los grandes cineastas contemplen –algunos
con admiración, otros con ansiedad– cómo la obra de su vida es versionada y
redefinida. El “agon”, por usar la expresión de Bloom[xxii],
entre los filmes precursores y los siguientes parece a veces más simultáneo que
secuencial. Uno de los placeres de los estudios sobre cine reside en apilar a
los directores unos sobre otros, y contemplar cómo reprocesan a sus antecesores
y colegas. A Wong Kar Wai, por ejemplo, se le puede considerar influido en sus
inicios por Martin Scorsese y John Woo, en una siguiente fase por Quentin
Tarantino, y emerge a partir de ahí como gran artista en la estela de un Alain
Resnais. La labor descrita por Eliot y Bloom adquiere un alcance más inmediato
al considerar el breve lapso que conforma la historia del cine. La grandeza de
una película o de un director no ha de ser juzgada solo en sus propios
términos, sino por el lugar que ocupa en la evolución del cine.
Lo
repetible.
Lo eterno es condición sine qua non
de lo canónico. A Winckelmann, el padre de la historia del arte, le motivaba la
necesidad de explicar la belleza intemporal del arte griego. Desde Hume a
Bloom, todo el mundo coincide en que es algo básico: el gran arte “resiste”,
puede ser experimentado repetidamente, ser apreciado por generaciones
sucesivas; con el tiempo, crece su importancia en el contexto. Se trata de un
baremo que incluso ha superado la prueba de la era de la reproductibilidad
mecánica. Una postal de La noche
estrellada de Van Gogh no merma el valor del original; las sillas idénticas
producidas a partir de diseños de los Eames poseen la misma integridad que un
sofá único obra de William Morris.
Las películas no
fueron diseñadas originalmente para “aguantar”. Eran productos desechables. La
mayoría de las películas tempranas se han perdido por la sencilla razón de que
nadie pensaba que fuesen dignas de preservarse. Hoy por hoy, las películas sí
resisten, y más que nunca. Con el advenimiento de los reproductores de video,
los DVD y los archivos digitales descargables, las películas no solo resisten;
florecen. Títulos que fueron flor de un día, fiascos, en el momento de su
estreno –Citizen Kane, Vertigo, The Searchers– han devenido árboles de hoja perenne. La capacidad
de ciertas películas para retener su impacto a través de visionados repetidos
representa un ejemplo de manual acerca de lo que genera un “clásico”. Citizen Kane, por ejemplo. No hay nada
en ella –fotografía, encuadres, montaje, interpretaciones, efectos de sonido–
que no haya sido copiado y vuelto a copiar, visto una y mil veces por
generaciones sucesivas de cinéfilos. Y, pese a ello, lo cierto es que Citizen Kane, como todo arte perdurable,
engancha tanto a quien la ve por primera vez como al que repite.
Compromiso
del espectador. Me gustaría añadir un criterio específico
aplicable al cine, que no deriva de la historia del arte sino de la pasividad
de la experiencia cinéfila. Un espectador no tiene que “hacer” nada. La música
conjura imágenes, el teatro nos exige rellenar espacios, la pintura implica un
mundo más allá del marco; las películas, en comparación, demandan muy poco de
nosotros. A la audiencia se le da todo hecho: la información que se recibe y las
emociones que se sienten están tan planificadas como un horario de trenes. El
atractivo primario de las películas puede que resida, de hecho, en lo poco que
nos piden. El espectador solo precisa sentarse y mirar[xxiii].
En cambio, una gran película libera hasta cierto punto al espectador de su
estupor pasivo y le liga al proceso creativo de ver. La dinámica ha de
funcionar en los dos sentidos: la gran película no solo llega al espectador, le
atrae hacia sí. La película, ya sea guardándose aspectos esperados de ella o
abundando en contradicciones, provoca al espectador para que se llegue hasta la
pantalla y, por así decirlo, trastee con su mobiliario creativo. No se trata de
que el espectador se pregunte “¿Quién ha hecho esto?”, sino de que identifique
aspectos que no tenía en mente, llegue a conclusiones que la película no puede
controlar, vuelva a disponer las imágenes a su propia y única manera. Una gran
película, una película que resiste, exige y recibe del espectador una
complicidad creativa.
Moral. Soy reacio
a introducir el criterio artístico más antiguo (y viejo), lo moral; un criterio
que se extiende desde Platón –que igualó educación estética y bondad moral–, a
través de Kant –la estética como senda hacia el bien moral– y hasta Ruskin y
Leavis –toda obra mayor es una obra de arte moral. No es que sienta que los
argumentos morales no tienen cabida en un debate sobre arte, es solo que dichos
argumentos funcionan mejor cuando están implícitos que cuando se sacan a la
palestra. Las películas siempre tendrán un componente moral. No se pueden
describir situaciones inspiradas en la vida real, ni desarrollar personajes, ni
contar historias que fluyan a través del tiempo, sin que haya derivaciones
morales. Parafraseando el epitafio en la lápida de Jung, “se invoque o no, lo
moral está ahí”[xxiv].
Tiene sentido que las grandes películas tengan una gran resonancia moral. Pero
no veo qué valor estético tiene el oponer la resonancia moral de unas contra
las de otras. Del documental nazi de Leni Riefensthal El triunfo de la voluntad podría decirse que es la película por
excelencia, el punto de apoyo para todo un siglo de cine, porque combina la
habilidad del nuevo medio para documentar con su propensión a lo narrativo,
ilustra cómo contribuyó a la emancipación de las mujeres artistas, y simboliza
a la perfección el credo marxista en torno a la fusión de arte y estética; sin
duda, es una obra con resonancias morales. ¿Buenas o malas? Casi todo el mundo
respondería que malas, pero eso no viene al caso. Lo importante es que ninguna
obra de arte que falle a la hora de hacer sonar acordes morales puede ser
canónica.
VIII.
Elevar el nivel.
Dado que el
propósito de mi canon cinematográfico es contrarrestar la proliferación de
listas basadas en criterios populares, una reacción lógica inmediata es la de
preguntarse “¿hasta qué punto subir el nivel?” Y mi respuesta es, “cuanto más
alto, mejor”. Los cánones son, por definición, empeños elitistas. Y la crítica
de cine, atrapada hoy por hoy en una ciénaga de encuestas sobre lo mejor de todo
lo imaginable –las cien mejores frase de cine, las cien mejores canciones
incluidas en películas, los cien mejores héroes o villanos[xxv]–
y galardones más allá de cualquier recuento o comprensión; acosada por los
gurús de la taquilla y los promedios de recaudación por sala; y enganchada a
las explicaciones obvias, las disquisiciones sobre la basura, los pulgares
arriba y abajo, quizás ande necesitada de un pequeño correctivo en forma de
elitismo.
Por supuesto que
las películas son derivativas de lo comercial. Hacer películas cuesta dinero.
Un dinero prohibitivo. Un director no puede afrontar su papel en blanco, su
lienzo, con la libertad de un escritor o un pintor. En la historia del arte,
los imperativos económicos han sido cuestión de grado, pero, desde Píndaro, los
artistas han tenido que afrontar el afán de lucro. La producción
cinematográfica es más cara que los óleos y el lienzo; pero, visto con
perspectiva, un estreno en salas comerciales, ¿conlleva más exigencias que un
encargo papal? Sería interesante escuchar lo que directores que se han quejado
de Harry Cohn o Harvey Weinstein dirían de ser los Medici quienes les hiciesen
indicaciones. La relación simbiótica entre el cine y el negocio no es razón
para juzgar las películas de acuerdo con parámetros condescendientes. En estas
condiciones, se han realizado y seguirán realizándose grandes películas. Al fin
y al cabo, como ha observado Godard, “ninguna gran película tiene éxito
comercial por las razones correctas“.
Problemas
domésticos:
inicialmente decidí clausurar mi canon en 1975, época aproximada en que yo
mismo empecé a hacer películas. No solo dispondría así una barrera contra los
juicios prematuros, sino que me libraría de debatir películas cuyos bastidores
conozco o en las que deseché involucrarme. Sin embargo, me parece que es
imposible proponer un canon sobre un siglo de cine soslayando una cuarta parte
del mismo, así que me parece que estoy atrapado. Llevaré el canon hasta tan
cerca del presente como me lo permita el sentirme cómodo con ello.
Este debate, por
otra parte, se ceñirá a los largometrajes de ficción. Existen, no hace falta
decirlo, grandes películas experimentales y documentales, también grandes
cortometrajes. Hay, de hecho, películas en las que se diluyen las fronteras
entre corto y largometraje o entre lo narrativo y lo documental, de la misma
manera que hay películas –como la obra de Matthew Barney– que no distinguen
entre el cine y la instalación artística. Pero en algún punto hay que trazar
una línea divisoria. Cremaster 1 no
es un largometraje narrativo. Mulholland
Drive, sí.
Si un canon
artístico no está supeditado a las consideraciones pecuniarias, tampoco puede
estarlo a la corrección política o los nacionalismos. No existe ninguna razón
para equilibrar la balanza entre las películas que perdieron dinero en su
momento y las exitosas. Tampoco hay ninguna razón para hacer aportaciones al
canon en virtud de años de producción o países de origen. La historia del cine,
como la historia del arte, ha atravesado años de vacas gordas y vacas flacas, y
se ha desarrollado en entornos culturales más o menos productivos. Ni los
géneros ni los argumentos importan, como no son importantes ni la edad, ni la
raza, ni el sexo de los directores. Estos factores enriquecen cualquier debate.
Pero no definen la naturaleza del mismo. Un canon no contempla la igualdad de
oportunidades.
Adicionalmente,
me gustaría concentrarme en películas, no en cineastas. Las películas se
cuentan entre las manifestaciones artísticas más colaborativas; quizás ello
explique que, como forma de protesta, se haya prestado tanta atención a los “auteurs”. El canon cinematográfico, sin
embargo, lo componen películas, no personas. Una película puede ser una
creación debida a un solo individuo, y puede ser producto de varias; en
cualquiera de los casos, solo puede juzgarse la película. Luces de la ciudad, de Chaplin, puede ser considerada, más que
ninguna otra película, la creación de un solo individuo; por otro lado, El conformista, puede ser vista como el
resultado de la troika visual compuesta por Bernardo Bertolucci, Vittorio
Storaro y Ferdinando Scarfiotti. ¿Está una de ellas más habilitada que la otra
para integrar el canon? El mérito de una película reside en la película en sí.
Una vez que se
ha empezado a subir el nivel, ¿dónde se detiene uno? ¿Cuándo la elite deviene
demasiado elitista, cuándo poco es demasiado poco? La respuesta es arbitraria.
Abraham le pidió a Yahvé que tuviese piedad de Sodoma si cincuenta habitantes
de la ciudad eran justos, y muy pronto se encontró negociando a la baja. Al
final, Yahvé aceptó salvar Sodoma en nombre del amor que profesaba a veinte
personas justas, lo que parece un buen acuerdo. Quedémonos con veinte
películas.
¿Por dónde
empezar? En El canon occidental,
Bloom nos brinda un punto de partida interesante. Si solo se pudiese incluir un
autor en el canon literario, se pregunta, ¿cuál sería? ¿Qué autor ausente de un
canon haría que este no pudiese considerarse tal? Su respuesta: Shakespeare. Y,
si uno tuviese que escoger una sola obra de Shakespeare, ¿cuál sería? Hamlet. Por lo tanto, un canon literario
es inconcebible sin Hamlet. Bloom
comienza con una disertación sobre Hamlet,
y ramifica a partir de ese punto su canon.
Para mí, el
artista sin el cual no podría haber un canon cinematográfico es Jean Renoir; y
la película sin la cual un canon es inconcebible, es La regla del juego.
Apéndice.
El canon.
Las veinte
películas sobre las que tenía intención de escribir –las “medallas de oro”– se
listan a continuación. Como Bloom, he añadido dos listas ulteriores: las
medallas de plata y las de bronce. He añadido a los títulos los nombres de sus
directores porque, en su inmensa mayoría, son películas con la huella indeleble
de un autor. Aunque las películas, como ya he apuntado, sean un medio
colaborativo, y uno no tenga claro a veces la interacción creativa que ha
propiciado la película tal y como es una vez acabada. Incluso los directores
más dominantes están en deuda con sus colaboradores, por mucho que sean reacios
a admitirlo. ¿Qué serían El Padrino
de Coppola sin Mario Puzo, el Citizen
Kane de Orson Welles sin Gregg Toland, El
expreso de Shanghai de Josef von Sternberg sin Marlene Dietrich? En algunos
casos, la influencia de los colaboradores en la película es evidente: Clifford
Odets y Ernest Lehman en Sweet Smell of
Success, el estudio Warner Bros. en Casablanca.
En otros, ha de rastrearse: Thea von Harbou en Metrópolis, Adolfo Bioy Casares en El año pasado en Marienbad. Lo más cercano a un auténtico autor fue
Charles Chaplin –productor, director, guionista, actor, montador, compositor–,
pero hasta The Tramp se vio influido
por los bufones que le precedieron. Por otra parte, he incluido en la lista una
sola película por director, una decisión que bordea lo arbitrario: merecen la
misma atención My Darling Clementine
que The Searchers, Diario de un cura rural que Pickpocket, La aventura que La noche,
Annie Hall que Crímenes y pecados, Sonata de
otoño que Persona, Vertigo que Pacto siniestro...
Oro
1. La regla del
juego (La règle du jeu. Jean Renoir, 1939).
2. Cuentos de
Tokio (Tôkyô monogatari. Yasujirô Ozu, 1953).
3. Luces de la
ciudad (City Lights. Charles Chaplin,
1931).
4. Pickpocket (Robert Bresson, 1959).
5. Metrópolis (Metropolis. Fritz Lang, 1927).
6. El ciudadano
(Citizen Kane. Orson Welles, 1941).
7. Orfeo (Orphée. Jean Cocteau, 1950).
8. Masculino,
femenino (Masculin féminin. Jean-Luc Godard, 1966).
9. Persona
(Ingmar Bergman, 1966).
10. Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958).
11. Amanecer (Sunrise. F.W. Murnau, 1927).
12. Más
corazón que odio (The Searchers. John Ford,
1956).
13. Las tres
noches de Eva (The Lady Eve. Preston Sturges, 1941).
14. El
conformista (Il conformista. Bernardo Bertolucci, 1970).
15. Fellini 8 ½ (8
½. Federico Fellini, 1963).
16. El Padrino (The Godfather. Francis Ford Coppola, 1972).
17. Con ánimo de
amar (Fa yeung nin wa. Wong Kar Wai,
2000).
18. El tercer hombre (The Third Man. Carol Reed, 1949).
19. Performance
(Donald Cammell y Nicolas Roeg, 1970).
20. La noche (La
notte. Michelangelo Antonioni, 1961).
Plata
21. Madre
e hijo (Mat i syn. Alexander Sokurov, 1997).
22. El gatopardo
(Il gattopardo. Luchino Visconti, 1963).
23. Desde ahora
y para siempre (The Dead. John Huston, 1987).
24. 2001: Una
odisea del espacio (2001: A Space Odyssey. Stanley Kubrick, 1968).
25. El año
pasado en Marienbad (L’année dernière à Marienbad. Alain Resnais, 1961).
26. La pasión de
Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc. Carl T. Dreyer, 1928).
27. Jules et Jim (François Truffaut, 1962).
28. La pandilla salvaje (The Wild Bunch. Sam Peckinpah,
1969).
29. All That Jazz (Bob Fosse, 1979).
30. Vida de
Oharu, mujer galante (Saikaku ichidai onna. Kenji Mizoguchi, 1952).
31. El cielo y
el infierno (Tengoku to jigoku. Akira Kurosawa,
1963).
32. La mentira maldita (Sweet Smell of Success. Alexander
Mackendrick, 1957).
33. Ese oscuro
objeto del deseo (Luis Buñuel, 1977).
34. Un americano
en París (An American in Paris. Vincente Minnelli, 1951).
35. La batalla
de Argel (La battaglia di Algeri. Gillo
Pontecorvo, 1966).
36. Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976).
37. Todos nos
llamamos Alí (Angst essen Seele auf. Rainer
Werner Fassbinder, 1974).
38. Terciopelo azul (Blue Velvet. David Lynch, 1986).
39. Crímenes y
pecados (Crimes and Misdemeanors. Woody
Allen, 1989).
40. El gran Lebowski (The Big Lebowski. Joel & Ethan Coen, 1998).
Bronce
41. Las zapatillas rojas (The Red Shoes. Michael Powell & Emeric
Pressburger, 1948).
42. Cantando en
la lluvia (Singin’ in the Rain. Stanley Donen y
Gene Kelly, 1952).
43. Chinatown (Roman Polanski, 1974).
44. Y el mundo
marcha (The Crowd. King Vidor, 1928).
45. El ocaso de
una vida (Sunset Boulevard. Billy Wilder, 1950).
46. Hable con
ella (Pedro Almodóvar, 2002).
47. El expreso de Shanghai (Shanghai Express. Joseph von Sternberg,
1932).
48. Carta de una
desconocida (Letter from an Unknown Woman. Max Ophüls, 1948).
49. Érase una
vez en el oeste (C’era una volta il West. Sergio Leone, 1968).
50. Salvatore
Giuliano (Francesco Rossi, 1962).
51. Nostalgia
(Nostalghia. Andréi Tarkovski, 1983).
52. Hombres sin
destino (Seven Men From Now. Budd Boetticher, 1956).
53. La rodilla
de Clara (Le genou de Claire. Eric Rohmer, 1970).
54. La tierra
(Zemlya. Aleksandr Dovzhenko, 1930).
55. Vivir para
matar (Gun Crazy. Joseph H. Lewis, 1949).
56. Traidora y mortal (Out of the Past. Jacques
Tourneur, 1947).
57. Sombras del
paraíso (Les enfants du paradis. Marcel Carné,
1945).
58. El
precio de un hombre (The Naked Spur. Anthony
Mann, 1953).
59. Ambiciones
que matan (A Place in the Sun. George Stevens, 1950).
60. La General
(The General. Buster Keaton, 1927).
Publicado originalmente en la revista Film
Comment, septiembre-octubre 2006
Reproducido en castellano en Detour.
© Traducción de Diego Salgado
i Schamus, co-fundador de Focus
Features, fue depuesto en el cargo citado tras doce años al frente del estudio,
cuando este, en manos de Universal Pictures, absorbió en octubre de 2013 Film
District (Nota del Traductor).
[ii] A partir de este momento
y hasta el final del texto, Schrader emplea hasta trece veces la expresión
“motion pictures” para referirse a las películas. El término motion pictures se
remonta a los orígenes del cine, cuando todavía se entendía el medio en
términos menos artísticos que técnicos; cuando se emplea hoy por hoy es, habitualmente,
para subrayar la naturaleza de las películas como sucesión de imágenes en
movimiento, su diferencia esencial respecto a otras artes (N. del T.).
[iii] En 1999, una encuesta de
la Universidad de Nueva York sobre los cien mejores trabajos periodísticos del
siglo XX, listó en el cuarto puesto el ensayo de Kael. Otro ejemplo, por
cierto, de cómo la formación del canon ha infiltrado todos los ámbitos de la
vida contemporánea (N. del A.).
[iv] Encuentro el término
“post-arte”, acuñado por Allan Kaprow, más descriptivo que el confuso y
ampliamente usado de “posmoderno” (N. del A.).
[v] Pauline
si se produce un retorno a la alta cultura oficial no va a quedar huella del
cine Kael se revolvería en su tumba si pudiese leer esta defensa de un canon
cinematográfico por parte de quien fuese una vez su protegido y discípulo (por
cierto que, como tal, me sigue desconcertando hoy en día la aseveración absurda
que, en la sobrecubierta de Going Steady, el libro que contiene Trash, Art and
the Movies, describe a Pauline como “la Matthew Arnold de la crítica
cinematográfica”). Estoy en deuda con Pauline en tanto mentora que me inspiró
como escritor, y en tanto persona por la que sentí un profundo afecto. Pero, en
lo referido al tema de la basura, el arte y las películas, sencillamente,
estaba equivocada (N. del A.).
[vi] Tesis
desarrollada por Paul Kristeller en los años cincuenta del siglo XX (N. del
A.).
[vii] En el siglo XVIII, las
belles lettres habían migrado al ámbito de las bellas artes, pese a las
protestas de Goethe y otros (N. del A.).
[viii] La Harvard Classics
Reading Guide citó a Emerson: “Hay 850.000 volúmenes en la Biblioteca Imperial
de París. Si alguien se aplicase a leer industriosamente desde el amanecer
hasta el atardecer durante sesenta años, moriría en la primera sección. ¿No
estaría bien que esa alma caritativa (...) pudiese recurrir a quienes han
tendido puentes o naves que le transportarían de manera segura, esquivando
ciénagas tenebrosas y océanos baldíos, hasta el corazón de ciudades sagradas, a
los palacios y los templos?” (N. del A.).
[ix] “art”ificial en el
original (N. del T.).
[x] El compositor de
vanguardia Karlheinz Stockhausen desató una polémica incendiaria al describir
el ataque contra el World Trade Center como “la obra de arte más grande de
todos los tiempos”. Más tarde, puntualizaría su opinión afirmando que se
refería a “obra de arte en el sentido de trabajo de destrucción orquestado por
Lucifer”. Stockhausen sabía de lo que hablaba. Su propia obra expande las
nociones de representación teatral y musical. En su Cuarteto para cuerdas y
helicóptero (1993), un cuarteto de cuerda toca en un helicóptero que vuela en
círculos sobre la sala de conciertos; las imágenes de los músicos y del propio
helicóptero se proyectan en la sala. La comparación entre el 11-S y el Cuarteto
para cuerdas y helicóptero me parece una parte muy importante del debate actual
sobre el arte (N. del A.).
[xi] “El mundo del arte”,
expresión contemporánea que abarca a todos aquellos cuyas interacciones afectan
a la valoración del arte: críticos, académicos, comisarios, tratantes, etc. (N.
del A.).
[xii] ZERVOS,
C. "Conversation avec Picasso", en Cahiers d´art, vol. X (1935), pp. 173-178. Citado por
BODEI, R., La forma de lo bello. Madrid, Visor, 1998, p. 142 (N. del T.).
[xiii] De manera interesante,
Harold Bloom se acoge a la categorización del arte en tres fases que
estableciese Giambattista Vico en el siglo XVIII: teocrática (clásica a través
del Renacimiento), Aristocrática (Ilustración) y Democrática (Romanticismo y
Modernidad), a las que él añade nuestra presente Era Caótica y una inminente
Nueva Era Teocrática. Si la Era Caótica viene definida por el post-arte, lo que
nos espera por delante, de acuerdo con Vico, es una nueva Teocracia del Arte,
algo no tan descabellado a la luz de eventos recientes (N. del A.).
[xiv] Arthur Danto acuñó en
1964 el término “mundo artístico” [art-world], y en 1984 escribió el ensayo El
fin del arte. En la era plural de lo posartístico (Danto prefiere llamarlo
“poshistórico”), seguirá habiendo pintura y críticos de arte. Sin embargo,
afirma Danto, la tarea del crítico ya no es evaluar la obra de arte sino
interpretar su contexto y el del espectador; argumento que, en mi opinión,
socava el empleo de palabras tan cargadas de connotaciones como “más” y “mejor”
cuando analiza obras de arte (N. del A.).
[xv] En el original, CPAs,
Certified Public Accountants, profesionales contables capacitados para llevar
libros de cuentas o llevar a cabo auditorías, que han de aprobar un examen
certificativo y acreditar un número de horas de formación continua al año para
conservar esta acreditación. En España no existe esta figura, aunque sí una
similar, la del censor jurado de cuentas (N. del T.).
[xvi] Irónicamente, los
atacantes del canon establecido por el Hombre, Blanco y Muerto, tras haberse
liberado de la tradición occidental y sus clasificaciones implícitas, han
procedido a elaborar cánones alternativos en torno a lo negro, lo Hispano, lo
feminista, lo gay, etc (N. del A.).
[xvii] Visto desde la
perspectiva de un artista, supera la imaginación que tal idea -el arte como
lógica- arraigase (N. del A.).
[xviii] En la Crítica del juicio
(1790), Kant acotó los contornos del debate crítico estableciendo que (1)
aunque no existen principios para la Belleza (2) sí existen juicios genuinos
sobre ella, y esos juicios tienen validez universal (N. del A.).
[xix] Uno de los principales
argumentos críticos de Hume, escéptico y naturalista, giró en torno al carácter
falaz de los razonamientos empleados habitualmente por los filósofos “morales”,
que tienden a deducir subrepticiamente en sus escritos ciertas normas a partir
de enunciados previos sobre hechos (N. del T.).
[xx] Kant debió tener en
mente “lo extraño” cuando distinguió entre “lo original” y lo “radicalmente
original”. Personalmente, encuentro el término acuñado por Bloom más evocador y
útil (N. del A.).
[xxi] Credo funcionalista,
atribuido al escultor estadounidense Horatio Greenoug, que se asocia a la
modernidad arquitectónica y de diseño vigente durante la mayor parte del siglo
XX (N. del T.).
[xxii] En palabras de Bloom:
“Creo en la forma antigua de influencia, muy importante en los griegos, que es
la de agon, es decir, la lucha por el lugar más prominente. Es una competición
que los griegos extendían a la política, al derecho, al deporte, al arte y a
todo tipo de organización social” (El cultural) (N. del T.)
[xxiii] No resulta sorprendente
que estas características le supusiesen a las moving pictures las primeras
objeciones. En 1913, el crítico francés Louis Haugmard escribía en
L'"Esthétique" du Cinématographe que “las masas, embelesadas,
aprenderán a no pensar más, a resistir todo deseo de razonar e imaginar: solo
sabrán cómo abrir sus ojos enormes y vacíos para mirar, mirar, mirar” (N. del
A.).
[xxiv] El epitafio en la lápida
de Carl Jung reza “se le invoque o no, Dios está ahí” (N. del T.).
[xxv] Todas las listas
enunciadas son reales, y se han compilado bajo la égida del American Film
Institute (N. del A.).
No hay comentarios:
Publicar un comentario