miércoles, 29 de julio de 2015

Forjar un canon

por Paul Schrader

Prefacio. El libro que no escribí.

En marzo de 2003, estaba cenando en Londres con Walter Donohue, editor de libros de cine en Faber y Faber, y otras personas, cuando la conversación derivó hacia el estado actual de la crítica cinematográfica y la falta de conocimiento general sobre la historia del cine. Yo les hablé de un ayudante que tuve hace algún tiempo, al que pedí averiguaciones sobre Montgomery Clift; volvió unos minutos después preguntándome “¿Dónde queda eso?”. Le contesté que creía que en Hollywood Hills, y volvió a su motor de búsqueda.

Sí, convenimos en la cena, hay demasiadas películas, demasiada historia del cine como para que la abarque un estudiante de hoy. “Alguien”, sugirió un articulista de The Independent, “debería escribir una versión cinematográfica del libro de Harold Bloom, El canon occidental; y ese alguien”, añadió mirándome, “debería ser usted”. Yo miré a Walter, que se limitó a añadir: “y, si tú lo escribieses, yo lo publicaría”. La suerte estaba echada.


Faber y Faber me ofreció un contrato, y yo me puse al trabajo. Siguiendo el modelo de Bloom, decidí que sería un canon elitista, no populista. Elevaría tanto el nivel que solo un puñado de películas lo superaría. Compilé una lista de títulos esenciales, intentando lo mejor que pude separar mis preferencias personales de aquellas películas que han definido artísticamente la historia del cine. Esa fue la parte fácil. Luego me topé con el primer dilema. ¿Por qué estaba escogiendo esas películas? ¿Cuáles eran mis criterios?

¿Qué es un canon? Se basa, por definición, en pautas que trascienden el gusto, personal y popular. Cuanto más lo ponderaba, más comprendía lo ignorante que era al respecto. ¿Cómo podía formular un canon cinematográfico sin conocer la historia de la formación de los cánones?

La pregunta me devolvió a la escuela. Siguiendo el ejemplo de David Denby, por aquel entonces crítico en la revista New York, contacté con la Universidad de Columbia –donde he enseñado– y solicité ser oyente de cursos relevantes sobre el tema. Entre 2004 y 2005, asistí a dos clases de Historia de la estética, que enseñaba Lydia Goehr, y a otra de estética de la Historia del cine, que impartía James Schamus –el mismo James Schamus que es director ejecutivo en Focus Features[i].

Más que refinar mis pensamientos, las clases los expandieron. Pasé a estar interesado no solo en la historia de los cánones, también en la de la estética, el arte y, por extensión, las ideas. Me sentí como si estuviese atrapado en un retroceso de cámara fuera de control. Había empezado contemplando la mano del hombre tendido en la Powers of Ten de Charles Eames, y había acabado en un espacio exterior teórico: la decadencia del canon había sido ligada a la decadencia de la alta cultura; la decadencia de la alta cultura, a la decadencia de los estándares comúnmente aceptados; y la decadencia de los estándares aceptados llevaba a interrogarse sobre el “fin del Arte”.

Seguí, hasta remontarme a la idea perspicaz de Hegel de que la filosofía de la estética reside en su historia. Es decir, que la definición, la esencia de la estética, no es ni más ni menos que el desarrollo de su historia. La filosofía de la estética equivale a la mutación del ideal estético; de modo que, si percibes la mutación, aprehendes la Estética. Por extensión, la filosofía de la religión es la historia de la religión, y así sucesivamente.

Lo estético, como lo canónico, es un relato. Tiene un principio, un nudo y un desenlace. Comprender el canon es comprender su narrativa. El arte es un relato. La vida es un relato. El universo es una narrativa. Comprender el universo supone comprender su historia. Todas y cada una de las cosas son parte de una historia con principio, nudo y desenlace.

El muy debatido “fin del Arte” no trae aparejado el fin de la pintura y la escultura, que siguen produciéndose en abundancia, sino la clausura de la narrativa concerniente a las artes plásticas. La vida está llena de finales; las especies mueren o devienen caducas. Todavía existen caballos, pero el papel del caballo en el transporte ha llegado a su fin. Como las películas. Estamos forjando herraduras.

Comprendí hacia dónde me conducía esta línea de pensamiento y la seguí: a los escritos de Ray Kurzweil (La singularidad está cerca), Joel Garreau (Radical Evolution) y Jeff Hawkins y Sandra Blakeslee (Sobre la inteligencia). El arte, la religión, la psicología, son subconjuntos de una narrativa más amplia, el relato del Homo Sapiens, que es, a su vez, un subconjunto en la narrativa de la vida en la Tierra, un subconjunto del relato de nuestro planeta, del universo. Todos ellos con sus planteamientos, nudos y desenlaces, a un ritmo cada vez más acelerado.

Estoy de acuerdo con Kurzweil en que la humanidad se halla en una cúspide evolutiva. Podemos atisbar tanto el fin del reinado durante los últimos veinte mil años del Homo Sapiens, como el alba de las formas de vida que le reemplazarán, algo que Kurzweil y Garreau predicen ocurrirá en los próximos cien años. El arte mira el futuro. Presagia la sociedad. La decadencia de la narrativa humana en torno al Arte no es un signo de bancarrota creativa. Representa una vislumbre de los cambios que están por venir. Estos pensamientos no me arrastraban a la desesperación, sino a la envidia: ojalá pudiese estar presente para ver cómo se alza ese telón.

¿En qué quedaba entonces mi contrato con Faber? Comportándome como el calvinista obediente que me habían enseñado a ser, avancé bayoneta en mano, escribiendo un capítulo introductorio que debatía la historia del canon y establecía los criterios para determinarlo. El hecho de que las películas estuviesen en decadencia, razoné, era razón de más para definir y defender un canon cinematográfico. Solo cuando estaba llegando al final de la introducción comprendí el alcance profundo de lo que estaba argumentando. Cuando llegó el momento de perfilar capítulo a capítulo las películas y los cineastas canónicos, me di cuenta de que el encargo ya no me ilusionaba. Mi incursión en el futuro había disminuido mi apetito por la archivística. Abandoné el proyecto –sabiamente, había bloqueado en mi cuenta el adelanto de Faber. Sigo pensando que es un proyecto que vale la pena. Que lo afronte otro. Como deferencia al tiempo que invertí en el trabajo, incluyo al final de este ensayo una lista de las películas que había planeado integrar en el canon cinematográfico.

Siempre me han interesado las películas que se adscriben a lo contemporáneo. Los filmes históricos me interesan menos como arte que como historia. En mí mismo anidan, quizás, diez años más de películas, y estoy muy satisfecho de cabalgar hacia el ocaso sobre el caballo cojitranco del cine. Pero si estuviese empezando en esto –si me hallase, por así decirlo, en los inicios de mi propio relato personal– dudo que escogiese como vehículo de expresión las películas, en tanto se entendieron como tales durante el siglo XX.

¿Qué puede sacarse en claro de toda esta aventura? Que si Walter Donohue te invita a cenar, te lo pienses dos veces.


Introducción. Las películas son tan del siglo XX.

“Los críticos me consideran estrecho” –F.R. Leavis

Las películas[ii] fueron el arte dominante durante el siglo XX. Fueron lo más a nivel social y político, en la moda y el diseño; el centro de la cultura. Y, al ocupar ese centro, dictaron a las demás formas artísticas los términos de su dominio: literatura, teatro y pintura se redefinieron por su relación con el cine. Las películas han poseído el siglo XX.

No será así en el siglo XXI. Las fuerzas tecnológicas y culturales están por la labor de cambiar el concepto de “películas” tal y como lo conocíamos. Desconozco si habrá una forma dominante de arte durante el siglo XXI, y no estoy seguro de qué forma adoptará el medio audiovisual, pero sí tengo la certidumbre de que las películas nunca recuperarán la situación de privilegio que disfrutaron durante el siglo pasado.

Es un momento adecuado, por tanto, para echar la mirada atrás, a los pasados cien años de cine narrativo. La gran clase media de la crítica cinematográfica se esfuma; cada año, más y más escritos sobre cine caen en una u otra categorías antagónicas: la populista, portavoz del acercamiento popular al cine, o la académica, caracterizada por las consideraciones extemporáneas y superfluas. Ya no es posible para un cinéfilo joven contemplar la historia del cine y hacerse su propia idea sobre ella: existen demasiadas películas. A duras penas es factible incluso el ceñirse al entretenimiento audiovisual para la pequeña y la gran pantalla que se genera anualmente en Estados Unidos y el extranjero. Como los lectores, los cinéfilos han de confiar en la sabiduría acumulada en la ensayística cinematográfica –qué películas han perdurado y por qué; una “sabiduría” enturbiada cada vez más por los criterios populistas o académicos. Lo que se necesita, por cínico que pueda sonar a estas alturas, es un canon fílmico.

La noción de canon, de cualquier canon –literario, musical, pictórico– deviene una herejía a partir del siglo XX. Un canon cinematográfico es problemático en especial porque el ocaso del canon literario coincide, no por casualidad, con el advenimiento y auge de las películas. Existe mucho debate sobre los cánones, pero ningún acuerdo. No solo no los hay sobre lo que un canon debería incluir, tampoco sobre si debería haber cánones O, si hay un acuerdo, gira en torno al hecho de que los cánones son nocivos: elitistas, sexistas, racistas, trasnochados y políticamente incorrectos.

Pero los cánones cinematográficos existen aún, y en abundancia. Existen en forma de programas educativos, existen en forma de listas anuales sobre las diez mejores películas de la temporada, existen en forma de clasificaciones con lo mejor de todos los tiempos en cualquier ámbito que quepa imaginar. La elaboración de cánones se ha convertido en el equivalente a las leyes anti-sodomía del siglo XIX: lo repudiado sobre el papel, se lleva a cabo en la práctica. Y es que los cánones existen porque sirven a una función; son necesarios. Y su necesidad aumenta con cada nueva ola de películas que se produce. Lo que propongo es retroceder con vistas a avanzar. Examinar la historia de la formación de un canon, desgranar los criterios que mejor se aplican a las películas, y seleccionar una lista de ellas que cumplan con los criterios más altos.

El modelo a seguir, por supuesto, es El canon occidental, el best-seller escrito en 1994 por Harold Bloom. Reuniendo una montaña de confianza en sí mismo y toda una vida de lecturas atentas, Bloom propuso un canon de la literatura occidental: libros y autores que cumplían con los más altos “criterios artísticos”. El canon occidental es también una perorata contra “las políticas culturales, tanto de la izquierda como de la derecha, que están destruyendo el ejercicio de la crítica y, como consecuencia, pueden destruir la misma literatura”. Estos políticos de la cultura, que Bloom engloba en lo que denomina la Escuela del Resentimiento, cuentan entre sus miembros más destacados con feministas, marxistas, afrocentristas, neohistoricistas, lacanianos, deconstructivistas y semióticos (a Bloom no le preocupa hacer enemigos). La subordinación de los estudios sobre cine a esos “ismos” no ha alcanzado las proporciones grotescas que describe Bloom, pero nos vamos acercando a ello. Los departamentos de cinematografía están llenos de académicos resentidos. El cine no es la literatura, por supuesto, y los problemas en juego, aunque similares, no son los mismos. La mayor resistencia estriba en que todavía se debate si las películas son arte.


II. Basura, arte y películas.

¿Qué mejor punto para empezar que el artículo más influyente en la historia de la crítica de cine, el ensayo escrito por Pauline Kael en 1969 Trash, Art and the Movies[iii]? Su polémica defensa del arte como entretenimiento influyó a toda una generación de críticos y, por consiguiente, a toda una generación posterior de cineastas. En su momento, el texto de Kael resultó embriagador, estimulante, una descarga de artillería dirigida contra el establishment crítico de la Costa Este, los moralistas periodísticos de pipa y pantuflas, y los autoproclamados árbitros de las artes mayores. Pero mi relectura de Trash, Art and the Movies treinta y cinco años después, me lleva a encontrarlo no solo mal enfocado, sino ponzoñoso. Todavía sigue siendo un ensayo muy influyente, pero por razones perjudiciales.

La asunción subyacente de Trash, Art and the Movies es que las películas son un tipo inferior de arte –“una forma chabacanamente corrupta de arte idónea para un mundo chabacanamente corrupto” – o, quizás, ni siquiera una forma de arte. “Las películas tomaron prestada su energía no de la alta y desecada cultura europea, sino de los peep shows, los espectáculos sobre el Salvaje Oeste, el music hall y las tiras cómicas; de todo lo que era basto y vulgar”. Las películas eran, pobrecitas mías, basura. A directores como Stanley Kubrick y Michelangelo Antonioni se les acusaba de “emplear técnicas artísticas para otorgar a la basura la apariencia de arte”. Un olmo es un olmo, y pedirle peras es pretencioso, una impostura. “Cuando aseas las películas, cuando las conviertes en respetables, acabas con ellas”.

“¿Corrompe la basura?”, se pregunta Kael. No, se responde, “tiene el poder de envenenarnos colectivamente, pero no de perjudicarnos individualmente” (¿eh?). Disfrutamos de las películas; nos sirven para madurar. “Si atinamos a hacer por nuestra cuenta algo digno y útil de la vida, no sentiremos la necesidad de huir de ella y cobijarnos en los placeres mortecinos que procuran las películas”. Así queda la cosa: el cine es divertido, corrupto e inmaduro; pero la gente, digna y hacendosa en sí misma, madurará gracias a este. De hecho, Kael concluye su ensayo manifestando que “La basura nos ha despertado el apetito por el arte”.

Error. La basura corrompe. La basura despierta tanto apetito por el arte como un Big Mac el apetito por la comida sana. Y la basura ha ganado la batalla. En sus últimos años de vida, ya retirada, Kael le confesó a David Denby que no había sabido ver que “todo sería basura”. En nombre del sentido común y los gustos proletarios, Kael atacó los muros de la alta cultura, y estos se derrumbaron. Pero lo que en 1969 se percibió como soplo de aire fresco, solo resultó ser el hedor de la basura por venir.

Corte al cine post-arte[iv] ejemplificado por Quentin Tarantino y sus imitadores. Kill Bill representa la apoteosis de la ideología kaeliana en torno al cine como basura. Las películas funcionan como ensamblaje de cultura pop; el único criterio es el de la “diversión”. ¿Es divertida? ¿Es cool? ¿Responde al hype despertado? Ya no existe ninguna distinción entre lo alto y lo bajo, lo genuino y la simulación, lo existencial y lo irónico, la melancolía y la parodia, Shakespeare y Stephen King, Les enfants du Paradis y The Dukes of Hazzard. Lo único a considerar es cómo pueden combinarse unas obras con otras. Se dice que el arte por antonomasia del siglo XX es el ensamblaje, y que Joseph Cornell es su Padrino. Si es así, Tarantino es su Michael Corleone. Y, hagas lo que hagas, no pretendas que ese ensamblaje tenga significado más allá del momento. La sensación reemplaza al sentimiento.

Es irónico que Kael incluya los cómics entre las fuerzas de las que bebió el cine en sus orígenes, porque los héroes de cómic, las historias gestadas en los comic books, las situaciones dignas de una historieta, antaño consideradas poco respetables, se han vuelto material de prestigio. Las reprimendas morales ya no se estilan entre los críticos, y tampoco hacen acto de aparición en páginas editoriales o de opinión. Los académicos a los que Pauline Kael ridiculizó por tratar a Alfred Hitchcock y Josef Von Sternberg como artistas, están aplicando ahora sus habilidades analíticas a Matrix y El Señor de los Anillos. Hitchcock y Von Sternberg empiezan a parecer Alta Cultura en el panorama de esta cultura post Trash, Art and the Movies.

Los ejecutivos de estudios, que se sintieron obligados antaño a producir un cierto número de películas de “prestigio” o “calidad”, han sido reemplazados por ejecutivos corporativos a los que el tema no puede importarles menos. Si no hay estigma asociado a la basura, ¿por qué intentar siquiera nada más exigente? Kael puso en movimiento la legitimación de la basura: las ideas flotan sinuosamente a través de la cultura y, una vez que las de Kael echaron raíces entre los críticos, los cineastas, los productores, la audiencia, ya no hubo vuelta atrás. Ella escribió durante la época más vibrante en la corta historia del cine. No creo imaginase que la basura prevalecería a fecha de hoy. Kael ha devenido, involuntariamente, la Victor Frankenstein de la crítica de cine[v].

En retrospectiva, sus intentos por tildar las películas de basura se asemejan a los que, a lo largo del siglo XX, se han hecho para no juzgar el arte, y en particular el arte popular, en tanto “arte”. Si las películas son basura, entonces pueden ser ya basura buena o mala. Mediante una prolija redefinición de los términos, se elude la polémica incómoda sobre la alta y la baja cultura.

Pero  las películas no están condenadas a ser basura. Al contrario, son arte por mera definición, la del diccionario, tan buena como cualquier otra: “los productos de la creatividad humana”. En raras ocasiones, pueden ser incluso arte mayor. ¿Y qué es arte mayor? Cada vez que usamos una expresión calificativa –“mejor”, “más orgánica”, “más pura” – hay implícito un canon. Si las obras de arte van a ser comparadas cualitativamente, pueden ser jerarquizadas; y, si pueden ser jerarquizadas, tiene sentido un canon.


III. El ascenso del canon.

Canon fue originalmente un término religioso. Su uso en el contexto del arte coincide con el tránsito del arte religioso al secular. El canon, del latín canon, “norma”, era un código de leyes eclesiásticas o estándares de juicio, basado en libros canónicos como las Escrituras. Los libros canónicos pasaron a ser, a su vez, las Escrituras incluidas en la Biblia. El concepto del canon secular, de un canon artístico, no aparece hasta el siglo XVIII, cuando la Ilustración dio paso al Romanticismo.

Para los griegos y los romanos, el arte era racional e implicaba conocimientos; en palabras de Aristóteles, “la habilidad de ejecutar algo con la comprensión adecuada”. La ciencia y los oficios fueron incluidos entre las artes; lo que hoy conocemos como arte era para los antiguos techne, técnica. La clasificación más aceptada para las artes, obra de Galeno en el siglo II d. C., distinguía entre las “liberales” y las “vulgares”. Las artes liberales (intelectuales) incluían la geometría y la astronomía. Las artes vulgares (manuales) incluían la pintura y la arquitectura. La poesía y la música no eran arte para nada, sino formas de la retórica; los clásicos nunca contemplaron la posibilidad de que las artes plásticas conformasen un grupo distintivo de artes. En el siglo III, Plotino concibió una clasificación de las artes en cinco escalas, que empezaba con la que produce objetos físicos (arquitectura) y terminaba en la intelectual (geometría), codificando la jerarquía clásica: del cuerpo a la mente, de lo material a lo espiritual.

Durante la Edad Media, el arte cayó en las redes de la ortodoxia eclesiástica. Se dice que Dante inventó la idea de lo canónico, pero las categorías que enumera en La Divina Comedia deben más a la profecía que a lo analítico. La iglesia cambió los intentos de clasificación, pero no su naturaleza. El arte, según Tomás de Aquino, era “el recto ordenamiento de la razón”, y a la razón se le exigía aceptar la revelación divina. Las siete artes liberales eran las artes de la razón: lógica, retórica, gramática, aritmética, geometría, astronomía y música. Las artes “vulgares”, llamadas ahora “mecánicas”, estaban regidas por gremios y reglas fijas. Los pensadores del Renacimiento también aceptaron la clasificación de Galeno, aunque la consideración general de la arquitectura, la pintura y la música aumentó –Vidas de grandes artistas, de Giorgio Vasari, data de 1550. Las artes plásticas fueron redefiniendo su rol en la práctica, aunque no en los ámbitos teóricos. A lo largo del siglo XVII, periodo durante el cual el centro intelectual de Europa se desplazó de Roma a París, las ciencias naturales se emanciparon de la teología, lo que derivó en una clara distinción entre las artes y las ciencias.

El siglo XVIII, envalentonado por la filosofía de la Ilustración y el auge de la burguesía, emancipó las artes[vi]. En 1746, Charles Batteaux propuso un esquema de las artes plásticas que comparte el principio común de la imitación de la naturaleza; las beaux arts –primer uso de la expresión– eran para él la música, la poesía, la pintura, el drama y la danza. Montesquieu, en un ensayo escrito para L’Encyclopédie (1575), da por hecho el término bellas artes. En 1735, Alexander Baumgarten acuñó el término “estética”. En 1768, el filólogo alemán David Ruhnaken estableció la primera analogía entre el canon clásico y el de las Escrituras. En 1765, Johann Joachim Winckelmann escribió Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y en la escultura, que prorrogó en 1764 con Historia de las artes entre los antiguos: la historia del arte se había convertido en una disciplina secular. El primer museo de arte abierto al público, en la Baja Sajonia, data de 1754; la Royal Academy británica, de 1769.

Las artes seculares precisaban de instituciones seculares. La sala de conciertos hizo la vez de la catedral, y la academia de arte la del seminario. Con el advenimiento del Romanticismo, Kant se convirtió en el nuevo san Agustín, y los artistas se vieron aupados al papel de sacerdotes seculares. Todo lo que se necesitaba ahora era un canon.

Los primeros cánones artísticos fueron literarios y británicos[vii]. En 1580, el estatus de laureado empezaba a adornar los retratos de poetas ingleses; en 1616, Carlos I nombró a Ben Jonson Poeta Laureado y, ese mismo año, en la recopilación de sus obras hasta entonces, el mismo Jonson reclamaba para ellas el estatus de clásicas. Pero la fuerza conductora en la creación de un canon literario inglés fue Joseph Addison. A través de sus artículos en The Spectator, Addison abogó sin descanso  por el papel de los críticos a la hora de establecer estándares del gusto y jerarquías de juicio. En 1694 publicó su propio canon, An Account of the Greatest Literary Poets, que listaba en verso a los grandes poetas, de Chaucer a Dryden. Joseph Warton daría un paso más allá en 1756, cuando estableció una jerarquía de los poetas ingleses de acuerdo con “cuatro diferentes cualidades y medidas”. Warton incluyó a Spenser, Shakespeare y Milton en su primer ranking, seguidos por los hoy olvidados Thomas Otway y Nathaniel Lee.

El apogeo del canon trajo consigo el apogeo de la crítica. Aunque ya había historiadores y críticos por toda Europa, nadie se tomó con tanto entusiasmo el tema del canon como los victorianos y, de entre ellos, ninguno tanto como Matthew Arnold. Poeta además de crítico, y visionario en cuanto a que un día el arte sustituiría a la religión, Arnold hizo un llamamiento para la promoción de “lo mejor que se ha pensado y dicho en el mundo”. Aunque es conocido que Arnold –haciéndose eco de Kant– propugnaba un ejercicio “desinteresado” de la crítica, los cánones que se materializaron en el siglo XIX fueron de todo menos desinteresados. En el canon de la literatura victoriana resonaron los ecos del Imperio y los intereses. Era incumbencia de los críticos británicos, en tanto representantes de uno de los mayores núcleos intelectuales y de poder del mundo, definir y codificar las obras maestras del arte y la literatura occidentales. Cada uno a su manera, John Ruskin y Walter Pater contribuyeron a consagrar al crítico como Establecedor y Defensor del canon.

La mayoría de los cánones fueron literarios. Los críticos eran, al fin y al cabo, escritores, y resulta más fácil escribir sobre ideas y literatura que escribir sobre formas y sonidos; y también resulta más sencillo hacer cumplir la ortodoxia. Existían cánones de todo tipo –en la música, los “repertorios”; en las artes visuales, las “obras maestras” –, pero, en su mayor parte, cuando se apela al canon occidental, se está pensando en el literario. De hecho, el primer canon que se comercializó fue literario: en 1910, Charles Eliot, rector de la universidad de Harvard, supervisó la selección y publicación de “la compañía de las mentes más sabias, interesantes e ingeniosas de todas las épocas”. Uno de los motivos que Eliot adujo para su iniciativa es el mismo con el que yo he comenzado este ensayo: había demasiados libros como para que una sola persona pudiera leerlos todos[viii]. La Harvard Classics Reading Guide institucionalizó también las trifulcas en torno a las exclusiones y las inclusiones en el canon: ¿Dos años al pie del mástil sí y Moby Dick no?

En el marco de la desilusión que siguió a la Primera Guerra Mundial y el derrumbe de los sueños imperiales británicos, el New Criticism liderado por I.A. Richards y T. S. Eliot buscó definir un canon de acuerdo al análisis textual, lo que condujo a cánones elitistas como The Great Tradition (F. R. Leavis, 1946) y El clásico: Las imágenes literarias de la permanencia y el cambio (Frank Kermode, 1975). Aquella fue la época gloriosa del canon; también, la época de su extinción. Pese a los esfuerzos ímprobos de los Nuevos Críticos, la Escuela del Resentimiento detectada por Bloom había hecho acto de aparición.


IV. El ocaso del canon.

A mediados del siglo XVIII, la tecnología y una burguesía emancipada habían precisado de una nueva clasificación del arte, de las bellas artes, por lo que sobrevino un canon. Apenas doscientos años después, a mediados del siglo XX, las mismas fuerzas se conjugaron para desterrar la idea de canon y poner en cuestión la noción misma de bellas artes. Aquellos que tiemblan cuando escuchan frases como “el fin del Arte”, “la muerte del autor” y “el post-arte” harían bien en recordar que de lo que se está hablando, no es de la muerte de las obras de arte, ni siquiera del arte, sino de la desaparición de una determinada tradición con solo doscientos años de antigüedad.

El concepto de las bellas artes en general y del canon en particular se basó en una serie de asunciones que fueron puestas en entredicho en el siglo XX. Entre ellas, en primer lugar, la asunción de que las bellas artes constituían un sistema cerrado. Kant argumentó que existían tres clases de bellas artes: las que usaban imágenes plásticas, las que usaban palabras y las que usaban tonos. A partir de esas categorías, se derivaba una lista cada vez más inamovible de bellas artes: pintura, escultura, arquitectura, y música. Así se formó el canon de las bellas artes, a partir del cual evolucionaron los demás. Llevó generaciones establecer esta jerarquía, hasta que empezó a parecer inmutable. Pero, en el siglo XX, las nuevas artes tecnológicas –fotografías y películas– abocaron esa clasificación al desorden. La fotografía, como señaló Walter Benjamin, destruyó los límites convencionales del arte. Las nuevas tecnologías de transmisión, la música grabada y la radio, difuminaron aun más esos límites; John Philip Sousa llegó a predecir que las grabaciones acabarían suponiendo la desaparición de la música. El asalto tecnológico al canon de las bellas artes desencadenó su implosión. La música dodecafónica, la pintura abstracta, el arte performativo y la novela periodística cuestionaron la definición de las artes previamente establecidas. Críticos que en el pasado habrían defendido las bellas artes se vieron en apuros para definir cualquier noción de arte.

Segunda asunción en apuros: la distinción entre bellas artes y artes aplicadas. La disputa añeja entre artes liberales y vulgares revivió gracias al movimiento Arts and Crafts. A finales del siglo XIX, William Morris argumentó que no había arte más noble que la buena artesanía; una idea que puede entenderse también incitada por la tecnología, o, en este caso, por una reacción contra la tecnología. La ciencia también exigió ser reevaluada: ¿no eran de hecho las teorías de Albert Einstein arte? Solo porque algo sea útil, ¿significa que no puede ser arte? Y, si no lo es, ¿no debería entonces un canon incluir también artes prácticas? El imperio en expansión del Arte no solo se anexionó territorios vecinos como el de las artes y los oficios, atacó e incorporó a su territorio estados del pensamiento bajo el control firme de la “realidad”: la política, la economía, lo cotidiano. La nueva apariencia de realidad del arte despertó la suspicacia ante la calidad (art)ificiosa[ix] de la vida. Lo que en un principio fue propio de los happenings dadaístas se expandió hasta incluir la novela de no ficción, el teatro conceptual y los documentales de ficción. En este sentido, la telerrealidad no es una moda o manía pasajera, sino el resultado natural de la expansión incesante de lo que se entiende por arte. ¿Qué papel juega el defensor de los cánones en un mundo que ha pasado a ser La Vida: La Película? Si no puede trazarse una línea de delimitación en lo que se refiere a los oficios aplicados, ¿cómo excluir los atentados del 11-S, la obra de teatro más influyente de nuestra época?[x].

Tercero: la nomenclatura cuasi-religiosa de las bellas artes. El mundo del arte[xi] se liberó a sí mismo de las constricciones de la Iglesia, pero no de las convenciones relativas a la terminología religiosa. La noción de “gran arte” no se diferenciaba mucho de la de “Alta iglesia”; el canon artístico no difería demasiado del canon aplicado a las Escrituras; ni las hagiografías sobre artistas de aquellas sobre santos y mártires, lo que acarreó para la noción del gran arte vulnerabilidad ante los ataques de Marx y sus seguidores. El “capital cultural” es tan solo otra forma de capital material y, como el capital material, se crea para controlar los medios de producción y desempoderar a las clases “bajas”. La selección presupone la exclusión. En el siglo pasado, la selección del canon había sido, en opinión de los críticos marxistas, sinónimo de la exclusión de artistas por razones de género, clase o raza. A medida que las artes se habían hecho más democráticas y populistas, la noción de gran arte se había hecho menos y menos defendible. La burguesía, que había hecho tanto por liberar las artes del control religioso, se encontró siendo víctima de sus propios prejuicios sociales y religiosos. Los conceptos de las bellas artes y del canon fueron formulados de tal manera que lo que exigían era repudiar.

Cuarto, la relación entre el arte y la Belleza. Desde su inicio, el concepto de las bellas artes fue ligado al concepto de Belleza. Al acuñar el término beaux arts, Batteaux las definió como “artes relativas a la Belleza o que apelan a su apreciación”. La noción de Belleza no derivaba de los griegos, que la percibían como excelencia, sino de la Edad Media, que consideraba la Belleza expresión de Dios en el universo. Como he argumentado previamente, los nuevos esteticistas de la Ilustración secularizaron el arte pero no su terminología. La relación estrecha entre arte y Belleza no sobrevivió en el siglo XX. “El arte”, escribió Picasso en 1935, “no consiste en la aplicación de un canon de belleza, sino en lo que el instinto y el cerebro son capaces de concebir más allá de ese canon”[xii]. El arte como subsidiario de la expresión. Lo vulgar y lo desagradable también tenían derecho a ser arte. En el orden clásico, se imponían constricciones a la Belleza (proporcionalidad, claridad, etc); se podía legislar sobre el canon artístico. Sobre la expresión, sin embargo, no se podía imponer ni determinar nada. Y, sin la imposición, el canon ya no se asemejaba a una norma sino a una lista de preferencias personales.

Quinto: la reproductibilidad técnica - Walter Benjamin y el cambio del paradigma. En La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936), Walter Benjamin intentó situar la estética y el arte tradicionales en el contexto de las nuevas tecnologías de grabación, fotografía e imágenes en movimiento: “Las complicaciones que deparó la fotografía a la estética tradicional fueron juegos de niños comparadas a las que acarrearía el cine”. Benjamin argüía que la reproductibilidad acababa con el “aura” única de una obra de arte. La reproducción mecánica desencajó los valores estéticos tradicionales de “unicidad”, “permanencia” y “autenticidad”; lo que fue único había pasado a ser propiedad común de muchos, lo que fue permanente se había probado transitorio y reversible, lo que fuese auténtico podía replicarse. No hace falta ser Matthew Arnold para comprender las derivaciones de este cambio de paradigma. Las nociones de autenticidad, unicidad y permanencia habían constituido, junto a la de Belleza, las piedras angulares críticas del canon.

Y sexto: la noción del arte como fuerza para el bien común. Una asunción subyacente, desde Aristóteles a Adorno, es que el arte juega un rol positivo en la sociedad. Ilumina, ennoblece, mejora. El buen arte hace buenos ciudadanos. La ética y la estética no son los mejores compañeros de cama –de hecho, ni siquiera duermen bien solos–, pero, incluso Kant, que sostuvo que el arte debía ser ajeno a consideraciones sociales, también percibió la belleza como un símbolo de lo moralmente bueno. La conexión entre arte y bien social, siempre en entredicho, se fue al traste con la llegada del nacionalsocialismo. “Después de Auschwitz” se convirtió en un latiguillo de la crítica de arte del siglo XX. “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, declaraba Theodor Adorno. ¿Cómo había podido Alemania, hogar de Kant, Goethe y Beethoven, haber propiciado la cultura de Hitler y Goebbels? La interpretación de la novena sinfonía de Beethoven bajo la batuta de William Furtwangler para una audiencia de joviales cargos del partido nazi es una sombra que se cierne sobre todo el siglo XX y sobre el concepto de canon. ¿A qué propósito sirve un canon artístico después de Auschwitz? Medio siglo más tarde, el debate relativo al “después de Auschwitz” continúa, en forma de debate sobre la ficción y la no ficción. El horror de Auschwitz no supuso un shock solo en lo referido a la “atrocidad civilizada”; tuvo que ver también con lo documentado inmediata y vívidamente por fotografías y películas. ¿Cómo pueden competir las historias de ficción con la instantaneidad de lo mediático? “Después de Auschwitz” ha pasado a ser “Después de Vietnam”, “Después del 11-S”, etc.

No se trata tanto de que en el siglo XX no haya habido cánones –de hecho, han proliferado desde “la muerte del canon” merced a los planes de estudio y las listas sobre “lo mejor” –, como de que pocos en el mundo del arte se los toman en serio. Es parte integrante de la noción de un canon cinematográfico, no solo que se establezca, sino que sea defendido; y, en el último siglo, los críticos han empleado más tiempo en atacar la noción misma del canon que en defenderla. Sin defensores, el canon se vuelve un asunto de conveniencias (planes de estudio) o gustos (películas favoritas).


V. El ascenso de los relativistas.

La desaparición del canon no fue un evento aislado; de hecho, apenas se notó, dado el colapso de más alcance del establishment de la Alta Cultura. Los valores del arte se han asentado siempre en arenas movedizas: la religión a lo largo de la Edad Media y el Renacimiento, la perfectibilidad y la razón humanas en la Ilustración, la emoción durante el Romanticismo, el subconsciente en la modernidad. Y cada época ha removido los cimientos de la previa. Si los valores de la Ilustración impugnaron los criterios religiosos, el Romanticismo refutó los preceptos ilustrados; la modernidad desechó el sentido de lo Romántico, y, en la época de lo posmoderno y el post-arte, la tecnología se opone al inconsciente. El post-arte es un arte posinconsciente. “Atrapado en estas arenas movedizas, el establishment del arte, que había buscado afianzarse sucesivamente a través de la religión, el conocimiento, la emoción y el inconsciente, se ve desbordado por los “valores” tecnológicos”[xiii].

Los íconos del arte del siglo XX son el orinal y la caja de esponjas Brillo. El orinal de Duchamp –como otras muestras de arte encontrado– sitúa el arte más allá de todo criterio. Todo arte es igual; todo arte es artefacto. Como ha escrito Donald Kuspit en El fin del arte, el logro más relevante de Duchamp quizá haya residido en “el socavamiento y descrédito de lo estético”. Las cajas de Brillo de Andy Warhol constituyeron el siguiente nivel, al reemplazar la ausencia de criterios duchampiana con el dinero. Duchamp había unido el arte y el no-arte; Warhol fusionó arte con dinero. El dinero –y la fama– es la medida objetiva definitiva para determinar la valía de una obra de arte. Si el arte es dinero, entonces el gran arte es mucho dinero, y un gran artista es un gran hombre de negocios o un “empresario del arte”, como Warhol se definió a sí mismo. “Arte”, concluía Marshall McLuhan, “es aquello con lo que puedes salirte con la tuya”.

¿Qué hace en esta tesitura el crítico de arte? ¿Qué hace el académico? ¿Cómo evaluar obras de arte en medio de un vacío estético?[xiv] ¿Son los críticos los nuevos contables[xv] del mundo del negociado artístico? Y, ¿qué sentido tienen entonces los cánones que, como ya se ha comentado, siguen proliferando?

Los académicos y críticos molestos con el dictado “todo es arte”, a los que repelía la noción de que “arte equivale a negocio”, asimismo incómodos con la evaluación de las obras de arte sobre la base exclusiva de las preferencias personales, descubrieron nuevos métodos para estudiar y evaluar el arte. Bloom engloba a la mayoría de ellos en la Escuela del Resentimiento, pero creo que estos escolásticos de hoy en día son parte de un movimiento estético de más alcance, el Ascenso de los Relativistas. Los Relativistas han ideado esquemas mediante los cuales el arte puede ser analizado sin el prejuicio procedente de tener que determinar si una obra de arte es buena o mala comparada con otra obra de arte. Cómo si a estas alturas supiésemos todavía lo que es bueno y lo que es malo.

Los Relativistas se agrupan en varias categorías. Ante todo, los litigantes por causas especiales: estudios culturales, de género y sobre minorías. Estudios en torno a lo negro, lo Hispano, lo Feminista, lo Gay, etc. Al separar un grupo selecto de obras de arte del panorama de Hombres, Blancos y Muertos, un crítico puede estudiar las obras como parte de un subconjunto, y evaluar cómo funcionan en ese subconjunto. Hay al respecto estudios relevantes y fascinantes; y cuentan con el beneficio añadido de liberar al crítico de tener que emitir un juicio[xvi]. Lo mismo puede decirse de los estudios culturales y sobre los géneros: el western, la pulp fiction, el teatro británico, el cine hindú. Se han erigido estamentos académicos y profesionales en torno a campos de interés que eximen al estudioso de emitir juicios. La cultura, en estos casos, pasa a ser subcultura; y, al estudiar las obras de arte pertenecientes a una determinada subcultura, el crítico no examina su valor comparativo con el grueso de la cultura a la que pertenece, solo sus relaciones con ella.

Los estudiosos de la semántica y lo formal. Al mismo tiempo que Duchamp usaba sus readymades para socavar lo estético, Wittgenstein aseveraba que la estética no era realmente sujeto ninguno de estudio. Si el valor artístico de una obra de arte no reside en la obra en sí sino en cómo la percibimos, argumenta Wittgenstein, entonces el mismo análisis del arte es el análisis de cómo lo experimentamos. Palabras que “casi no juegan ningún papel en absoluto”, palabras como “hermosa”, “elegante”, “excelente”, deberían ser puestas en cuarentena.

Aunque Wittgenstein escribió poco en concreto sobre arte, el supuesto de su filosofía analítica reside en que la estética, como la filosofía, debería ser reducida a la lógica: la estética como investigación acerca de las frases que empleamos cuando hablamos de arte[xvii]. La filosofía analítica legitimó los incipientes estudios semánticos iniciados por Saussure, que desembocarían en una hidra de disciplinas: positivismo lógico, atomismo lógico, semántica, semiótica, estructuralismo, posestructuralismo y deconstructivismo. No tengo intención –ni deseo– de enfangarme en esa batalla intestina entre disciplinas, pero sí apuntaré que las estrategias formalistas descritas comparten un impulso similar: considerar el arte sin juzgarlo.

Los partidarios del arte como fenómeno cultural. El marxismo, primer paradigma en llenar el vacío dejado por el colapso de la estética en el siglo XIX, fue seguido por el psicoanálisis, el materialismo y el neohistoricismo; así como por estudios sobre los géneros y las minorías, en la medida en que estos se expandieron desde lo subcultural a lo cultural. Más allá de estos modelos culturales flotaba la arcaica noción platónica y aristotélica del arte como medicina social, aunque despojada de sus facetas moralizantes. El arte como producto de las fuerzas sociales, económicas, políticas, tecnológicas, etc. De modo que analizar de manera adecuada el arte suponía analizar esas fuerzas.

Y, por último, como ya he apuntado, los gemelos diabólicos del dinero y la fama, que han cernido sus sombras sobre los anteriores, en tanto criterios relativistas definitivos. Vale la pena hacer notar que a medida que el cine entró en la fase posmoderna, el interés en la economía de las películas aumentó: las recaudaciones en taquilla se volvieron cada vez más populares como única medida indiscutible del valor de una película.

A finales del siglo XX, muchas de estas disciplinas habían perdido encanto y glamour, solo que ya no había nada que las reemplazase. David Bordwell, uno de los estudiosos cinematográficos contemporáneos más astutos, argumentaba en 1996 que las “grandes teorías” habían sido contraproducentes para los estudios fílmicos, y que lo que se precisaba ahora era “investigación de nivel medio” (géneros, cines nacionales, aspectos de la industria, etc). El colapso de la Estética y la ascensión resultante de los relativistas habían llegado a su culmen.


VI. La película contra el canon.

Aquí está el problema: ¿Cómo establecer un canon cinematográfico cuando la existencia misma de las imágenes en movimiento jugó un rol decisivo en el ocaso del canon?

Cualquier intento por “ubicar” las películas en el canon artístico, nos remite obligatoriamente en un momento u otro a Benjamin. Él fue el primero en afrontar la cuestión de la representación fotográfica y las artes, así como las complicaciones resultantes. Antes de la fotografía, las imágenes eran productos de la habilidad artística humana; después de la fotografía, las imágenes se convirtieron en subproductos de la tecnología. Tratar de justificar la calidad artística de las fotografías –elección del encuadre, iluminación, tipo de película, etc. – conllevó un gran esfuerzo intelectual, pero el hecho inamovible es que una máquina o un mono eran tan capaces de sacar una fotografía como un ser humano.

Los escritos de Benjamin revelan una ambivalencia profunda en torno al cine. Las películas devolvieron la narración a las masas, algo positivo; por otra parte, el estatus industrial del cine lo hacía susceptible de manipulación con propósitos políticos, algo problemático. Las películas liberaron a las imágenes de sus ascendientes literarios, pero la replicación masiva de las imágenes las liberó de cualquier control. Las películas despojaron al arte de su aura, pero después dispersaron esa aura en la cultura de masas capitalista. Una y otra vez, Benjamin ensalza y después reniega del valor de las imágenes producidas mediante la tecnología.

¿Cómo puede ayudarnos entonces Benjamin a reconciliar la disparidad entre las imágenes en movimiento y la idea de un canon? Benjamin no era amigo de los cánones y, de haber sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial, es posible que se hubiese revuelto contra las películas, otorgándoles –como Adorno, Siegfried Kracauer y otros miembros de la Escuela de Frankfurt– el estatus de artículos fetichistas propios de la cultura de consumo. Benjamin, sin embargo, no era un teórico rígido. Ha sido descrito a menudo como un flaneur, un observador curioso de los escaparates de ideas del siglo XX; y creo que una de sus intuiciones casuales puede servir al objeto de desarrollar un canon cinematográfico: la noción de que el cine no era tanto una forma de arte como una fase de transición artística.

En The Image in Dispute, Dudley Andrew señala que Benjamin no solo contempló cuestiones como el aura, la reproductibilidad mecánica, el fascismo artístico y el fetichismo, sino también la “naturaleza transitoria del cine”. Las películas no serían sino una estación de paso para la cabalgata de la historia del arte, una parada en la ruta desde la narrativa escrita del siglo XIX hasta los sonidos e imágenes sintéticos del siglo XXI. “El siglo del cine”, escribe Andrew, “ha brindado un frágil periodo de distensión, durante el cual la logosfera del siglo XIX, con sus grandes relatos y novelas, ha ido dando paso –bajo la presión de la tecnología, el auge de la imagen y las insondables crisis mundiales– a la videoesfera en la que entramos hoy, donde se nos ha dejado claro que no puede decirse que continúen funcionando ni las grandes narrativas ni el genio de la creatividad”. Palabras un poco extremistas, pero, para mí, muy ajustadas a la situación. Andrew ubica el momento definitorio del siglo XX cinematográfico en la Nouvelle Vague –más en concreto, en Jules et Jim–, momento en el que una narrativa pasada de moda tornó su rumbo hacia un modelo de narración moderna. El siglo del cine como planteamiento, nudo y desenlace de la Modernidad.

La tecnología determinará el futuro del entretenimiento audiovisual –dudo en emplear el término “películas”. Los procedimientos técnicos para el registro, la producción y la distribución de imágenes en movimiento siempre han condicionado el arte que pudiese albergar el cinematógrafo. El nickelodeon determinó un cierto tipo de cine, como también lo determinó la técnica de proyectar imágenes en una sala a oscuras, o la televisión. El arte de la narrativa audiovisual se ha visto redefinido continuamente por las sucesivas innovaciones técnicas: la grabación de sonido, la grúa, el color, el formato panorámico, la película de alta velocidad, los micrófonos, la cámara de vídeo, la steadycam, el montaje digital, las imágenes digitales. Las películas nunca han dejado de mutar. En este sentido, la tecnología ha condicionado el arte del cinematógrafo tanto como sus contextos sociales. La incertidumbre actual acerca de la naturaleza –y el futuro– del cine, no la solventarán artistas o financieros; la tecnología consumará la tarea. Solo cuando un nuevo paradigma de producción, réplica y distribución de imágenes se haya asentado, el entretenimiento audiovisual superará esta era incierta. El nuevo rostro de las películas será el rostro más adecuado a las nuevas tecnologías. ¿Se descargarán las películas bajo demanda? ¿Podrán ser vistas en teléfonos móviles o con cascos envolventes? ¿Será posible remontar material preexistente a medida que uno lo ve? ¿Tendrán posibilidad los espectadores de seleccionar partes de películas existentes –persecuciones automovilísticas, etc.? ¿Acabaremos viviendo en un mundo de constantes, múltiples vídeos en streaming veinticuatro horas al día y siete días a la semana? Es un escenario muy plausible. Y todas estas nuevas tecnologías dictarán en qué va a convertirse “la película”.

El hecho de pensar en el siglo del cine como una fase de transición provee un contexto para la creación del canon que nos ocupa. Dado que disponer de un canon es una necesidad educativa –en base a crear planes de estudios–, y que la urgencia por crear listas con “lo mejor de” no se ve reprimida por ningún tipo de lógica crítica, ¿por qué no compilar una lista que reconozca la posición única del cine como medio transitorio? Hay por tanto, en mi opinión, dos condiciones por las que puede justificarse un canon en estas circunstancias: (1) la evaluación de las películas en el contexto de un siglo de cine, un momento transitorio, y (2) la adopción de criterios estéticos múltiples.


VII. Criterio renovado para un canon cinematográfico.

El cine no es tanto una nueva forma de arte como una reformulación de formas de arte ya existentes; los criterios para el establecimiento de un canon cinematográfico serán, asimismo, reformulaciones de los criterios históricos usados para evaluar formas artísticas preexistentes. Estos criterios históricos se renuevan cuando son observados bajo el prisma de la condición transitiva del cine y la multiplicación de los criterios estéticos a valorar.

Los relativistas se batieron en retirada ante el canon porque el arte reproducible mecánicamente no encajaba con los métodos tradicionales de juicio. Con nuevos criterios para la elaboración de un canon cinematográfico, esa retirada se nos antoja indigerible; la “inautenticidad” de las películas, por ejemplo, sería uno de sus atributos definitorios. O la cuestión de hasta qué punto interpreta una determinada película el arte de masas en evolución en que se inscribe. De manera similar, la multiplicidad de criterios estéticos abre las películas a los estudios interdisciplinarios. La respuesta al dicho paradójico tradicional “escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura” pasa a ser: exactamente. Por supuesto, el lenguaje mismo limita el cómo podemos “hablar” sobre imágenes en movimiento, pero eso no significa que uno necesite evaluar todas las películas como literatura. Los criterios varios usados para el teatro, la pintura, la arquitectura, la escultura, la música, la literatura y la danza son todos aplicables al cine. Algunas películas son mejores vistas a través de un prisma literario –¿Quién teme a Virginia Woolf? –, otras a través de un prisma arquitectónico –El eclipse. Una escala flexible de múltiples estéticas no es lo mismo que ninguna escala en absoluto, y tampoco es aceptable como excusa para evitar el emitir juicios. Puede desembocar en algunas comparaciones torpes –¿es mejor Virginia Woolf como literatura que El eclipse como arquitectura? –, pero, ¿no constituyen estas charadas la ocupación, o al menos lo divertido, de la crítica?

¿Qué criterios renovados inspirarían el canon cinematográfico? Ahí reside, como siempre, el problema. En una colección de ensayos publicada recientemente, Essential Cinema: On the Necessity of Film Canons, Jonathan Rosenbaum abarca cientos de películas, y califica muchas de “clásicas”. No sería capaz de dilucidar ni aunque me fuese la vida en ello qué criterios ha seguido para entresacar esos títulos. Es mucho más fácil hacer listas que explicar su porqué. Cuando resuelves de acuerdo a la lógica la contradicción kantiana de que, si estableces juicios de acuerdo al gusto, algunos serán verdaderos y otros serán erróneos, lo que resulta ser otro criterio[xviii], te abocas a un purgatorio de “sentimientos” cambiantes. Algo que, según nos han explicado los estudiosos pensaba Hume, responde a una falacia[xix]. No estoy tan seguro. Los patrones del gusto, tal y como Hume los entendió, no restringían el arte; la obra de arte siempre encontrará su propio camino al margen de las normas. Estas, sin embargo, establecen un marco necesario para poder establecer juicios. Me gustaría apuntar, por lo tanto, siete criterios sobre los que basar un canon cinematográfico. Siete pueden ser demasiados o demasiado pocos, pero constituyen un comienzo; y qué mejor criterio para empezar que el más antiguo y más irritante: la Belleza.

La belleza. El distanciamiento del siglo XX respecto del canon coincide con su distanciamiento respecto del concepto de Belleza. Los últimos apologistas del canon, Santayana y Croce, eran pre-cine; en el último siglo, bajo la influencia de Wittgenstein, los adeptos a la estética menospreciaron los intentos de encontrar cualidades esenciales en el arte. La belleza fue vista menos como un valor universal, y más en función del placer que procuraba; una asociación que, llevada al extremo, desembocó en la trivialización de la Belleza, como en la expresión “¡es tan bonito!”, carente de toda sustancia. Picasso y Pollock proclamarían pronto que su arte aspiraba a no brindar “simplemente” placer al espectador, sino a abrumarle, a cambiar el mundo. La belleza, en dicho contexto, parecía no solo trivial, sino además banal.

Pero la Belleza es la piedra angular de todos los juicios del gusto, como Kant sabía bien, y, sin un respeto por ella, los juicios son arrastrados por los vientos de la moda. La solución al problema de la Belleza no estriba en negar su poder sino en expandir sus parámetros. La rehabilitación del concepto de la Belleza implica no solo aceptar las contradicciones kantianas, sino también expandir tal concepto. La Belleza no la definen reglas y atributos –simetría, armonía, lo variado dentro de la unidad, lo que Clive Bell denominó “forma significante” –, sino su capacidad para transformar cualitativamente la realidad. Crispin Sartwell señala el camino para una apreciación expandida de la Belleza en su libro Los seis nombres de la belleza. En su búsqueda de un sentido para la palabra “belleza” libre de los “clichés montados” en torno a ella por el uso contemporáneo, Sartwell lo reubica en los ámbitos de culturas dispares: beauty (en inglés), el objeto de deseo; yapha (en hebreo), el halo, la floración; sundara (en sánscrito), el conjunto, la santidad; tò kalòn (en griego), la idea, el ideal; wabi sabi (en japonés), la humildad, la imperfección; y hozho (en navajo), la salud, la armonía. La reproductibilidad mecánica había exigido una definición más amplia del arte; no lo iba a requerir menos la Belleza.

Lo extraño. Harold Bloom emplea el término “extrañamiento” en lugar del usado más comúnmente, “originalidad”. Lo extraño es el tipo de originalidad que “no podemos asimilar nunca del todo”. El concepto de extrañamiento enriquece la idea convencional de lo original, al añadirle tintes de impredecibilidad, incógnito y magia. Decir de Jean Cocteau que fue original suena de algún modo pobre. Cocteau fue más que original, fue extraño[xx]. La originalidad es un requisito previo del canon –el asunto en cuestión debe expresarse de manera fresca–, pero es la adición a lo original del extrañamiento lo que procura a una obra un estatus perdurable. La extrañeza, la explosión impredecible de originalidad, es el atributo de una obra de arte capaz de suscitar en generaciones sucesivas el desconcierto, el debate, el sobrecogimiento. El extrañamiento surgió como concepto en el Romanticismo, y fue adoptado a partir de entonces por Hegel y todo tipo de pensadores posteriores, hasta su actualización vía el término más reciente de “desfamiliarización”.

Unidad de forma y asunto. Sería complicado rebatir este criterio tradicional de valor artístico. “La grandeza y excelencia del arte”, establece Hegel en Lecciones sobre la estética, “dependerá del grado de intimidad (...) con que forma y materia se unen y fusionan”. El arte reproducido mecánicamente complica enorme y deliciosamente las posibilidades de esa fusión. Las películas son multiformes, yuxtaponen imaginarios reales y artificiales –música, sonido, decorados y estilos interpretativos– con efectos de contraste. Las películas no brindan “formas significantes”, sino yuxtaposiciones significativas de formas. Puede apreciarse, por ejemplo, en las yuxtaposiciones de decorados realistas e interpretaciones estilizadas en las películas de Robert Bresson o David Lynch. En arquitectura, se dice que la forma deriva de la función[xxi]. En el cine, la forma del conjunto deriva de la fricción entre las yuxtaposiciones de formas que se producen en cualquier momento de una película y que, a lo largo de la misma, evolucionan, fluctúan, se transforman. La forma de una película en su mitad o su final no se requiere que sea la misma que cuando empezó. A la hora de juzgar una película, el crítico valorará la interacción de sus formas en relación con su objetivo –comercial, educativo, estético– y su tema. En una “gran” película, la fricción entre formas aúna estas para expresar la función de manera nueva y “extraña”. Es imposible debatir sobre las formas de La regla del juego sin describir también su argumento.

Tradición. El criterio de la tradición es expuesto sucintamente por T.S. Eliot en La tradición y el talento individual (1919). “Ningún poeta, ningún artista de ninguna disciplina, tiene sentido completo en soledad. Su importancia, la apreciación de su obra, implica apreciar su relación con los poetas y artistas ya desaparecidos. No se le puede valorar solo; se le debe situar entre los muertos a efectos de contraste y comparación”. Harold Bloom recoge el testigo del argumento de Eliot en El canon occidental: “La tradición no consiste únicamente en la recogida sumisa de un testigo en un proceso”, afirma, “simboliza también un conflicto entre la genialidad del pasado y las aspiraciones del presente, que tiene como premio la supervivencia literaria, la inclusión en el canon”. Este argumento historicista es aplicable en especial a la historia acelerada del cine. En cien años, las películas se han redefinido a sí mismas docenas de veces. Eliot hablaba de “artistas y poetas desaparecidos”. En el caso del cine, los ancestros apenas acaban de morir, si es que así ha sido. Olvidados aparte, es habitual que los grandes cineastas contemplen –algunos con admiración, otros con ansiedad– cómo la obra de su vida es versionada y redefinida. El “agon”, por usar la expresión de Bloom[xxii], entre los filmes precursores y los siguientes parece a veces más simultáneo que secuencial. Uno de los placeres de los estudios sobre cine reside en apilar a los directores unos sobre otros, y contemplar cómo reprocesan a sus antecesores y colegas. A Wong Kar Wai, por ejemplo, se le puede considerar influido en sus inicios por Martin Scorsese y John Woo, en una siguiente fase por Quentin Tarantino, y emerge a partir de ahí como gran artista en la estela de un Alain Resnais. La labor descrita por Eliot y Bloom adquiere un alcance más inmediato al considerar el breve lapso que conforma la historia del cine. La grandeza de una película o de un director no ha de ser juzgada solo en sus propios términos, sino por el lugar que ocupa en la evolución del cine.

Lo repetible. Lo eterno es condición sine qua non de lo canónico. A Winckelmann, el padre de la historia del arte, le motivaba la necesidad de explicar la belleza intemporal del arte griego. Desde Hume a Bloom, todo el mundo coincide en que es algo básico: el gran arte “resiste”, puede ser experimentado repetidamente, ser apreciado por generaciones sucesivas; con el tiempo, crece su importancia en el contexto. Se trata de un baremo que incluso ha superado la prueba de la era de la reproductibilidad mecánica. Una postal de La noche estrellada de Van Gogh no merma el valor del original; las sillas idénticas producidas a partir de diseños de los Eames poseen la misma integridad que un sofá único obra de William Morris.

Las películas no fueron diseñadas originalmente para “aguantar”. Eran productos desechables. La mayoría de las películas tempranas se han perdido por la sencilla razón de que nadie pensaba que fuesen dignas de preservarse. Hoy por hoy, las películas sí resisten, y más que nunca. Con el advenimiento de los reproductores de video, los DVD y los archivos digitales descargables, las películas no solo resisten; florecen. Títulos que fueron flor de un día, fiascos, en el momento de su estreno –Citizen Kane, Vertigo, The Searchers– han devenido árboles de hoja perenne. La capacidad de ciertas películas para retener su impacto a través de visionados repetidos representa un ejemplo de manual acerca de lo que genera un “clásico”. Citizen Kane, por ejemplo. No hay nada en ella –fotografía, encuadres, montaje, interpretaciones, efectos de sonido– que no haya sido copiado y vuelto a copiar, visto una y mil veces por generaciones sucesivas de cinéfilos. Y, pese a ello, lo cierto es que Citizen Kane, como todo arte perdurable, engancha tanto a quien la ve por primera vez como al que repite.

Compromiso del espectador. Me gustaría añadir un criterio específico aplicable al cine, que no deriva de la historia del arte sino de la pasividad de la experiencia cinéfila. Un espectador no tiene que “hacer” nada. La música conjura imágenes, el teatro nos exige rellenar espacios, la pintura implica un mundo más allá del marco; las películas, en comparación, demandan muy poco de nosotros. A la audiencia se le da todo hecho: la información que se recibe y las emociones que se sienten están tan planificadas como un horario de trenes. El atractivo primario de las películas puede que resida, de hecho, en lo poco que nos piden. El espectador solo precisa sentarse y mirar[xxiii]. En cambio, una gran película libera hasta cierto punto al espectador de su estupor pasivo y le liga al proceso creativo de ver. La dinámica ha de funcionar en los dos sentidos: la gran película no solo llega al espectador, le atrae hacia sí. La película, ya sea guardándose aspectos esperados de ella o abundando en contradicciones, provoca al espectador para que se llegue hasta la pantalla y, por así decirlo, trastee con su mobiliario creativo. No se trata de que el espectador se pregunte “¿Quién ha hecho esto?”, sino de que identifique aspectos que no tenía en mente, llegue a conclusiones que la película no puede controlar, vuelva a disponer las imágenes a su propia y única manera. Una gran película, una película que resiste, exige y recibe del espectador una complicidad creativa.

Moral. Soy reacio a introducir el criterio artístico más antiguo (y viejo), lo moral; un criterio que se extiende desde Platón –que igualó educación estética y bondad moral–, a través de Kant –la estética como senda hacia el bien moral– y hasta Ruskin y Leavis –toda obra mayor es una obra de arte moral. No es que sienta que los argumentos morales no tienen cabida en un debate sobre arte, es solo que dichos argumentos funcionan mejor cuando están implícitos que cuando se sacan a la palestra. Las películas siempre tendrán un componente moral. No se pueden describir situaciones inspiradas en la vida real, ni desarrollar personajes, ni contar historias que fluyan a través del tiempo, sin que haya derivaciones morales. Parafraseando el epitafio en la lápida de Jung, “se invoque o no, lo moral está ahí”[xxiv]. Tiene sentido que las grandes películas tengan una gran resonancia moral. Pero no veo qué valor estético tiene el oponer la resonancia moral de unas contra las de otras. Del documental nazi de Leni Riefensthal El triunfo de la voluntad podría decirse que es la película por excelencia, el punto de apoyo para todo un siglo de cine, porque combina la habilidad del nuevo medio para documentar con su propensión a lo narrativo, ilustra cómo contribuyó a la emancipación de las mujeres artistas, y simboliza a la perfección el credo marxista en torno a la fusión de arte y estética; sin duda, es una obra con resonancias morales. ¿Buenas o malas? Casi todo el mundo respondería que malas, pero eso no viene al caso. Lo importante es que ninguna obra de arte que falle a la hora de hacer sonar acordes morales puede ser canónica.


VIII. Elevar el nivel.

Dado que el propósito de mi canon cinematográfico es contrarrestar la proliferación de listas basadas en criterios populares, una reacción lógica inmediata es la de preguntarse “¿hasta qué punto subir el nivel?” Y mi respuesta es, “cuanto más alto, mejor”. Los cánones son, por definición, empeños elitistas. Y la crítica de cine, atrapada hoy por hoy en una ciénaga de encuestas sobre lo mejor de todo lo imaginable –las cien mejores frase de cine, las cien mejores canciones incluidas en películas, los cien mejores héroes o villanos[xxv]– y galardones más allá de cualquier recuento o comprensión; acosada por los gurús de la taquilla y los promedios de recaudación por sala; y enganchada a las explicaciones obvias, las disquisiciones sobre la basura, los pulgares arriba y abajo, quizás ande necesitada de un pequeño correctivo en forma de elitismo.

Por supuesto que las películas son derivativas de lo comercial. Hacer películas cuesta dinero. Un dinero prohibitivo. Un director no puede afrontar su papel en blanco, su lienzo, con la libertad de un escritor o un pintor. En la historia del arte, los imperativos económicos han sido cuestión de grado, pero, desde Píndaro, los artistas han tenido que afrontar el afán de lucro. La producción cinematográfica es más cara que los óleos y el lienzo; pero, visto con perspectiva, un estreno en salas comerciales, ¿conlleva más exigencias que un encargo papal? Sería interesante escuchar lo que directores que se han quejado de Harry Cohn o Harvey Weinstein dirían de ser los Medici quienes les hiciesen indicaciones. La relación simbiótica entre el cine y el negocio no es razón para juzgar las películas de acuerdo con parámetros condescendientes. En estas condiciones, se han realizado y seguirán realizándose grandes películas. Al fin y al cabo, como ha observado Godard, “ninguna gran película tiene éxito comercial por las razones correctas“.

Problemas domésticos: inicialmente decidí clausurar mi canon en 1975, época aproximada en que yo mismo empecé a hacer películas. No solo dispondría así una barrera contra los juicios prematuros, sino que me libraría de debatir películas cuyos bastidores conozco o en las que deseché involucrarme. Sin embargo, me parece que es imposible proponer un canon sobre un siglo de cine soslayando una cuarta parte del mismo, así que me parece que estoy atrapado. Llevaré el canon hasta tan cerca del presente como me lo permita el sentirme cómodo con ello.

Este debate, por otra parte, se ceñirá a los largometrajes de ficción. Existen, no hace falta decirlo, grandes películas experimentales y documentales, también grandes cortometrajes. Hay, de hecho, películas en las que se diluyen las fronteras entre corto y largometraje o entre lo narrativo y lo documental, de la misma manera que hay películas –como la obra de Matthew Barney– que no distinguen entre el cine y la instalación artística. Pero en algún punto hay que trazar una línea divisoria. Cremaster 1 no es un largometraje narrativo. Mulholland Drive, sí.

Si un canon artístico no está supeditado a las consideraciones pecuniarias, tampoco puede estarlo a la corrección política o los nacionalismos. No existe ninguna razón para equilibrar la balanza entre las películas que perdieron dinero en su momento y las exitosas. Tampoco hay ninguna razón para hacer aportaciones al canon en virtud de años de producción o países de origen. La historia del cine, como la historia del arte, ha atravesado años de vacas gordas y vacas flacas, y se ha desarrollado en entornos culturales más o menos productivos. Ni los géneros ni los argumentos importan, como no son importantes ni la edad, ni la raza, ni el sexo de los directores. Estos factores enriquecen cualquier debate. Pero no definen la naturaleza del mismo. Un canon no contempla la igualdad de oportunidades.

Adicionalmente, me gustaría concentrarme en películas, no en cineastas. Las películas se cuentan entre las manifestaciones artísticas más colaborativas; quizás ello explique que, como forma de protesta, se haya prestado tanta atención a los “auteurs”. El canon cinematográfico, sin embargo, lo componen películas, no personas. Una película puede ser una creación debida a un solo individuo, y puede ser producto de varias; en cualquiera de los casos, solo puede juzgarse la película. Luces de la ciudad, de Chaplin, puede ser considerada, más que ninguna otra película, la creación de un solo individuo; por otro lado, El conformista, puede ser vista como el resultado de la troika visual compuesta por Bernardo Bertolucci, Vittorio Storaro y Ferdinando Scarfiotti. ¿Está una de ellas más habilitada que la otra para integrar el canon? El mérito de una película reside en la película en sí.

Una vez que se ha empezado a subir el nivel, ¿dónde se detiene uno? ¿Cuándo la elite deviene demasiado elitista, cuándo poco es demasiado poco? La respuesta es arbitraria. Abraham le pidió a Yahvé que tuviese piedad de Sodoma si cincuenta habitantes de la ciudad eran justos, y muy pronto se encontró negociando a la baja. Al final, Yahvé aceptó salvar Sodoma en nombre del amor que profesaba a veinte personas justas, lo que parece un buen acuerdo. Quedémonos con veinte películas.

¿Por dónde empezar? En El canon occidental, Bloom nos brinda un punto de partida interesante. Si solo se pudiese incluir un autor en el canon literario, se pregunta, ¿cuál sería? ¿Qué autor ausente de un canon haría que este no pudiese considerarse tal? Su respuesta: Shakespeare. Y, si uno tuviese que escoger una sola obra de Shakespeare, ¿cuál sería? Hamlet. Por lo tanto, un canon literario es inconcebible sin Hamlet. Bloom comienza con una disertación sobre Hamlet, y ramifica a partir de ese punto su canon.

Para mí, el artista sin el cual no podría haber un canon cinematográfico es Jean Renoir; y la película sin la cual un canon es inconcebible, es La regla del juego.


Apéndice. El canon.

Las veinte películas sobre las que tenía intención de escribir –las “medallas de oro”– se listan a continuación. Como Bloom, he añadido dos listas ulteriores: las medallas de plata y las de bronce. He añadido a los títulos los nombres de sus directores porque, en su inmensa mayoría, son películas con la huella indeleble de un autor. Aunque las películas, como ya he apuntado, sean un medio colaborativo, y uno no tenga claro a veces la interacción creativa que ha propiciado la película tal y como es una vez acabada. Incluso los directores más dominantes están en deuda con sus colaboradores, por mucho que sean reacios a admitirlo. ¿Qué serían El Padrino de Coppola sin Mario Puzo, el Citizen Kane de Orson Welles sin Gregg Toland, El expreso de Shanghai de Josef von Sternberg sin Marlene Dietrich? En algunos casos, la influencia de los colaboradores en la película es evidente: Clifford Odets y Ernest Lehman en Sweet Smell of Success, el estudio Warner Bros. en Casablanca. En otros, ha de rastrearse: Thea von Harbou en Metrópolis, Adolfo Bioy Casares en El año pasado en Marienbad. Lo más cercano a un auténtico autor fue Charles Chaplin –productor, director, guionista, actor, montador, compositor–, pero hasta The Tramp se vio influido por los bufones que le precedieron. Por otra parte, he incluido en la lista una sola película por director, una decisión que bordea lo arbitrario: merecen la misma atención My Darling Clementine que The Searchers, Diario de un cura rural que Pickpocket, La aventura que La noche, Annie Hall que Crímenes y pecados, Sonata de otoño que Persona, Vertigo que Pacto siniestro...


Oro

1. La regla del juego (La règle du jeu. Jean Renoir, 1939).
2. Cuentos de Tokio (Tôkyô monogatari. Yasujirô Ozu, 1953).
3. Luces de la ciudad (City Lights. Charles Chaplin, 1931).
4. Pickpocket (Robert Bresson, 1959).
5. Metrópolis (Metropolis. Fritz Lang, 1927).
6. El ciudadano (Citizen Kane. Orson Welles, 1941).
7. Orfeo (Orphée. Jean Cocteau, 1950).
8. Masculino, femenino (Masculin féminin. Jean-Luc Godard, 1966).
9. Persona (Ingmar Bergman, 1966).
10. Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958).
11. Amanecer (Sunrise. F.W. Murnau, 1927).
12. Más corazón que odio (The Searchers. John Ford, 1956).
13. Las tres noches de Eva (The Lady Eve. Preston Sturges, 1941).
14. El conformista (Il conformista. Bernardo Bertolucci, 1970).
15. Fellini 8 ½ (8 ½. Federico Fellini, 1963).
16. El Padrino (The Godfather. Francis Ford Coppola, 1972).
17. Con ánimo de amar (Fa yeung nin wa. Wong Kar Wai, 2000).
18. El tercer hombre (The Third Man. Carol Reed, 1949).
19. Performance (Donald Cammell y Nicolas Roeg, 1970).
20. La noche (La notte. Michelangelo Antonioni, 1961).

Plata

21. Madre e hijo (Mat i syn. Alexander Sokurov, 1997).
22. El gatopardo (Il gattopardo. Luchino Visconti, 1963).
23. Desde ahora y para siempre (The Dead. John Huston, 1987).
24. 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey. Stanley Kubrick, 1968).
25. El año pasado en Marienbad (L’année dernière à Marienbad. Alain Resnais, 1961).
26. La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc. Carl T. Dreyer, 1928).
27. Jules et Jim (François Truffaut, 1962).
28. La pandilla salvaje (The Wild Bunch. Sam Peckinpah, 1969).
29. All That Jazz (Bob Fosse, 1979).
30. Vida de Oharu, mujer galante (Saikaku ichidai onna. Kenji Mizoguchi, 1952).
31. El cielo y el infierno (Tengoku to jigoku. Akira Kurosawa, 1963).
32. La mentira maldita (Sweet Smell of Success. Alexander Mackendrick, 1957).
33. Ese oscuro objeto del deseo (Luis Buñuel, 1977).
34. Un americano en París (An American in Paris. Vincente Minnelli, 1951).
35. La batalla de Argel (La battaglia di Algeri. Gillo Pontecorvo, 1966).
36. Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976).
37. Todos nos llamamos Alí (Angst essen Seele auf. Rainer Werner Fassbinder, 1974).
38. Terciopelo azul (Blue Velvet. David Lynch, 1986).
39. Crímenes y pecados (Crimes and Misdemeanors. Woody Allen, 1989).
40. El gran Lebowski (The Big Lebowski. Joel & Ethan Coen, 1998).

Bronce

41. Las zapatillas rojas (The Red Shoes. Michael Powell & Emeric Pressburger, 1948).
42. Cantando en la lluvia (Singin’ in the Rain. Stanley Donen y Gene Kelly, 1952).
43. Chinatown (Roman Polanski, 1974).
44. Y el mundo marcha (The Crowd. King Vidor, 1928).
45. El ocaso de una vida (Sunset Boulevard. Billy Wilder, 1950).
46. Hable con ella (Pedro Almodóvar, 2002).
47. El expreso de Shanghai (Shanghai Express. Joseph von Sternberg, 1932).
48. Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman. Max Ophüls, 1948).
49. Érase una vez en el oeste (C’era una volta il West. Sergio Leone, 1968).
50. Salvatore Giuliano (Francesco Rossi, 1962).
51. Nostalgia (Nostalghia. Andréi Tarkovski, 1983).
52. Hombres sin destino (Seven Men From Now. Budd Boetticher, 1956).
53. La rodilla de Clara (Le genou de Claire. Eric Rohmer, 1970).
54. La tierra (Zemlya. Aleksandr Dovzhenko, 1930).
55. Vivir para matar (Gun Crazy. Joseph H. Lewis, 1949).
56. Traidora y mortal (Out of the Past. Jacques Tourneur, 1947).
57. Sombras del paraíso (Les enfants du paradis. Marcel Carné, 1945).
58. El precio de un hombre (The Naked Spur. Anthony Mann, 1953).
59. Ambiciones que matan (A Place in the Sun. George Stevens, 1950).
60. La General (The General. Buster Keaton, 1927).

Publicado originalmente en la revista Film Comment, septiembre-octubre 2006
Reproducido en castellano en Detour.
© Traducción de Diego Salgado 






i Schamus, co-fundador de Focus Features, fue depuesto en el cargo citado tras doce años al frente del estudio, cuando este, en manos de Universal Pictures, absorbió en octubre de 2013 Film District (Nota del Traductor).
[ii] A partir de este momento y hasta el final del texto, Schrader emplea hasta trece veces la expresión “motion pictures” para referirse a las películas. El término motion pictures se remonta a los orígenes del cine, cuando todavía se entendía el medio en términos menos artísticos que técnicos; cuando se emplea hoy por hoy es, habitualmente, para subrayar la naturaleza de las películas como sucesión de imágenes en movimiento, su diferencia esencial respecto a otras artes (N. del T.).
[iii] En 1999, una encuesta de la Universidad de Nueva York sobre los cien mejores trabajos periodísticos del siglo XX, listó en el cuarto puesto el ensayo de Kael. Otro ejemplo, por cierto, de cómo la formación del canon ha infiltrado todos los ámbitos de la vida contemporánea (N. del A.).
[iv] Encuentro el término “post-arte”, acuñado por Allan Kaprow, más descriptivo que el confuso y ampliamente usado de “posmoderno” (N. del A.).
[v] Pauline si se produce un retorno a la alta cultura oficial no va a quedar huella del cine Kael se revolvería en su tumba si pudiese leer esta defensa de un canon cinematográfico por parte de quien fuese una vez su protegido y discípulo (por cierto que, como tal, me sigue desconcertando hoy en día la aseveración absurda que, en la sobrecubierta de Going Steady, el libro que contiene Trash, Art and the Movies, describe a Pauline como “la Matthew Arnold de la crítica cinematográfica”). Estoy en deuda con Pauline en tanto mentora que me inspiró como escritor, y en tanto persona por la que sentí un profundo afecto. Pero, en lo referido al tema de la basura, el arte y las películas, sencillamente, estaba equivocada (N. del A.).
[vi] Tesis desarrollada por Paul Kristeller en los años cincuenta del siglo XX (N. del A.).
[vii] En el siglo XVIII, las belles lettres habían migrado al ámbito de las bellas artes, pese a las protestas de Goethe y otros (N. del A.).
[viii] La Harvard Classics Reading Guide citó a Emerson: “Hay 850.000 volúmenes en la Biblioteca Imperial de París. Si alguien se aplicase a leer industriosamente desde el amanecer hasta el atardecer durante sesenta años, moriría en la primera sección. ¿No estaría bien que esa alma caritativa (...) pudiese recurrir a quienes han tendido puentes o naves que le transportarían de manera segura, esquivando ciénagas tenebrosas y océanos baldíos, hasta el corazón de ciudades sagradas, a los palacios y los templos?” (N. del A.).
[ix] “art”ificial en el original (N. del T.).
[x] El compositor de vanguardia Karlheinz Stockhausen desató una polémica incendiaria al describir el ataque contra el World Trade Center como “la obra de arte más grande de todos los tiempos”. Más tarde, puntualizaría su opinión afirmando que se refería a “obra de arte en el sentido de trabajo de destrucción orquestado por Lucifer”. Stockhausen sabía de lo que hablaba. Su propia obra expande las nociones de representación teatral y musical. En su Cuarteto para cuerdas y helicóptero (1993), un cuarteto de cuerda toca en un helicóptero que vuela en círculos sobre la sala de conciertos; las imágenes de los músicos y del propio helicóptero se proyectan en la sala. La comparación entre el 11-S y el Cuarteto para cuerdas y helicóptero me parece una parte muy importante del debate actual sobre el arte (N. del A.).
[xi] “El mundo del arte”, expresión contemporánea que abarca a todos aquellos cuyas interacciones afectan a la valoración del arte: críticos, académicos, comisarios, tratantes, etc. (N. del A.).
[xii] ZERVOS, C. "Conversation avec Picasso", en Cahiers d´art, vol. X (1935), pp. 173-178. Citado por BODEI, R., La forma de lo bello. Madrid, Visor, 1998, p. 142 (N. del T.).
[xiii] De manera interesante, Harold Bloom se acoge a la categorización del arte en tres fases que estableciese Giambattista Vico en el siglo XVIII: teocrática (clásica a través del Renacimiento), Aristocrática (Ilustración) y Democrática (Romanticismo y Modernidad), a las que él añade nuestra presente Era Caótica y una inminente Nueva Era Teocrática. Si la Era Caótica viene definida por el post-arte, lo que nos espera por delante, de acuerdo con Vico, es una nueva Teocracia del Arte, algo no tan descabellado a la luz de eventos recientes (N. del A.).
[xiv] Arthur Danto acuñó en 1964 el término “mundo artístico” [art-world], y en 1984 escribió el ensayo El fin del arte. En la era plural de lo posartístico (Danto prefiere llamarlo “poshistórico”), seguirá habiendo pintura y críticos de arte. Sin embargo, afirma Danto, la tarea del crítico ya no es evaluar la obra de arte sino interpretar su contexto y el del espectador; argumento que, en mi opinión, socava el empleo de palabras tan cargadas de connotaciones como “más” y “mejor” cuando analiza obras de arte (N. del A.).
[xv] En el original, CPAs, Certified Public Accountants, profesionales contables capacitados para llevar libros de cuentas o llevar a cabo auditorías, que han de aprobar un examen certificativo y acreditar un número de horas de formación continua al año para conservar esta acreditación. En España no existe esta figura, aunque sí una similar, la del censor jurado de cuentas (N. del T.).
[xvi] Irónicamente, los atacantes del canon establecido por el Hombre, Blanco y Muerto, tras haberse liberado de la tradición occidental y sus clasificaciones implícitas, han procedido a elaborar cánones alternativos en torno a lo negro, lo Hispano, lo feminista, lo gay, etc (N. del A.).
[xvii] Visto desde la perspectiva de un artista, supera la imaginación que tal idea -el arte como lógica- arraigase (N. del A.).
[xviii] En la Crítica del juicio (1790), Kant acotó los contornos del debate crítico estableciendo que (1) aunque no existen principios para la Belleza (2) sí existen juicios genuinos sobre ella, y esos juicios tienen validez universal (N. del A.).
[xix] Uno de los principales argumentos críticos de Hume, escéptico y naturalista, giró en torno al carácter falaz de los razonamientos empleados habitualmente por los filósofos “morales”, que tienden a deducir subrepticiamente en sus escritos ciertas normas a partir de enunciados previos sobre hechos (N. del T.).
[xx] Kant debió tener en mente “lo extraño” cuando distinguió entre “lo original” y lo “radicalmente original”. Personalmente, encuentro el término acuñado por Bloom más evocador y útil (N. del A.).
[xxi] Credo funcionalista, atribuido al escultor estadounidense Horatio Greenoug, que se asocia a la modernidad arquitectónica y de diseño vigente durante la mayor parte del siglo XX (N. del T.).
[xxii] En palabras de Bloom: “Creo en la forma antigua de influencia, muy importante en los griegos, que es la de agon, es decir, la lucha por el lugar más prominente. Es una competición que los griegos extendían a la política, al derecho, al deporte, al arte y a todo tipo de organización social” (El cultural) (N. del T.)
[xxiii] No resulta sorprendente que estas características le supusiesen a las moving pictures las primeras objeciones. En 1913, el crítico francés Louis Haugmard escribía en L'"Esthétique" du Cinématographe que “las masas, embelesadas, aprenderán a no pensar más, a resistir todo deseo de razonar e imaginar: solo sabrán cómo abrir sus ojos enormes y vacíos para mirar, mirar, mirar” (N. del A.).
[xxiv] El epitafio en la lápida de Carl Jung reza “se le invoque o no, Dios está ahí” (N. del T.).
[xxv] Todas las listas enunciadas son reales, y se han compilado bajo la égida del American Film Institute (N. del A.).

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