jueves, 2 de julio de 2015

Una línea subterránea

por Gilles Deleuze

Puedo decir cómo me imagino a Godard. Es un hombre que trabaja mucho, y por tanto está necesariamente en una absoluta soledad. Pero no se trata de una soledad cualquiera, es una soledad extraordinariamente poblada. No poblada por sueños, por fantasmas o proyectos, sino por actos, cosas e incluso personas. Una soledad múltiple, creadora. Desde el fondo de esta soledad, Godard puede ser él sólo una fuerza, pero también trabajar con otros en equipo. Puede tratar de igual a igual a cualquiera, poderes oficiales u organizaciones, pero también empleadas de hogar, obreros o locos. En las emisiones televisivas[i], las preguntas planteadas por Godard están siempre a la altura del interlocutor. Nos inquietan a nosotros, que las escuchamos, pero no a aquellos a quienes se plantean. Habla con los delirantes de un modo muy diferente a como lo haría un psiquiatra u otro loco, o alguien que se hiciese el loco. Cuando habla con los obreros no lo hace como un patrón, ni como otro obrero, ni como un intelectual, ni como un director de escena que hablase con sus actores. Y no es porque tenga habilidad para adaptarse a todos los tonos, es porque su soledad le confiere una gran capacidad, una población muy numerosa. En cierto modo, se trata en todos los casos de tartamudeos. No es que tartamudee al hablar, es que hace tartamudear al lenguaje mismo. Generalmente, sólo se es extranjero cuando se habla otra lengua. En este caso se trata, al contrario, de ser extranjero en la lengua propia. Proust decía que los buenos libros están escritos en una especie de lengua extranjera. Lo mismo se aplica a las emisiones de Godard; incluso ha perfeccionado su acento suizo con este fin. Este tartamudeo creador, esta soledad es lo que constituye la fuerza de Godard. Y es que, como ustedes saben mejor que yo, él ha estado siempre solo. Godard nunca ha tenido éxito en el cine, al contrario de lo que nos quieren hacer creer quienes dicen: “Ha cambiado, ha dejado de funcionar a partir de tal momento”. Son los mismos que ya le odiaban al principio. Godard se ha adelantado a todo el mundo y a todos ha marcado, pero no por la vía del éxito sino más bien siguiendo su propia línea, una línea de fuga activa, una línea quebrada en todo momento, en zigzag, una línea subterránea. Cierto que, a efectos del cine, se le había conseguido confinar más o menos en su soledad. Se le había localizado. Entonces, se aprovecha de las vacaciones y de una vaga apelación a la creatividad para tomar la televisión con seis emisiones de dos partes. Es quizá el único caso de alguien que no se ha dejado ganar por la televisión. Lo común es que uno pierda la partida de antemano. Se le habría perdonado su cine, pero no esta serie que introduce tantos cambios en lo más íntimo de la televisión (interrogar a la gente, hacerles hablar, mostrar imágenes de otros lugares, etc.). Incluso si ya no se trata de eso, incluso si ya está sofocado. Era inevitable que muchos grupos y asociaciones se indignasen: el comunicado de la Asociación de periodistas–reporteros y fotógrafos es ejemplar. Godard ha conseguido reavivar los odios. Pero ha mostrado también que era posible otra manera de “poblar” la televisión.

(Fragmento de una entrevista de Cahiers du Cinéma, nº. 271,
Noviembre, 1976.
Incluida en el volumen Conversaciones 1972-90,
Pre-textos, Valencia, 1995
Trad. José Luis Pardo)





[i] Se refiere a “Seis por dos”, serie televisiva de 12 capítulos emitidos en seis bloques, cada uno de ellos dividido en dos partes, dirigida por Jean–Luc Godard y programada por France–3 en 1976.

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