por Gustavo Escanlar
1. Ex hijo
Después de que la
doctora me dio la noticia me fui llorando por la calle Rivera. Fue hace dos
años, y fue la verdadera despedida de mi padre. Aunque al final demoró en
morirse, ese fue el real momento de la pérdida. “Vamos a abandonar el
tratamiento”, me dijo la tipa. “El cáncer ya avanzó por todo el cuerpo.
Cualquier cosa que hagamos va a ser inútil”. Le pregunté cómo seguíamos. “Dolores
óseos. Fracturas. Incapacidad para moverse. Muerte”. Se notaba que yo no le
caía simpático a la doctora. Me lo decía todo así, sin anestesia, con una
fingidísima amabilidad demasiado sobreactuada. Hasta parecía que se sonreía. No
estaba tratando de consolarme. Estaba disfrutando. Siempre me pasan este tipo
de cosas. Es como que genero este tipo de reacciones. Unos minutos antes que
naciera mi hija Violeta, la neonatóloga me miró con cara de vampira y me dijo: “ahora
me voy a vengar de todas las veces que me hiciste enojar”. A la hija de puta le
molestaban las cosas que decía por televisión. “Es igualita al padre, pobre”,
dijo al ver a la bebé. El mundo está lleno de hijas de puta.
Mi padre no sufrió
dolores óseos ni fracturas, como decía la doctora al borde del orgasmo.
Simplemente, se fue apagando. Dejó de reírse, dejó de cantar, dejó de oír, dejó
de caminar. De a poco se fue olvidando de las cosas. Terminó en una cama, sin
poder hacer nada. Pasamos tres semanas en terapia intensiva, recibiendo
informes diarios de los médicos que no sabían por qué carajo seguían
prolongándole la vida. “Tiene edema de pulmón”. “No, no tiene edema, tiene una
infección”. “Una infección muy resistente a los antibióticos”. “No hay modo de
combatirle la diarrea”. “Está sedado”. “Tiene necrosis intestinal”. “Vayan
preparándose para lo peor”. Te lo dicen todo como si ellos supieran, de verdad,
qué es lo peor.
La muerte en la
terapia intensiva tiene una ventaja respecto a las demás muertes: uno se
acuerda, exactamente, cómo fue la última vez que vio con vida al otro. La
última vez que vi a mi padre vivo lo que más me impresionó fueron las llagas
que tenía en las comisuras de los labios. “Son hongos provocados por el
respirador”, me dijo la enfermera. Me impresionaron las ganas que tenía de
comunicarse conmigo, de decirme algo. Intentó que le leyera los labios y no
pude. Me pidió una lapicera y un papel, pero no logró escribir nada coherente.
Cuando me iba, le di la mano y él no me la soltaba. Al otro día, cuando lo fui
a ver, ya estaba inconsciente, sedado, “grave”. Pero me consuelo, pensando que
puedo acordarme de esa última vez. Ahora mismo tengo un amigo, Alejandro, que
estaba bailando en un boliche gay, borracho y rezarpado, y le dio un derrame
cerebral que lo tiene internado en una terapia intensiva de Buenos Aires, en
uno de esos hospitales que tienen nombre de personalidad famosa, Fernández o Garrahan
o González o Perón. Mi amigo se está muriendo –por lo menos se está muriendo
una mitad de su cuerpo- y yo no logro recordar cuándo fue la última vez que lo
vi. ¿Fue en el estreno de Aniceto, la
película de Leonardo Favio? ¿O en el concierto de Jean-Luc Ponty? ¿O en bolas,
en el sauna? No me acuerdo. Tendría que haberlo visto en terapia intensiva.
Seguro que me acordaría.
Mi padre se murió el 9
de octubre. Lo enterraron en la tumba 1113. Cuando salí del cementerio, entré
en un quiosco y le jugué a la quiniela. No gané nada.
Buscando coincidencias
estúpidas, me acordé que desde el 9 de abril yo no pruebo una línea.
2. Ex amigo
Adrián me mandó un
mail. Que lamenta la muerte de mi padre. Que sabe cuánto lo quería. Pero con
Adrián ya no vamos a volver a ser amigos. Lo decidió él. Yo suelo traicionar a
mis amigos, pero ellos, como son amigos, generalmente entienden que eso es
parte de mi carácter. Que es mi condición. Que soy un amable traidor. Adrián,
que es un monje, jamás toleró ser traicionado. Qué quería, que le fuera fiel
toda la vida. Todos saben que soy, esencialmente, un tipo infiel. Mis amigos,
mis novias, mis amantes, mis jefes, mis editores, saben que, tarde o temprano,
los voy a terminar cagando. Y me aceptan así. No pretenden cambiarme. Adrián,
como es un monje, solo hace amistad con otros monjes. Y, ya se sabe, un tipo
que aparece en la televisión nunca va a ser un monje. Siempre estará sujeto a
tentaciones. Lo que Adrián se olvidó es que las tentaciones son lo más sabroso
de la vida. Los Cadillacs cantando para vos.
3. Ex adicto
9 de abril. Seis de la
tarde. Estaba en casa de mis viejos. Le había preparado los remedios a mi
padre. Como todas las tardes, esperé a Martín, mi motor psico por aquella
época. Apenas me dejó la bolsa y se fue, me serví un gramo entero, de una, sin
repetir y sin soplar. Quedé como Juan Castro, pero me faltaba el balcón.
Rabioso, sacando espuma por la boca, a medio vestir, salí corriendo por la
calle, sintiendo que me perseguían. No tenía dónde ir, por todos lados me estaban
persiguiendo. El mundo, todo el mundo, se movía contra mí. No me podía escapar.
Me perseguían. Me estaban alcanzando.
Nunca me di cuenta en
qué momento la merca me dejó de provocar placer. Seguramente fue una cosa
progresiva. Pero la euforia del principio dio paso, poco a poco, a una paranoia
bastante jodida. Vivía mirando para atrás. Vivía comprobando si las puertas
estaban bien cerradas. Vivía mirando por la ventana, esperando el momento en
que de una puta vez esos tipos se decidieran a entrar y me mataran.
Aquella tarde, la de
la terapia intensiva, el 9 de abril, me metí en un supermercado. Los tipos que
me perseguían se movían entre las góndolas. Me querían agarrar. Estaba
desesperado. No sabía por qué no me agarraban de una vez y me mataban y se
dejaban de joder. Me tenían rodeado. Estaban ahí. Ahí. En la góndola de
duraznos en almíbar que tiré a la mierda. En los envases de cerveza que rompí
mientras gritaba. Entre las pilchas que intenté descuartizar porque ocultaban
los bultos de los cuerpos de los que me perseguían. Ahí. Ahí estaban. Ahí
venían a agarrarme. A preguntarme qué había tomado. A meterme en un patrullero.
A llevarme al hospital.
Ahí están, mientras me
llevan en el patrullero, en cada esquina deteniéndose, poniéndome una trampa,
intentando matarme. Los hijos de puta no se dan cuenta que tengo una hija. No
tienen piedad. Me van a matar. En esta esquina. En la próxima. Ya entramos en
el hospital. Están todos disfrazados de enfermeras. Me agarran entre cuatro. Me
dan una inyección. Me mataron. Al final, tenía razón de haberme puesto así de
paranoico.
4. Ex hombre
Me despierto. Me doy
cuenta que no puedo moverme ni hablar. Tengo la boca ocupada. Me pusieron un
aparato que me ayuda a respirar. Estoy en el Maciel. Resulta que cuando me llevaron
a emergencia, me pusieron una bola, una inyección para dormirme y casi me pasan
para el otro lado, me provocaron una reacción alérgica que no me dejó respirar.
Me tuvieron que entubar y llevar a la UTI. Cuando me desperté ya estaba en
cuidados intermedios. Una fila de camas de un lado, una fila de camas del otro.
Me desperté con los gritos de un travesti que estaba frente a mí. Lo habían
cagado a palos en un pub de la Ciudad Vieja. Era la peor clase de travestis, un
travesti pobre, sin guita para afeitarse ni para teñirse el pelo. Ni siquiera
para comprarse una prestobarba y depilarse las piernas. Travesti quilombero,
gritaba todo el tiempo. Lo que menos se bancaba era que le pusieran la sonda
para mear. Le molestaba para pajearse, y si no se pajeaba el tipo no podía
vivir. Estaba todo el tiempo tocándose la pija. Si no estaba gritando, haciendo
bardo, el tipo estaba gimiendo de las pajas que se hacía. Por suerte me sacaron
rápido de ahí, por una cuestión de seguridad. Resulta que una noche, mientras estaba
durmiendo y rodeado de cables, tres cirujanos entraron a escondidas a la sala y
me sacaron fotos con los celulares. Fotos al de la tele, pensaron que se las
iban a vender a algún diario. Una enfermera los vio y avisó en la dirección del
hospital y los tipos decidieron darme de alta, no fuera cosa que les metiera
una demanda por violar mi intimidad como paciente.
5. Ex famoso
Apenas me dieron de
alta me echaron del canal. No querían tener en su pantalla un tipo con fama de
falopero. No hubo despido ni despedida. En mi lugar pusieron a una vedettita
del montón. El programa se fue a la mierda. Pero la imagen del canal siguió
siendo inmaculada.
6. Ex rehabilitado
El falso psicólogo,
que no era otra cosa que un ex falopero rehabilitado, siempre me preguntaba las
mismas estupideces. “¿Estás limpio?”. “¿Tomaste algo?”. “¿Estás chupando mucho?”.
¿Y qué quería que le contestara? “No, no estoy limpio, estoy dándole a la
falopa como un animal”. “Sí, me tomé cinco gramos antes de venir a la sesión”. “Sí,
me emborracho todos los días desde las cinco de la tarde”. Los tipos que están
en el curro de la rehabilitación están tan fisurados como uno. La única
diferencia es que la fisura de ellos es con la abstinencia. “Hace seis años,
tres meses, dos semanas, cinco días y una hora que no tomo”. Son tan
dependientes como cuando tomaban, con la diferencia de que ahora disfrutan –y
sufren– un poco menos.
7. Ex
“Una línea en honor al
muerto”. La sirvió Alfonso después del abrazo, al otro día del entierro de mi
padre. No tomaba nada desde el 9 de abril. Qué nostalgia que me dio verlo abrir
la bolsita, poner la falopa arriba del compacto de The Cure, armar el canuto.
No fue un pegue de estos ni de aquellos. No me volvió a dar para el lado de la
paranoia, pero tampoco para el lado de la alegría. Fue como uno de esos polvos
que uno se manda con una ex, uno de esos polvos de compromiso que no hacen
historia, uno de esos polvos que se encajan por piedad más que por calentura.
Por espanto más que por amor. En el fondo, con las ex, la pasión nunca es la
misma.
(Publicado en Lamujerdemivida no. 53)
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