por Gilles Deleuze
Puedo decir cómo me imagino a Godard. Es un hombre que trabaja mucho, y
por tanto está necesariamente en una absoluta soledad. Pero no se trata de una
soledad cualquiera, es una soledad extraordinariamente poblada. No poblada por
sueños, por fantasmas o proyectos, sino por actos, cosas e incluso personas.
Una soledad múltiple, creadora. Desde el fondo de esta soledad, Godard puede
ser él sólo una fuerza, pero también trabajar con otros en equipo. Puede tratar
de igual a igual a cualquiera, poderes oficiales u organizaciones, pero también
empleadas de hogar, obreros o locos. En las emisiones televisivas[i],
las preguntas planteadas por Godard están siempre a la altura del interlocutor.
Nos inquietan a nosotros, que las escuchamos, pero no a aquellos a quienes se
plantean. Habla con los delirantes de un modo muy diferente a como lo haría un
psiquiatra u otro loco, o alguien que se hiciese el loco. Cuando habla con los
obreros no lo hace como un patrón, ni como otro obrero, ni como un intelectual,
ni como un director de escena que hablase con sus actores. Y no es porque tenga
habilidad para adaptarse a todos los tonos, es porque su soledad le confiere
una gran capacidad, una población muy numerosa. En cierto modo, se trata en
todos los casos de tartamudeos. No es que tartamudee al hablar, es que hace
tartamudear al lenguaje mismo. Generalmente, sólo se es extranjero cuando se
habla otra lengua. En este caso se trata, al contrario, de ser extranjero en la
lengua propia. Proust decía que los buenos libros están escritos en una especie
de lengua extranjera. Lo mismo se aplica a las emisiones de Godard; incluso ha
perfeccionado su acento suizo con este fin. Este tartamudeo creador, esta
soledad es lo que constituye la fuerza de Godard. Y es que, como ustedes saben
mejor que yo, él ha estado siempre solo. Godard nunca ha tenido éxito en el
cine, al contrario de lo que nos quieren hacer creer quienes dicen: “Ha
cambiado, ha dejado de funcionar a partir de tal momento”. Son los mismos que
ya le odiaban al principio. Godard se ha adelantado a todo el mundo y a todos ha
marcado, pero no por la vía del éxito sino más bien siguiendo su propia línea,
una línea de fuga activa, una línea quebrada en todo momento, en zigzag, una
línea subterránea. Cierto que, a efectos del cine, se le había conseguido
confinar más o menos en su soledad. Se le había localizado. Entonces, se
aprovecha de las vacaciones y de una vaga apelación a la creatividad para tomar
la televisión con seis emisiones de dos partes. Es quizá el único caso de
alguien que no se ha dejado ganar por la televisión. Lo común es que uno pierda
la partida de antemano. Se le habría perdonado su cine, pero no esta serie que
introduce tantos cambios en lo más íntimo de la televisión (interrogar a la
gente, hacerles hablar, mostrar imágenes de otros lugares, etc.). Incluso si ya
no se trata de eso, incluso si ya está sofocado. Era inevitable que muchos
grupos y asociaciones se indignasen: el comunicado de la Asociación de
periodistas–reporteros y fotógrafos es ejemplar. Godard ha conseguido reavivar
los odios. Pero ha mostrado también que era posible otra manera de “poblar” la televisión.
(Fragmento de una entrevista de Cahiers du Cinéma, nº. 271,
Noviembre, 1976.
Incluida en el volumen Conversaciones 1972-90,
Pre-textos, Valencia, 1995
Trad. José Luis Pardo)
[i] Se refiere a “Seis por dos”, serie televisiva de 12 capítulos emitidos
en seis bloques, cada uno de ellos dividido en dos partes, dirigida por
Jean–Luc Godard y programada por France–3 en 1976.
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