por Paul Auster
Mientras empiezan a
pasar los créditos iniciales de Una noche
en la Tierra (Night on Earth), se
nos informa que el film es una producción de “Locus Solus”. Un nombre curioso,
sin dudas poco familiar para la mayoría de la gente, pero que revela muchas
cosas sobre la sensibilidad de Jim Jarmusch , algo que hasta podríamos llamar
el “toque Jarmusch”: esa mezcla inimitable de humor inexpresivamente
imperturbable, tropelías disparatadas e imágenes de exquisita factura. Resulta
que Locus Solus es el título de una novela
del excéntrico escritor francés de principios del siglo XX Raymond Roussel, un
libro admirado por los surrealistas y, una generación más tarde, por el poeta
estadounidense John Ashbery, al punto de que Ashbery y su colega Harry Mathews
fundaron a fines de la década de 1950 una revista llamada... Locus Solus.
Pocos saben que Jim
Jarmusch empezó como poeta y que, como estudiante en Columbia, fue uno de los
editores de la revista literaria universitaria The Columbia Review. La influencia primordial de sus primeras obras
fueron Ashbery, Frank O Hara, Kenneth Koch, Ron Padgett y otros poetas de la
escuela de Nueva York. En contra del formalismo y la sequedad académica que
predominaban en la poesía estadounidense en la década de 1950, surgían diversas
insurrecciones en todo el país: los beats,
los poetas de Black Mountain y, los
más subversivos de todos, la pandilla de Nueva York. Nacía una nueva estética.
La poesía dejaba de ser una lenta y laboriosa búsqueda de la verdad universal o
de la perfección literaria. Ya no se tomaba tan en serio a sí misma y aprendía
a relajarse, a burlarse de sí misma, a disfrutar de los placeres corrientes del
mundo. La noción de arte elevado fue abandonada para favorecer un abordaje
caracterizado por frecuentes cambios de tono, por una inclinación hacia lo
ingenioso y el sinsentido, la discontinuidad y la adhesión a la cultura popular
en todas sus formas. De repente, los poemas empezaron a llenarse de referencias
a personajes de comics y a estrellas de cine. Fue un fenómeno autóctono de
Estados Unidos, aunque paradójicamente las raíces de esta transformación
provenían en gran medida de Europa, en particular de Francia.
Desde el principio de
su vida como realizador cinematográfico, Jarmusch ha adherido a los principios
que aprendió de esos poetas. Aunque su estilo ha evolucionado con el correr de
los años, hay en él una constante: sus films no se parecen a los de ningún
otro. A diferencia de la mayoría de los directores estadounidenses, Jarmusch
tiene poco interés en el relato en sí mismo (y de ahí el así llamado “aire
europeo” de sus films), y elige en cambio contar chistes malos colmados de
derivaciones descabelladas, digresiones impredecibles, concentrándose
intensamente en lo que ocurre en un momento determinado. Aunque sus diálogos
tienen una cualidad espontánea e improvisada (a la manera de la escuela de los
poetas de Nueva York), de hecho están elaboradamente escritos, con gran
sensibilidad a los matices de la oralidad, obra de un verdadero escritor. A tal
punto que algunos de sus personajes más memorables son extranjeros que luchan por
dominar el inglés. Por ejemplo, Roberto Benigni en Bajo el peso de la ley (Down
by Law), o Armin Mueller-Stahl en el episodio neoyorquino de Night on Earth.
Y eso nos lleva al
punto en cuestión. De una duración de apenas veintitrés minutos, el segundo
episodio de este film en cinco partes es quintaesencialmente Jarmusch, uno de
los ejemplos más puros y limpiamente ejecutados de su filosofía
cinematográfica. No ocurre nada, o lo que ocurre es tan poco en el sentido
tradicional de un relato que casi podemos decir que no hay historia. Un hombre
toma un taxi desde Manhattan hasta Brooklyn. Fin. Pero cada momento de este
episodio hilarante, estrafalario, conmovedor; resulta inolvidable.
Los personajes
masculinos de los films de Jarmusch suelen ser lacónicos, retraídos, penosos
farfulladores (Bill Murray en Flores
rotas, Tom Waits en Down by Law,
Forest Whitaker en El camino del samurai),
con alguna irrupción ocasional de alguien lleno de vida que habla como una
máquina y domina la acción. Nadie lleno de vida está más vivo, ninguna máquina
de hablar funciona a más revoluciones que Giancarlo Esposito en la segunda
parte de Night on Earth. Su actuación
es tan enérgica, tan potente, que uno siente que todo su cuerpo podría explotar
en cualquier momento. Después de un lánguido montaje de tomas introductorias
que destacan una cantidad de objetos inanimados de la ciudad (un reluciente
teléfono público, un camión cubierto de graffiti), aparece él, de pie en medio
de Times Square una helada noche invernal, un hombre negro extrañamente
vestido, tocado con un grotesco gorro de piel con orejeras, haciendo señas
desesperadas para conseguir un taxi. Todo el mundo sabe que en Nueva York los
hombres negros, incluso los de traje y corbata, tienen grandes dificultades para
conseguir un taxi. Esposito le grita a cada taxi que pasa, agita frenéticamente
sus brazos, implora a cada uno que se detenga, pero todos sus esfuerzos parecen
estar condenados al fracaso. Y entonces, un milagro. Un taxi se detiene, pero
cuando Esposito anuncia que quiere ir a Brooklyn, el conductor pisa el
acelerador y desaparece. Eso es también algo que todo el mundo sabe en Nueva
York, y de lo cual, como viejo residente de Brooklyn, yo mismo puedo dar fe.
Los taxistas son reticentes a llevar pasajeros desde Manhattan hasta Brooklyn.
Cada vez más alterado, Esposito saca un fajo de billetes del bolsillo y lo
enarbola en el aire, para demostrar que sus intenciones son honestas, que puede
pagar y que todo lo que quiere es volver a su casa. Después de que otro taxi
más lo ignora, grita, lleno de frustración: “¿Qué pasa, hombre, soy invisible?”.
Adviértase la sutileza de esta línea. No se ha mencionado la palabra racismo
pero, ¿cómo no pensar en la novela de Ralph Ellison, Hombre invisible, la exploración clásica de lo que significa ser
negro en Estados Unidos? Poco importa si la alusión de Jarmusch al libro es
consciente o inconsciente. Las palabras se dicen de manera natural, hasta
humorística... y sin embargo, provocan escozor.
Un instante más tarde,
llega la salvación en la persona de Armin Mueller-Stahl, un taxista neófito que
ha empezado a trabajar apenas esa misma noche. Con una expresión amable y
abierta en su rostro, se dirige a Esposito con un acento inconfundiblemente
extranjero: “Suba, caballero”. De hombre invisible, Esposito ha sido
súbitamente transformado en caballero. La ironía es, por supuesto, que la
persona que le ha hablado de esa manera ignora las reglas. Ningún
estadounidense emplearía la palabra “caballero”. Hizo falta un inmigrante que no
sabe nada para humanizar y conferir dignidad a nuestro desafortunado viajero.
Y entonces empieza la
diversión. Mientras los dos recorren el camino hacia “Brookland”, el viaje está
marcado por una constante corriente de percances cómicos y malentendidos
verbales. Para empezar, Mueller-Stahl no tiene idea de cómo conducir un auto
con cambios automáticos. Usando ambos pies, pisa alternativamente el acelerador
y el freno, avanzando a los sacudones a un ritmo ridículamente lento. Esposito está
tan molesto que amenaza con bajarse y buscar otro taxi, pero el inútil
Mueller-Stahl le suplica que se quede. “Usted es mi más superior cliente. Es
muy, muy importante para mí.” Esposito cede, pero sólo con la condición de que
intercambien sus lugares y el otro lo deje manejar el auto. Cuando
Mueller-Stahl protesta porque eso no está permitido, Esposito declara
rotundamente: “Sí está permitido. Esto es Nueva York”.
Así que allí están,
los dos sentados lado a lado en el asiento delantero, el ex clown de Alemania
Oriental llamado Helmut y el hombre negro de Brooklyn llamado Yoyo, con gorros
casi idénticos en sus cabezas. A partir de este simplísimo escenario, Jarmusch
hilvana una serie de gags y comentarios idiotas dignos de Laurel y Hardy en su
mejor momento, y siempre que se produce una pausa en la conversación, vemos el
taxi que flota a través de una Nueva York espectral, acompañado por la
partitura de Tom Waits, impresionante y evocativa. Sin embargo, en el preciso
momento en que nos hemos preparado para lo que promete ser un viaje
entretenido, aparece un tercer personaje y se desencadena el infierno. Allí va
la actriz Rosie Pérez, caminando por una calle del bajo Manhattan, engalanada
con una minifalda negra y una chaqueta de color anaranjado brillante. Resulta
ser la cuñada de Yoyo, Ángela, y él se pone fuera de sí al verla andar por allí
sola. En uno de los mejores momentos visuales del film, Yoyo detiene el auto y
corre hasta la esquina para atajar a Ángela. El punto de vista permanece con
Helmut, desde el taxi... una toma larga de dos residentes de Brooklyn que
discuten en la calle, y después la cámara corta y pasa a un primer plano de
Helmut, que esboza una sonrisa de fascinación ante la ferocidad de la disputa.
Yoyo domina a una
Ángela que se retuerce y la mete en el asiento trasero del taxi, y cuando
vuelve a arrancar, el tono de la secuencia cambia abruptamente. Ya no hay nada
de bromas tipo extraña pareja entre los dos hombres que van adelante: ha
estallado una guerra entre Yoyo y Ángela, una infantil pelea a los gritos que
figura como uno de los diálogos más tontos, divertidos, desafiantes y agresivos
de toda la obra de Jarmusch. Rosie Pérez no sólo grita o suelta alaridos...
aúlla y chilla en un registro tan agudo, nasalizado y apenas humano que nuestro
primer impulso es taparnos los oídos. Mierda, mierda, mierda. Casi cada palabra
que sale de su boca es “mierda”. Y cuando no es “mierda”, es “boludo”.
Intercaladas con expresiones tan escogidas como: “Estás pensando con el culo,
no con la cabeza”. O, cuando advierte que los dos hombres usan sombreros casi
idénticos: “¿Qué es esto, el condenado show de Rocky y Bulwinkle?”. Por no
mencionar sus “cállate, cállate, cállate”.
No obstante, Helmut
está flechado por Ángela, que le parece bellísima. Cuando le toca una canción
con sus dos flautas dulces, ella finalmente se ríe. Y después, de manera casi
mágica, se produce una breve pausa mientras el taxi cruza el puente de
Brooklyn. Un reverente silencio impuesto por la belleza que los rodea. Y
después la pelea vuelve a recrudecer. Yoyo se queja de que Ángela es como un
chihuahua, que vive mordisqueándole los tobillos. Ángela le contesta que le
dará un buen mordisco y le sacará un pedazo de su gordo y apestoso culo, y Helmut
sonríe y masculla para sí, “linda familia”, como si verdaderamente lo creyera.
Inevitablemente, la
travesía llega a su fin. Después de que Ángela le descerraja un “¡Mierda!”
final, Yoyo la deja adelantarse y trata de hacer todo lo posible para indicarle
a Helmut el camino de regreso a Manhattan. Como respuesta, Helmut se pone una
nariz roja de payaso. El taxi arranca, avanzando a los sacudones en su típica
alternancia de freno y acelerador, y cuando llega a la primera esquina, dobla a
la izquierda en vez de a la derecha. Helmut está solo, perdido en un mundo
desconocido. “Aprende un poco de inglés”, se dice a sí mismo. Calles oscuras,
súbitos estallidos de luz, el sonido de sirenas a lo lejos, pero por primera
vez el auto no avanza dando bandazos. Parece que Helmut ha superado el problema
de los cambios automáticos. Ahora el taxi se desliza a través de la noche, una
interminable noche en la Tierra, y mientras Helmut se quita la nariz de payaso
y en su rostro se refleja una expresión de miedo y ansiedad. Pasa junto a un
accidente de tránsito y una cantidad de autos policiales. Un momento más tarde,
susurra para sí: “Nueva York... Nueva York”.
Y así termina el
pequeño poema de Jim Jarmusch sobre la ciudad que ama.
(Publicado en ADN Cultura de La Nación, 1º de setiembre, 2007)
No hay comentarios:
Publicar un comentario