lunes, 31 de enero de 2011

2 minutos

Eso es lo que pide esta página: no hacer nada por 2 minutos, escuchar el ruido del mar y no tocar el teclado ni el mouse.

Lo probamos y salimos con la masculinidad intacta. O eso creemos.

Es la literatura, estúpido

por Emma Rodríguez

Cuando el valor de los libros se mide (cada vez más) según el número de ejemplares vendidos, cuando ese dato empieza a convertirse en el principal argumento promocional de editoriales escasas de creatividad y sin un horizonte de excelencia claro, hay que agradecer que llegue a las librerías un texto como Diccionario de literatura para esnobs.

Se agradece no precisamente porque reivindique una literatura para minorías sino porque pone al alcance de todos nombres hasta ahora abocados a un territorio de culto, que no son los que el mercado suele promocionar; y porque permite descubrir obras sin duda interesantes, muchas veces fruto de trayectorias y de experiencias a contracorriente.

Este diccionario, elaborado por el escritor y periodista francés Fabrice Gaignault, y publicado en España por Impedimenta, en una cuidada y bellísima edición en la que destacan las ilustraciones de Sara Morante, es una entrega juguetona que anima al lector a entrar en los que se podrían denominar los salones más exclusivos de las letras.

Salones que recorrerá curioso en una especie de ceremonia de iniciación que le conducirá a geografías literarias; luego tendrá que seguir explorando por sí mismo, acudiendo a lo que de verdad importa, a los libros, siempre, claro, que pueda tener acceso a ellos (he aquí también una buena guía a seguir por editores avezados).

La primera sorpresa no tarda en aparecer. Una lista con los 10 libros más odiados por los esnobs literarios, obras consideradas maestras pero demasiado “manoseadas”. Ahí están Bella del señor, de Albert Cohen; El extranjero, de Albert Camus; El amante, de Marguerite Duras; El principito, de Antoine de Saint-Exupéry; La condición humana, de André Malraux; Las uvas de la ira, de John Steinbeck; El viejo y el mar, de Ernest Hemingway; La naúsea, de Jean-Paul Sartre; La espuma de los días, de Boris Vian y En el camino, de Jack Kerouac.

Así que se trata de avanzar por caminos menos trillados. ¿Sabe usted quién es el abate Mugnier, figura de principios del siglo XX a quien en los cenáculos parisinos se consideraba el confesor de las duquesas y quien dio cuenta de sus garbeos por los salones de la capital?

De historias como la suya está lleno este libro que es un auténtico río lleno de afluentes y conexiones, ya que se da cuenta de los gustos y preferencias de no pocos escritores, y que descubre a figuras como Christian Bourgois, el editor que reivindicó su derecho a publicar solo para “los dos mil auténticos lectores” y quien además de apostar por Burroughs se permitió editar obras como Modelo matemático de la morfogénesis, de René Thom, de la que él mismo confesó no entender ni su título.

Si algo no resulta este paseo es aburrido. Siguiendo el orden alfabético, Fabrice Gaignault nos conduce a través de nombres y también de movimientos, por otro lado ya asimilados por el gran público, pero que siguen siendo un claro símbolo de irreverencia. Así, el de los míticos beats o el del círculo de Bloomsbury, en su día apodado “pandilla de esnobs” por sus detractores, menos interesados por la creatividad de sus miembros, a la cabeza de los cuales se encontraba Virginia Woolf, que por las veladas extravagantes que se rumoreaba organizaban y por su gran libertad de costumbres.

Figuras perfectamente reconocibles como el lúgubre Lovecraft, la pareja formada por Jane y Paul Bowles o escritoras como Dorothy Parker y Sylvia Plath, conviven con el complejo y escurridizo B. Traven, la intrépida Annemarie Schwarzenbach, amante de Erika, la hija de Thomas Mann y a quien Carson McCullers dedicó su novela Reflejos en un ojo dorado, o el enigmático Patrick Branwell Bronte, el hermano desconocido de las célebres hermanas, genio precoz que sirvió como modelo para el Heathcliff de Cumbres borrascosas.

La entrada de Marcel Proust no deja de ser corta y curiosa (“el maestro de ceremonia anuncia a los invitados que han llegado y a los que están por llegar, pero tiene la suma cortesía de no extenderse sobre sí mismo”) y en la de Marguerite Duras, quien se incluye por el poco aprecio que despierta en los esnobs, asoma el juego irónico (se dice que era famosa por haber alquilado durante años una mansarda al escritor Enrique Vila- Matas). Hasta Andy Warhol tiene hueco por su Diario y su colección de aforismos.

Podrían ser otros, podría quizás haber menos franceses, pero el autor sostiene que la obra es fruto de sus propias exclusividades, del “jardín secreto” del que todo esnob literario es dueño. En este jardín se han colado sólo cuatro escritores en lengua española: la argentina Silvina Ocampo, el colombiano Nicolás Gómez Dávila y los españoles Max Aub, gran figura del exilio, y (nueva sorpresa) el exquisito escritor mallorquín José Carlos Llop, conocido por el público galo gracias a la publicación de dos de sus novelas allí.

A Llop los responsables de Impedimenta han encargado el prólogo de la edición española. “Sin la exclusividad de la reserva, no hay esnobismo posible”, dice el autor, quien insiste en un pequeño-gran detalle, la ampliación del título, Diccionario de literatura para esnobs y (sobre todo) para quienes no lo son, en clara referencia a esos salones, que ahora se abren al público curioso.

-El Mundo

domingo, 30 de enero de 2011

5 grados y medio de separación

Rabbit Hole es la última película del impredecible John Cameron Mitchell, cuyas obras previas (Hedwig and the Angry Inch y Shortbus) tanto nos habían entusiasmado.


Descubrimos que Rabbit Hole, además del valor agregado de Nicole Kidman (y, por otras razones, Dianne Wiest) en su elenco, ya está para descargar y para ver online, lo cual nos impulsa hacia ella como osos a la miel.

En medio de la búsqueda nos cruzamos con un clip-comercial-cortometraje que el inquieto JCM realizó recientemente para la firma Dior, con un presupuesto que seguro triplica el de sus dos primeras películas.


En la banda sonora del clip-comercial-cortometraje de JCM encontramos una bellísima canción del compositor canadiense Hawksley Workman, hasta ahora un perfecto desconocido para nosotros, que resulta tener una carrera de más de una década y una obra tupida.

La canción incluida en la banda sonora del clip-comercial-cortometraje de JCM e interpretada por HW se llama "The Sweetest Thing There is" y tiene su propio videoclip, compuesto de fragmentos del film colectivo Paris, je t'aime.


En otras composiciones HW se muestra menos sofisticado y melancólico, afiliado a un pop-rock enérgico y desprejuiciado con ecos de principios de los 90. Eso es lo que expone un título juguetón como "Jealous of Your Cigarrette", en cuyo clip el cantante se exhibe en forma y con condiciones histriónicas.



Pero es en "No Sissies" donde queda más en evidencia su estilo casamentero entre "el cabaret y el glam rock", consignado por Wikipedia.


Y bien, amigos, convencidos de que todo esto les importará un bledo, nos despedimos hasta el próximo encuentro.

sábado, 29 de enero de 2011

Efecto Internet

Cuando Nicholas Carr (1959) se percató, hace unos años, de que su capacidad de concentración había disminuido, de que leer artículos largos y libros se había convertido en una ardua tarea precisamente para alguien licenciado en Literatura que se había dejado mecer toda su vida por ella, comenzó a preguntarse si la causa no sería precisamente su entrega diaria a las multitareas digitales: pasar muchas horas frente a la computadora, saltando sin cesar de uno a otro programa, de una página de Internet a otra, mientras hablamos por Skype, contestamos a un correo electrónico y ponemos un link en Facebook. Su búsqueda de respuestas le llevó a escribir Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus), una oda al tipo de pensamiento que encarna el libro y una llamada de atención respecto a lo que está en juego: el pensamiento lineal, profundo, que incita al pensamiento creativo y que no necesariamente tiene un fin utilitario. La multitarea, instigada por el uso de Internet, nos aleja de formas de pensamiento que requieren reflexión y contemplación, nos convierte en seres más eficientes procesando información pero menos capaces para profundizar en esa información y al hacerlo no solo nos deshumanizan un poco sino que nos uniformizan”. Apoyándose en múltiples estudios científicos que avalan su teoría y remontándose a la célebre frase de Marshall McLuhan “el medio es el mensaje”, Carr ahonda en cómo las tecnologías han ido transformando las formas de pensamiento de la sociedad: la creación de la cartografía, del reloj y la más definitiva, la imprenta. Ahora, más de quinientos años después, le ha llegado el turno al efecto Internet.

(Artículo completo en Babelia)

El pasado

Cuando Orwell escribió 1984, en 1949, la novela constituía una visión futurista. Para mí, 1984 se halla en el pasado y eso representa una gran diferencia. El Gran Hermano de Orwell era un monstruo peligroso, un dictador que vigilaba y controlaba a todos desde su posición dominante. La Gente Pequeña de mi novela 1Q84 constituye lo contrario: casi nadie puede verlos, viven escondidos y lo que nos hacen es oscuro y misterioso. El Gran Hermano ya no representa una amenaza para nuestra sociedad. Lo conocemos y sabemos cómo protegernos de él. Pero a la gente pequeña no la conocemos, por eso nos parecen tan siniestros. Así, también mis lectores pueden imaginárselos como quieran.

-Haruki Murakami

(Entrevista completa aquí)


viernes, 28 de enero de 2011

Céline

Celine

Cincuenta años después de su muerte a causa de un aneurisma cerebral (concretamente el 1 de julio de 1961), Louis Ferdinand Auguste Destouches, conocido universalmente como Céline, sigue siendo denostado.

Presionado por diversas asociaciones (entre ellas la FFDJF, una agrupación de hijos de deportados judíos, y su abogado, el popular Serge Klarsfeld), el ministro de Cultura francés, Frédéric Mitterrand, ha descartado a Céline de la lista de homenajes que la República Francesa tenía preparada para este año. Mitterrand ha hecho hincapié, en una declaración pública, en que “el hecho de haber puesto su pluma a disposición de una ideología repugnante (…) no se inscribe en el principio de las celebraciones nacionales”, aunque también recalcó que la importancia de Céline dentro de las letras francesas está fuera de toda duda.

Ambas posturas enfrentadas, la de destacar su calidad como literato y censurar sus opiniones políticas, que le llevaron a ser considerado oficialmente como colaboracionista nazi y condenado a muerte, aunque finalmente se le perdonó, son totalmente lógicas. La importancia de Céline como escritor está fuera de toda duda. Su polémica personalidad ayudó a darle un importante empuje a su obra, de la que habría que destacar su novela, Viaje al fin de la noche (Voyage au bout de la nuit, 1932), publicada a principios de la década más convulsa del siglo. En esta novela, en parte autobiográfica, se narra la vida de Ferdinand Bardamu, un personaje que comparte muchas vivencias con el Céline histórico, entre ellas su participación en la I Guerra Mundial y su introducción al mundo de la medicina. Viaje al fin de la noche ha sido referida por muchos autores posteriores como una fuente de inspiración, entre otros Charles Bukowski, Joseph Heller y Kurt Vonnegut, quien reconoció que la novela fue esencial para Palm Sunday, una obra recopilatoria de historias cortas, ensayos y cartas.

No habrá, pues, homenaje para Céline en 2011. Y, una vez más, la polémica está servida. Después de todo, por mucho que repugne la militancia política del autor, ¿no es censurable que se le nieguen sus méritos literarios hasta el punto de forzar a las autoridades de su país a excluirlo de los homenajes?

(Texto original en Lecturalia)

jueves, 27 de enero de 2011

Cursilería progresista

por Carlos Rehermann

Cuando los intelectuales eran de izquierda, seguían la moda francesa que habían iniciado Hugo, Proust, Zola, France y hasta Dumas: como eran escritores, tenían derecho a decir verdades, y allá iban. No hubo desacomodo parisino que no mereciera la diatriba enfebrecida de un escritor de folletines (de paso, El cementerio de Praga, la más reciente novela de Umberto Eco, pinta bien ese mundo fraudulento de fines del siglo XIX). Pionero, Neruda se fue de Chile en los treinta para arengar a obreros franceses, al borde del Sena, y después, en los sesenta, no hubo capitoste letrado que no diera su opinión acerca de lo que convenía a los desgraciados de este continente. Había, parece, cierto convencimiento acerca de que si un individuo puede producir una frase con sus partes más o menos bien organizadas, puede producir una idea más o menos verdadera.

Así uno se comió la papa de las venas abiertas de América Latina y cantidades insufribles de metáforas acerca de dictadores malvados, y los intelectuales que producían esos bochornos con carné se refugiaban en el Caribe, o en España, o en Francia, y con frecuencia aceptaban, llorosos y sufrientes, alguna beca, ayudas para las traducciones y otros favores para compensar los horrores del exilio, mientras, al mismo tiempo, los lectores se quedaban en el terruño agorilado sufriendo las penurias de la bestialidad gubernativa, la censura y el peligro de terminar en la cárcel por posesión de un bodrio de Benedetti.

Pasado el tiempo, los escritores de antaño se reciclaron en fabricantes de haikus o comentaristas de fútbol y de abrazos, y casi no quedó ninguno que se pusiera a defender no sé qué verdades antes evidentes. Los lectores nos quedamos con una especie de nudo en la garganta, y comprobamos que la principal tarea de los sufridos intelectuales de izquierda había sido juntar la mayor cantidad posible de mangos, con agentes literarios mayormente españoles y argentinos.

De aquellos tiempos politizados apenas dos zafaron incólumes: Rulfo y Onetti, y quizá los más viejos, que no llegaron a subirse a la tabla de surf del boom; Arguedas y Asturias, por nombrar un par; o Borges o Lezama, por ilegibles en aquellos años. En fin, los pocos que no dictaban cátedra, sino que escribían (aunque Rulfo era flor de haragán, no se puede negar: no escribió más de doscientas páginas en toda su vida). Algunos otros desaparecieron más o menos velozmente, y uno solo mantiene su actitud aguerrida y extenuantemente politizada: Mario Vargas Llosa.

(Artículo completo en La Diaria)

miércoles, 26 de enero de 2011

Adiós a todo aquello

Por Andy Robinson

Una visita a las megalibrerías de Borders en Manhattan a finales del 2010 recordaba tristemente un recorrido por las tiendas de música Tower Records a finales del 2006, días antes de la quiebra de la famosa cadena de discos, víctima de la revolución digital en música. Los libros de oferta –cocina, autoayuda, celebridades–, a seis o siete dólares, se amontonaban en cubos, entre las caras resignadas de los dependientes, algunos de los 19.500 de Borders que perderán sus empleos si las negociaciones mantenidas esta semana con los acreedores y cinco grandes editoriales no logran resucitar la cadena.*

Borders perdió 74 millones de dólares en el tercer trimestre del 2010, y sus ventas han caído el 24% desde el 2008, como parte de una tendencia general en la llamadas librerías de ladrillo y cemento enfrentadas a la competencia implacable de Amazon. En estos momentos, lo único que sube en el mundo editorial estadounidense son las ventas de libros electrónicos, en plataformas como el Kindle de Amazon, el Nook del gran rival de Borders, Barnes& Noble, el Sony Reader y el iPad, que se han cuadruplicado en un año hasta copar el 10% del mercado. A mediados del año pasado, las ventas de libros electrónicos por Amazon, el mayor distribuidor de libros del mundo, rebasaron por primera vez las de libros impresos.

“Borders se encuentra en una pinza ente hipermercados como Sam's Warehouse Club o Wal Mart, por un lado, y Amazon, por el otro; y el e-book es el último clavo en el ataúd”, dice John Thompson, autor de Merchants of culture (Polity, 2010), un nuevo libro sobre el futuro de la industria del libro en el siglo XXI. Aunque Barnes&Noble aguanta mucho mejor, los fantasmas de Tower Records y el colapso del viejo modelo de distribución de música planean también sobre sus 800 megalibrerías tras una caída de ventas del 8% desde el 2008. “La sensación es que la experiencia de las tiendas de ladrillo y cemento en la industria de la música se va a repetir con los libros”, dice Thompson.

Borders puede ser la próxima víctima de un proceso que se conoce ya como la desintermediación –la eliminación de intermediarios en la economía de internet–, que ha transformado violentamente la industria cultural, desde la música y el cine hasta los medios de comunicación. “Internet arrasa estratos de mayoristas, minoristas y distribuidoras, haciendo todas las transacciones menos personales”, advierte Robert Reich, economista especializado en tendencias, en su blog. Los optimistas confían en que la desintermediación dejará un hueco más grande para las librerías independientes: “Borders no puede competir con Amazon por la amplísima gama de su oferta; pero las independientes serán guías, conectadas a sus comunidades”, dijo Richard Nash, de Cursor Books, en Nueva York.

Pero el número de librerías independientes ha caído hasta la mitad en las dos últimas décadas en EE.UU. pese a que la mayoría de los estadounidenses que leen libros –uno de cada cuatro– prefiere librerías independientes. Reich teme que esta desintermediación en la industria del libro llegue mucho más lejos. “Dentro de unos años supongo que podremos prescindir de las editoriales también; los lectores simplemente descargarán a los autores directamente de la web”, se plantea. Es una posibilidad que quita el sueño a los directivos de las grandes editoriales como Random House o Simon and Schuster, a la vez que excita a Amazon y a los llamados superagentes literarios, que sueñan con la venta directa de autores bestseller a lectores.

“No creo que ocurra; el papel de las editoriales es de invertir en nuevo talento y en promocionarlo, es decir, de correr riesgos, y esto no cambiará”, dijo Richard Charkin, de la editorial Bloomsbury Books, en Londres. Pero para pagar a autores, promocionarlos y correr riesgos hacen falta ingresos. Las grandes editoriales dedican astronómicos presupuestos de marketing para crear libros blockbuster. Libros de ventas medias ya no les valen. Pero su capacidad financiera se ve amenazada por el creciente poder monopolístisco de Amazon, que, con una política de ofertas que recuerda a las grandes superficies, les obliga a reducir el precio de venta hasta el 50% y aún más en el caso de los libros electrónicos.

Los éxitos de venta se venden en el Kindle por 9,99 dólares, la mitad o menos de su precio inicial. Existe un temor a que Amazon –con su catálogo gigante de dos millones de libros y ventas de casi 25.000 millones de dólares en el 2009, un 50% más que todas las cadenas de librerías tradicionales– pueda empujar al libro por el camino de la música y la información hacia la gratuidad. “La única ventaja que tenemos es que los lectores son más maduros y entienden lo que vale un libro”, dice Charkin. La quiebra de Borders supondría otro duro golpe para las editoriales, que perderían 650 salidas cruciales de ventas alternativas a Amazon y tendrían que encajar el impago de millones de dólares que la cadena les debe. Es más, su modelo tradicional de permitir devoluciones del 40% de los libros que mandan a las librerías es suicida en un momento de bajas ventas.

“Sabemos que vamos hacia un precipicio”, dijo un ejecutivo de una editorial en Nueva York. Ya se han producido duros ajustes de personal en las grandes editoriales de Manhattan, y crece una sensación de declive imparable. Una ejecutiva de Simon & Schuster comentó en el momento de despedir a un editor que se podría resumir la coyuntura del sector en dos palabras: “General Motors”, en referencia al dinosaurio del automóvil. Amazon, del billonario Jeff Bezos, emerge como el Goliat en el nuevo paisaje del libro en Estados Unidos. Y, pese a los constantes elogios a la democratización del nueva paradigma de las industrias culturales en la edad de internet, no hay ningún David a la vista.

Hay esperanzas de que una mayor competencia podría librar a las editoriales del yugo de Amazon. Apple aumenta ventas de libros por su iPad y es menos exigente que Amazon. En políticas de precio, Google, que ha ido digitalizando millones de libros –a veces, sin respetar derechos de autor–, ha creado una librería por internet accesible desde distintas plataformas. Todo indica que estamos al inicio de un periodo de batallas titánicas por el control de la cultura entre Amazon y Apple, el gran beneficiario del nuevo paradigma de distribución de música, y Google. Facebook, con su inmensa red, puede ser más indicado para vender libros que Amazon, con sus recomendaciones impersonales calculadas por algoritmo.

“A clientes como usted les gustaban también estos libros...”. “Los libros se venden por recomendaciones de amigos, y Amazon carece de la faceta social necesaria, así que Facebook u otra red social lo puede aprovechar”, dijo Richard Nash, de Cursor Books. Lo más preocupante de todo es que el nuevo paradigma digital, con su enorme oferta, parece coincidir con un consumo cada vez más uniforme de libros. Los diez primeros de la lista de éxitos de ventas en inglés del 2010 elaborada por Nielsen incluyen dos libros de Stieg Larsson y tres de Stephanie Meyer.

Hay muchos indicios de que la primera víctima de las presiones de precios coincidentes con la venta por internet son los libros de ventas medias (mid list). Cuanto más bajo es el precio, más importante es que el libro sea blockbuster. La amplísima oferta y variedad de Amazon camufla una curva de distribución de la larga cola y la cabeza sobredimensionada de ventas concentradas como nunca. Según se lamenta la organización gremial American Booksellers Association: “Las políticas depredadoras de precios devastarán la industria del libro y devastarán también nuestra capacidad colectiva para mantener una sociedad con una amplia gama de ideas disponibles para el público”.


* Este artículo fue publicado en La Vanguardia el 16 de enero pasado. Nueve días después, Letras Libres anunciaba que la cadena Borders había cerrado.

martes, 25 de enero de 2011

Cualquiera

Hace unos días los medios cacarearon al unísono el ingreso de un cortometraje en el libro Guinness de los Records: 300 premios en 500 festivales. Los españoles se lo apropian por razones de producción, los argentinos hacen lo suyo por la nacionalidad del director, y los italianos deben hacer algo similar por el idioma en que hablan los personajes. Típico producto global, fue sin embargo premiado por la Academia de Cine de Madrid. A nosotros nos pareció una gansada, algo así como un cóctel de Garci y Tornatore, pero si quieren juzgar por Uds. mismos, acá va.



Coenfografía

15 películas en 25 años. 50 actores para 96 personajes. Una infografía sobre la obra de los hermanos Coen. Sólo eso. (Ver completa acá).

Ama y haz lo que quieras

La revista Haciendo Cine publica una entrevista que Lucrecia Martel le hizo a Leonardo Favio. Un fragmento:

Lucrecia Martel: Leí algo que a mí me hace mella directamente. Cuando habló del pudor en el cine, usted dijo que no había que filmar con pudor. Y justamente cuando uno ve el cine de Leonardo Favio, eso es lo primero que uno puede decir, aún sin saber nada: este hombre no tiene pudor.

Leonardo Favio: Es porque el cine es amor, tenemos una relación amorosa con él. Por eso duele tanto, por eso uno queda tan vacío cuando se termina y hay que pasar urgente a otro proyecto.

LM: Pero me gustaría entender a qué se refiere cuando habla de pudor en esa instancia.

LF: Todo es bueno para lograr la emoción, el cine no es otra cosa que lograr la emoción. En última instancia somos beduinos contando un cuento en el desierto. Si tengo que filmar una escena clásica yo no tengo ningún problema en decir que quiero fotografiarla como lo hacía tal o cual director y, aunque me digan que no, yo insisto: “hacela y después vemos”. Eso es no tener pudor. Cuando uno hace el amor con su pareja y es feliz, ¿por qué se va a privar? No somos ángeles, somos seres humanos. Salvo, claro, en cuanto a las limitaciones morales, sobre todo, en cuanto a no dañar al otro. El cine es lo mismo. Si veo algo que a mí me gusta de determinada película no la voy a calcar, pero puede ser el disparador de una escena descomunal. Qué me importa si me dicen que se parece a Nilsson o que es muy Truffaut, si logro la emoción, ya está. No hay que preguntarse tanto. Siempre aplico la frase de San Agustín, “Ama y haz lo que quieras”.

Entrevista completa aquí.

Una de esas mujeres

Camino adrede por las calles donde hay prostitutas. La acción de pasar junto a ellas me excita; esta posibilidad remota, pero no por ello menos existente, de irme con una de ellas. ¿Es esto una bajeza? No conozco, sin embargo, otra cosa mejor, y el hecho de realizarlo me parece en el fondo inocente y casi no me produce remordimiento. Sólo deseo a las gordas de cierta edad, con vestidos anticuados, en cierto modo suntuosos gracias a algunos colgajos. Probablemente una de esas mujeres ya me conoce. La he encontrado este mediodía; no llevaba aún su traje de faena; el cabello se veía pegado a la cabeza; iba sin sombrero, con una bata de trabajo como las cocineras, y llevaba un bulto, tal vez a la lavandera. Nadie habría visto en ella el menor atractivo, sólo yo. Nos miramos fugazmente. Esa misma noche (desde el mediodía bajó la temperatura), la vi con un abrigo ajustado, de color pardo amarillento, al otro lado de la angosta calleja que sale de la Zeltnergasse, donde hace la carrera. Volví dos veces la vista hacia ella, que también captó mi mirada, pero lo que hice fue realmente escaparme.

-Franz Kafka, Diarios (1910-1913)


(en Ignoria)

lunes, 24 de enero de 2011

Por una cinefilia renovada

Por Carlos Losilla

Por todas partes suenan voces sobre la muerte del cine, las transformaciones y mutaciones que deberá sufrir para convertirse en otra cosa, el advenimiento de una nueva era y el inminente cambio de estatus de las imágenes. Puede que sea eso lo que, hace poco, me llevó a defender una tesis doctoral sobre la melancolía y la historia del cine, o de qué manera los períodos de crisis estética dan lugar a un duelo que desemboca en formas más o menos nuevas, en el fondo dependientes de una tradición de la que nunca se apartan. Pero antes de ese acto académico había estado en Buenos Aires, en el Bafici, donde vi –se supone— lo más avanzado de la producción independiente internacional. De entre las cincuenta o sesenta películas que consumí vorazmente apenas me interesaron cinco o seis, y no todas ellas en el mismo grado de intensidad. Por un lado, pues, me niego a que el cine muera, a que termine su época –quizá ya ha terminado, como tal–; por otro, todo tipo de síntomas me dicen que algo está sucediendo, que está –por lo menos– un poco enfermo. En mí se enfrentan el aprendiz de brujo y el cinéfilo nostálgico, aquel que quiere seguir ese relato y hace todo lo posible para que así sea, y aquel otro que ve muy pocos clavos ardiendo a los que agarrarse. Según el SMS de un amigo desde Cannes, hace unos días: “Sólo Oliveira, Iosselliani y Godard. Como hace treinta años”. Mientras la cartelera comercial agoniza entre el 3D, los festivales han inventado su propia fórmula para fabricar películas, de modo que queda ya muy poco espacio para la libertad y la independencia reales.

Dos objetos singulares me han salvado últimamente de esta aguda crisis personal, que por otra parte sufro cada cierto tiempo sin mayores consecuencias. Poco antes de partir hacia Buenos Aires estuve en el Festival de Las Palmas, donde asistí a una proyección de La Maman et la putain, de Jean Eustache, película que no había vuelto a ver desde hacía por lo menos veinte años. Durante el vuelo transoceánico a Argentina devoré de un tirón La novela luminosa, de Mario Levrero, una cuenta que tenía pendiente desde que varios amigos de confianza me dijeron que algunos de mis textos tenían mucho que ver con ella. En principio, se trata de hechos aislados, de cine y literatura, de melancolía y reconocimiento. En el fondo, la experiencia conjunta ha llegado a ser una de las revelaciones más significativas de mi vida reciente, por lo menos en lo que se refiere a eso que se podría llamar “vida intelectual”, pero que enseguida desemboca en algo parecido a la “vida sensible”, o “vida emocional”. Nunca he podido concebir la experiencia artística sin la vital, y viceversa.

De modo que vuelvo a verme a mí mismo en una multisala de Las Palmas contemplando ávidamente La Maman et la putain en compañía de veinte o treinta espectadores más. Me veo, al principio, escéptico, como frente a un objeto antiguo que desenterramos de un cajón y sólo nos hace sentir un poco de nostalgia por los tiempos idos, como mucho nos obliga a derramar una lágrima por el tiempo que pasa, y la vejez, y la proximidad de la muerte. Pero no es así. A medida que transcurre la proyección, siento una especie de exaltación que no tiene nada que ver con la melancolía, lo cual me hace dudar de la productividad de los largos meses que he pasado redactando mi tesis. Dicho de otro modo, las peripecias de Jean-Pierre Léaud, ese superviviente del naufragio del 68 que arrastra su existencia de muerto en vida por un París que más bien parece un cementerio, me devuelven la esperanza en el cine, no sólo el del pasado, sino también el del presente: la mejor película sobre nuestra época aún se está por hacer, me digo a mí mismo. Pero puede hacerse, filmarse; es posible. Nos falta ambición, amplitud de miras y ganas de superar ese impasse en el que estamos sumidos, en el que debemos conformarnos con logros parciales que a su vez proyectan sobre nosotros la ilusión de que el cine sigue gozando de excelente salud. La Maman et la putain se revela entonces como un laberinto gigantesco en el que cabe todo, y que justifica la parcialidad del cine anterior, incluso de la Nouvelle Vague, de lo que más nos había gustado de la Nouvelle Vague. Nos falta, diría yo, una experiencia transformadora que dé sentido a todo lo demás. A finales de los setenta, eso lo vimos en el cine americano: en Apocalypse Now, en Las puertas del cielo… A finales de los noventa, llegó Godard con las Histoire(s) du cinéma. La primera década del siglo XXI ha traído esperanzas varias –el cine asiático, las nuevas vanguardias americanas, las cinematografías “periféricas”–, pero aún no existe una experiencia –sea una sola película, un cineasta o una tendencia– que recoja l’air du temps como lo hizo Eustache, y luego Coppola y Cimino, y luego el viejo Godard…

Las imágenes de La Maman et la putain, aquella tarde de primavera canaria, fueron como un vendaval que arrastraba tras de sí muchas otras imágenes, incluso posteriores a la fecha de su realización. El cine tiene la virtud de hacer revivir el pasado y anunciar el futuro, pues en cada plano caben las huellas de lo que se pudo haber perdido y el vislumbre de lo que aún tenemos posibilidad de ganar. En el rostro de Léaud está el niño de Los cuatrocientos golpes, y por lo tanto también el de Moonfleet, de Lang, pero igualmente el de La Naissance de l’amour, de Garrel, que ha pasado por el del propio Truffaut transformado en espectro en La chambre verte, al tiempo que Coppola y Cimino concebían sus elegías. No sé, no tengo idea de la manera en que un cineasta puede lograr eso, esa capacidad de devolvernos toda la vida en un instante y luego recobrarla para construir una vida nueva. Después de todo, no iba tan desencaminado: de la melancolía nace la esperanza. Ahora sólo queda que de la esperanza nazca algo más concreto. No se puede vivir mucho tiempo sólo con esperanzas, y ya es hora de que se materialicen en una sensación nueva, en una forma de inteligencia visual que nos diga dónde estamos, qué hemos perdido y qué somos capaces de ganar. Precisamente eso le falta al cine actual.

Pues bien, cuál no sería mi sorpresa al encontrar eso no en una película, sino en una novela, o como quiera llamarse a un artefacto tan singular como La novela luminosa, a pesar de su título. Para empezar, tiene todas las características que nos gustan de cierto cine contemporáneo, asume todas las tendencias que está practicando: una realidad que se presenta como ficción o viceversa, una reducción de la “trama” al mínimo e incluso a su inexistencia, una forma de hablar de lo que se está haciendo que va más allá de la autoconciencia para dejar paso a la confesión, un rechazo de las grandes formas para ceñirse a las pequeñas experiencias que acaban yendo más allá de sí mismas… El autor recibe una beca para terminar una novela que empezó muchos años atrás, pero lo único que puede ofrecernos es un diario personal de su incapacidad para hacerlo. Al final del libro, a modo de recordatorio melancólico, incluye los capítulos de la novela luminosa que ya tenía escritos y no puede terminar. Obra fragmentada e inacabada, la de Levrero logra transmitir además otra sensación básica del cine contemporáneo: ese vacío, esa ausencia –de historia, de personajes, de situaciones fuertes— que finalmente se narra a sí misma y se convierte en su propia materia de reflexión.

Sin embargo, la pregunta se hace obvia: ¿por qué ninguna película del siglo XXI me ha impresionado de la misma manera que La novela luminosa, que sólo puedo poner a la altura de La Maman et la putain? ¿Estoy envejeciendo, ha concluido definitivamente mi historia de amor con el cine, es mi culpa? ¿O realmente los cineastas actuales tienen demasiado miedo a enfrentarse a algo de ese calibre? No se me confunda, no quiero decir que hagan falta obras maduras y terminadas, estructuras sólidas y potentes. Lo que echo de menos es una construcción que me diga por qué ya no es posible construir, y que me lo diga más allá de su propia existencia como tal, en una especie de trascendencia que me llegue como un vendaval, al igual que me sucedió con La Maman et la putain. En realidad, y quizá ahora me estoy contradiciendo con lo que he dicho hasta el momento, no se trata de buscar una película, sino una forma de hacer, de dejar constancia, que ilumine todo lo que se ha hecho hasta ahora, que nos sirva de pauta para relatarlo de alguna manera. Sin relato no hay identidad, y esa identidad que hemos perdido como sujetos contemporáneos que somos quizá debamos pedírsela al arte, al cine, para que nos ofrezca un consuelo por esa pérdida.

Un nuevo sentido para la cinefilia, pues. Quedaron atrás los tiempos en que los mutantes de Jonathan Rosenbaum podían constituir una esperanza. Cada uno ha terminado en lo suyo, como era lógico, y ya no existen redes de comunicación entre ellos, o por lo menos ya no son tan visibles. Sobreviene, pues, un tiempo de pensamiento individual, de reflexión en soledad, que finalmente pueda dar frutos colectivos. Y todo eso debe pasar por un cierto sentido de la cinefilia que vaya más allá del culto a la actualidad –sea en las carteleras dominadas por el peor cine americano o en los festivales presos de los monstruos que ellos mismos han creado– y se embarque en un viaje que le permita recuperar el pasado de otra manera. Del mismo modo en que Levrero revive el género del diario para convertirlo en otra cosa, el nuevo cinéfilo haría bien en contemplar el cine contemporáneo a la luz de su propia memoria, lo cual podría separar el grano de la paja y permitirle partir en busca de un canon donde cupieran lo viejo y lo nuevo, o mejor, lo nuevo a la luz de lo viejo. Después de todo, se trata de continuar con el relato del cine, de no perder la perspectiva. De seguir incansablemente en busca de esas capas de sentido, de esos estratos de formas que de momento sólo veo en unos cuantos planos del cine actual. Aquí empieza un nuevo episodio de la famosa querella entre antiguos y modernos. Sólo que moderno no es sólo aquel que sigue la moda, sino quien mira a su alrededor con la visión progresivamente lanzada más allá de los primeros planos, de los primeros árboles que no dejan ver el bosque que hay detrás. Sólo así se puede ver lo que acaece y, en medio de todo eso, aquello que merece la pena que acaezca, que son dos cosas distintas.

–Detour

domingo, 23 de enero de 2011

Lecciones de 20 años

Por Antonio Muñoz Molina

1. He aprendido que la ficción no tiene por qué ser la forma superior de la literatura narrativa. Quizás una novela sólo deba escribirse cuando no queda más remedio: cuando lo que hace falta decir sólo puede ser dicho inventando.

2. He aprendido las ilimitadas posibilidades expresivas que contiene el relato estricto de ciertos hechos: muchas de las mejores páginas de literatura que he leído en este tiempo pertenecen a libros de historia, a memorias, a biografías, a textos de divulgación científica, a artículos o reportajes de periódico.

3. He aprendido las ventajas de sumergirse en otro idioma: en el viaje de ida se descubre la música propia de otras lenguas y la voz verdadera de escritores a los que uno creyó conocer bien leyendo traducidos; en el viaje de vuelta uno se vuelve más sensible a la poesía implícita en su propia lengua, que antes no siempre advertía.

4. He aprendido algo que le oí decir a Salman Rushdie en Granada, en 1995: mientras escribe una novela un escritor de prosa debe leer mucha poesía, para aprender de su disciplina verbal y no dejarse llevar por la autoindulgencia palabrera. En la poesía se aprende precisión.

5. He aprendido a desconfiar del estilo, que cuando no es sino el sonido singular de la propia voz puede convertirse en una colección de muletillas, automatismos y parodias de lo que uno mismo ya ha escrito.

6. He aprendido que uno debe desconfiar de sus facultades, reales o presuntas, y sacar todo el provecho que pueda de sus limitaciones.

7. He aprendido que escribir es empeñarse y es dejarse llevar en la misma medida en que es contar algo que se sabe y también aventurarse en lo que no se sabe y no habrá manera de que llegue a saberse si no es mediante la escritura misma.

8. He aprendido que la percepción del lector común aficionado a la literatura tiende a ser más aguda y más libre de prejuicios que la de la media de los expertos, críticos o profesores.

9. He aprendido que los prejuicios y los malentendidos lo influyen a uno mucho más de lo que cree, de modo que hace falta estar en guardia siempre contra ellos: quizás si Virginia Woolf no hubiera sido una mujer yo no habría tenido que llegar a los cincuenta años para descubrir la radicalidad estética y la hondura humana de novelas como Mrs. Dalloway o To The Lighthouse.

10. He aprendido que por muchos años que uno cumpla y mucha familiaridad crea tener con la literatura siempre está haciendo descubrimientos jubilosos que lo deslumbran, como un geógrafo o un explorador al que le fuera dado descubrir una nueva montaña, un nuevo continente: así encontré hace unos años Vida y destino, de Vasili Grossman, que era como un Everest en el que casi nadie hubiera reparado, o Under the Volcano, que debí haber leído cuando era más joven, pero que tal vez por la edad a la que llegué a ella me hizo una impresión todavía más profunda.

11. He aprendido que en la música o en la pintura –y en la fotografía, y en el dibujo– se contienen lecciones fundamentales para mi oficio de escribir: en la música un sentido de la composición y del flujo del tiempo que organiza el relato de una manera más flexible y menos evidente que la trama argumental; de la pintura, una disciplina de la observación y el espacio. En el dibujo y en la música de jazz hay un aprendizaje específico, o tal vez sólo un propósito: el instante atrapado en un instante; el acto mismo de la escritura como momento supremo, presente soberano que no existía antes ni será posible, al menos de la misma forma, un minuto después.

12. He aprendido que los únicos estimulantes que necesito para escribir están dentro de mí mismo, en la orgía electroquímica de los neurotransmisores que combinan súbitamente imágenes del recuerdo o de la fantasía en un sueño lúcido. Por comparación con esa efervescencia el efecto de cualquier droga, de la nicotina o del alcohol es una bagatela, un gasto inútil de energía física y mental.

13. He aprendido que el ejercicio físico y las tareas prácticas ayudan a que se dispare la imaginación y a que las ideas, las imágenes, las conexiones, las palabras, surjan más velozmente. Gracias a la ebriedad de oxígeno de una carrera o de una buena caminata o a la atención alerta y la multiplicidad de pequeñas tareas necesarias para cocinar un arroz he inventado personajes o situaciones o giros argumentales que de otra manera no habrían surgido.

14. He aprendido que una parte muy grande del trabajo de escribir un libro se ha ido haciendo sin que uno se diera cuenta mucho antes de que comience la escritura. El proyecto de una novela o de cualquier texto narrativo sólo vale algo cuando es el resultado de la cristalización de experiencias, lecturas, imágenes, recuerdos, deseos, que de pronto se hacen visibles y se vinculan entre sí como en un mapa de conexiones neuronales.

15. He aprendido que ninguna vivencia, ninguna historia, es en sí misma tan particular o tan local que no pueda hacerse universalmente inteligible; y también que nada hay tan provinciano como ciertas formas enfáticas de cosmopolitismo.

16. He aprendido que en cada generación hay un cierto número de escritores jóvenes que llegan a convencerse, con la ayuda de algunos periodistas y críticos, de que su juventud no es un hecho transitorio y bastante frecuente, sino un rasgo absoluto de originalidad y talento.

17. He aprendido que de todos los personajes que inventa un novelista el menos sólido, el menos verdadero, el más convencional, suele ser el personaje público en el que se convierte a sí mismo.

18. He aprendido a convivir con la inseguridad y con el desaliento, con la incertidumbre irremediable sobre el valor de lo que he hecho, con la vulnerabilidad ante los juicios negativos y la sospecha de que puedan ser menos infundados que algunos elogios.

19. He aprendido que nada más terminado un libro ya empieza a convertirse en un remordimiento que unas veces se cura con el tiempo y otras no, y para el que solo existe el antídoto de empezar otro libro en el que será posible no cometer los mismos errores: si hay suerte, se cometerán errores distintos.

20. He aprendido que todo lo que me gusta me gusta todavía más que hace veinte años: escribir, leer, mirar cuadros o películas, escuchar música, pasearme por las ciudades que amo, estar cerca de las personas queridas, acordarme de las que se fueron, que a veces vuelven en los sueños; y me pregunto qué cosas que ahora ni sospecho aprenderé si vivo otros veinte años, qué historias de las que ahora no sé nada surgirán en la imaginación y se convertirán en libros, no necesariamente novelas, libros que se parezcan tan poco a los que he escrito ahora como mi vida presente a la de hace veinte años.

-Babelia

Golpe a golpe

Por Silvina Friera

Arthur Cravan, “el primer punk del siglo XX”, ganó por knock out la pelea más difícil. El triunfo no se debe a los dos metros de altura y más de cien kilos de peso con los que podía apabullar a sus ocasionales contrincantes dentro del ring. Aunque su apellido sea una especie de contraseña secreta para unos pocos lectores desperdigados por el mundo, en el arte de injuriar fue, es y seguirá siendo uno de los mejores. Un campeón con linaje –sobrino de Oscar Wilde– que supo abrirse paso a los golpes. A pesar de que las peripecias de su brevísima vida –apenas 31 años– estén más cerca de la estampa del “perdedor” o del “maldito”. No hubo vaca sagrada –Apollinaire o Gide, por ejemplo– que se salvara de su lengua. “Escribo para hacer enojar a mis colegas; para que hablen de mí y para intentar hacerme un nombre”, reconoció Cravan en uno de los números de Maintenant, la revista literaria que dirigió entre 1912 y 1915, una suerte de fanzine redactado sólo por él. La leyenda ofrece más tela para cortar. Dicen que solía vender los ejemplares en un carro de verdulero que arrastraba por las calles de París; gesto que anticipa la ética del do it yourself. (…)

En una conferencia, luego de haber insultado al público, fingió suicidarse; se desnudaba y gritaba como un desaforado o realizaba disparos de pistola, antes de hablar; de Berlín lo echaron por indeseable: se paseaba por las calles con cuatro putas encaramadas en los hombros. Desafió a boxear al ex campeón mundial Jack London, pero las crónicas lapidarias de la época hablan de “una parodia con olor a pesetas”. Cravan se dejó noquear; la pelea estaba arreglada. Hubo una suma considerable para el perdedor, que se entregó en el sexto round. Los tropiezos pugilísticos jamás podrán eclipsar las palizas que propinó en Maintenant, revista que salió en 1912. En el primer número, la previa al gran combate, publicó un poema de su autoría, “Silbato”; y una semblanza de su amado pariente, Oscar Wilde. La astucia de la razón olfateó el ambiente. Y sembró ironías por doquier. Proyectaba hacerse pasar por muerto, según confesó, para atraer la atención sobre sus obras. (…)

Cravan asumió su pasión por el boxeo sin mediaciones; hasta se podría aventurar que puso esa obsesión en un primerísimo plano. Aunque simulara. Sofocados por los rebotes de sus artículos incendiarios, malinterpretados en una primera lectura demasiado lineal, el arte y la literatura –a priori negados, despreciados– están a años luz de resultarle indiferente. El aguijón que clava a sus lectores incomoda; alienta una reflexión más allá de la aparente irreverencia. “Toda la literatura es: ta, ta, ta, ta, ta, ta. El Arte, ¡el Arte me importa un pito! ¡Qué mierda por Dios!”, escribió en “¡Oscar Wilde está vivo!”, uno de los artículos publicados en Maintenant. “Me cago en el arte y sin embargo si hubiera conocido a Balzac habría intentado robarle un beso”, reconoce en lo que se considera uno de sus últimos textos. ¿Puro teatro? ¿Mera liturgia vacía?

(Artículo completo en Página/12)

martes, 18 de enero de 2011

Indignez vous!

Por Antonio Jiménez Barca

El actual fenómeno literario en Francia se llama Stéphane Hessel y es un hombre delgado, con el pelo rapado, simpático, atento y lúcido. Tiene 93 años, se dirige a su mujer, de parecida edad, llamándola “amor mío”, ha vivido una vida de aventuras, coraje y determinación que no cabría en varias películas y reside en un piso discreto y acogedor en un barrio del sur de París.

Canturrea al pasearse por el apartamento. Recibe muchas llamadas que no contesta. Su fax temblequea constantemente. Su librito, un panfleto político de 32 páginas titulado Indignez vous! (¡Indígnense!) ya ha sido comprado por 850.000 franceses, va a sobrepasar el millón, se encuentra en las listas de los libros más buscados en Francia y se va a traducir a una veintena de lenguas. Editado de forma casi artesanal por Indigène, empresa perteneciente a un matrimonio de editores militante y comprometido de Montpellier, se vende a tres euros. Al principio imprimieron 8.000 ejemplares pensando que no iría más allá. Pero el librito, que salió en plena tormenta social en Francia por el retraso de las jubilaciones, cobró vida propia.

Nacido en Berlín, Hessel llegó a París en 1924, a los siete años. Sus padres fueron unos alemanes cultos y curiosos, escritor y pintora respectivamente, amigos de Duchamp y Picasso y su relación amorosa sirvió de modelo para la película Jules et Jim, de François Truffaut. “Conocí a Walter Benjamin a los 15 años. Toda esa gente era mi familia. Por eso, cuando el nazismo calificó esa cultura de degenerada, tuve que rebelarme. Por cierto, a mi madre le gustó mucho la película. Y escribió a Truffaut para decírselo”.

Hessel estudió en la Escuela Normal Superior, donde conoció a Sartre: “Era un tipo influyente, que te convencía de cómo había que ser y cómo debía uno actuar”. Tras el armisticio, se levantó contra Pétain, luchó en la Resistencia, fue hecho prisionero por la Gestapo y estuvo en un campo de concentración, entre otras vivencias. Pero su libro no habla de eso.

“Mi obra exhorta a los jóvenes a indignarse, dice que todo buen ciudadano debe indignarse actualmente porque el mundo va mal, gobernado por unos poderes financieros que lo acaparan todo”. Y prosigue: “En nuestra época teníamos un adversario claro: Hitler, Stalin. Y dijimos ‘no’. Ahora, el enemigo es más difícil de encontrar. Pero es igual de importante decir ‘no’. Hay que resistir otra vez. Nosotros nos jugábamos la vida. Pero los jóvenes de ahora se juegan la libertad y los valores más importantes de la humanidad”.

Sabe de lo que habla. En junio de 1940, se levantó contra el régimen colaboracionista de Vichy. “Muchos franceses pensaban que la guerra había terminado ya y no querían saber nada del llamamiento de De Gaulle desde Londres. Otros nos negábamos a que todo acabara así”. El joven subteniente Hessel saltó al norte de África. De ahí a Lisboa, antes de llegar a Londres, donde se puso a las órdenes del general. “De Gaulle era muy alto, muy cortés. Entonces éramos muy pocos a su alrededor. Cuando llegué, me invitó a comer: a mí, a un subteniente. Supe entonces que era el hombre al que debíamos seguir”. Trabajó tres años en la capital británica como organizador de la red de espionaje en Francia. Después, harto del despacho, fue enviado a Francia como jefe de espías. “Trabajábamos enviando información a Londres por radio. Pero no se imagine las radios de ahora. Eran aparatos que funcionaban muy mal, y no podíamos emitir más de 20 minutos porque nos interceptaban los alemanes”.

Un camarada, tras ser torturado por la Gestapo, le traicionó: “Me citó ahí cerca, en el cruce entre la calle de Edgar Quinet y la avenue Raspail. Era el 10 de julio de 1944 y los aliados ya estaban en Caen. Quienes me esperaban de verdad eran los de la Gestapo”. Le trasladaron al campo de concentración de Buchenwald. “Allí a los espías o los fusilaban o los ahorcaban. Me libré de la muerte gracias a que, a última hora, pude hacerme con la identidad de un francés que había muerto de tifus”, explica. Volvió a ser apresado. Retornó a un campo de concentración. Se escapó otra vez. Alcanzó París, ya liberada.

Se reunió con su esposa Vitia y sus tres hijos. Se convirtió en diplomático. En 1948 participó en la elaboración de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, redactada en el Palacio de Chaillot, en París. Trabajó en Nueva York, en Viena y en París, viajó por todo el mundo, siempre fiel a los valores de la Resistencia y a los Derechos Humanos, escribió un libro de memorias de hermoso título Dance avec le siecle (Baile con el siglo) y aunque anima a la gente a indignarse, aboga por la no violencia, aparentemente no guarda ninguna amargura y sonríe incluso cuando recuerda los peores momentos, como cuando le torturó la Gestapo en un calabozo de la Avenue Foch, en París: “Yo les hablaba en alemán. Muchos camaradas me dijeron después que había cometido una locura, que era mejor fingir que no les entendía. Pero yo les hablé. Me metían la cabeza en una bañera llena de agua hasta que estaba a punto de ahogarme, y luego me levantaban y me preguntaban. Yo les dije en alemán que la guerra estaba terminándose y que la iban a perder, que no les convenía torturarme mucho porque les podría denunciar yo luego. Quién sabe. Tal vez eso me salvó la vida. Y lo de la bañera era muy desagradable, sí, pero se sobrevivía. La prueba soy yo”.

-El País

Ningún santo

Actor delirante, secundario eterno y realizador maldito, Timothy Carey fue responsable de una verdadera obra maestra dentro del sombrío sótano hollywoodense: The World’s Greatest Sinner (1962). Antes, Carey acostumbraba visitar los estudios para ver si le caía algún papel. Excéntrico e hiperventilado, llegó incluso a escalar los muros de 20th Century Fox con una armadura de caballero con el fin de conseguir un rol en El príncipe valiente. Como resultado de estas incursiones por los galpones de Hollywood debutó como cadáver en un western protagonizado por Clark Gable, formó parte de la pandilla enemiga en El salvaje (el director no lo dejó manejar una moto por miedo a que provocara una tragedia) y tuvo un rol secundario en Al este del paraíso. La experiencia fue rara: por su carácter inquieto y extraño se fue del set con un piñazo de parte del director Elia Kazan.

Pero fue Stanley Kubrick quien percibió el carisma de Carey, fichándolo para The Killing y Paths of Glory. Junto a Peter Sellers, fue el único actor que tuvo permiso para improvisar en una película del director. De ahí en adelante, se consolidó como un cotizado actor secundario, encargándose siempre de personajes bizarros o psicópatas esperpénticos. Sus ojos desorbitados, su manera grandilocuente de hablar y una verborrea imparable lo avalaron en esos territorios.

También trabajó con Bob Rafelson (Head), el primer Brian de Palma (Get to Know Your Rabbit) y John Cassavetes (Minnie y Moskowitz, El asesinato de un corredor de apuestas chino), pero, al mismo tiempo que ganaba pantalla, se perfilaba como un tipo delirante e inestable cuyo método de trabajo atentaba en contra de los estructurados sistemas de rodaje. Con el tiempo, su actitud dentro del star-system de la época resulta hoy hilarante. Rechazó trabajar en El Padrino porque no le vio potencial comercial y cuando Elvis Presley alabó The World’s Greatest Sinner, reaccionó de manera hostil y se negó a darle una copia.

The World’s Greatest Sinner fue el punto de contacto con la escena under de Los Angeles que levantó a Carey como una figura de culto. La realizó entre 1958 y 1961 con un módico presupuesto de $100.000 dólares. Para la banda sonora contrató a un entonces desconocido Frank Zappa, que en los años posteriores se dedicaría a denostar el trabajo que había hecho sólo por dinero. Poniéndose él mismo en el rol protagónico, Carey narra la historia de un hombre atrapado por la rutina que descubre que puede atraer a las masas en el escenario en calidad de cantante de rockabilly. Aprovechándose de la situación, decide formar una secta religiosa que lo tiene como gran profeta y obtener el dinero teniendo sexo con viudas millonarias. El poder y la ambición del personaje protagónico crecen progresivamente, hasta que en la escena final enfrenta al mismísimo Dios, a quien pretende destronar.

La película fue un fracaso rotundo y sólo tuvo difusión dentro del circuito marginal de California. Carey había cruzado la frontera hacia la galería de los malditos, los fracasados dentro de una industria repleta de promesas. Una desolada premiere había adelantado el destino del film: Carey pretendió ganarse al público disparando con un revólver calibre .38 sobre sus cabezas. Luego la cinta desaparecería del mapa y hace algunos años sólo se podía conseguir mediante correo. La vendía en VHS el hijo del cineasta. Según Wikipedia, Martin Scorsese es un gran admirador de la película y la ha elegido como uno de los mejores exponentes del rock en el cine.

Carey murió de un ataque cardíaco en 1994, a los 65 años de edad. Había tratado de actuar en Perros de la calle pero Harvey Keitel amenazó con abandonar la producción si el excéntrico personaje se integraba al elenco. Quentin Tarantino terminó dedicándole la película, esa rara avis que alguna vez sobrevoló el semblante plástico de Hollywood para terminar en el desagüe, brillando en el mar de desechos.

(En base a un artículo de Andrés Nazarala, Luchalibro)

lunes, 17 de enero de 2011

El nuevo orden virtual

Simona Levi (Turín, 1966) es una de las activistas pro cultura libre más conocidas de Catalunya. Establecida en Barcelona desde 1990, combina la dirección del centro de agitación cultural Conservas con el teatro y la performance. También participa en varios movimientos sociales a favor del libre intercambio de contenidos en Internet, el derecho a la vivienda y el uso del espacio público.

-¿Internet es un derecho?

-Sí, como la vivienda o el bienestar físico. Igual que lo es la movilidad de la gente y por eso el transporte también debería ser gratuito.

-¿Qué es la red neutral y qué la amenaza?

-Es una red no intervenida, no dirigida como la parrilla de una televisión. Las empresas, la propiedad, los gobiernos, no deben juzgar quien se conecta, a qué velocidad o qué puede visitar y qué no. Y deben tener la misma fuerza y capacidades una multinacional que la tienda de un señor de a pie.

-Si los beneficios del software libre, Linux, Creative Commons, etcétera, son tan evidentes, ¿por qué la inmensa mayoría de la sociedad sigue con Microsoft?

-¡No! ¡Se están moviendo! Poco a poco, sin martirizarnos, lo estamos haciendo. Actualmente cambiarte a Linux es un esfuerzo. Pasarte a cosas que te hacen más libre, aunque sea para tu beneficio, tiene que serte fácil, porque si no, no lo haces. Y hoy en día no llegamos a todo, tenemos que delegar. Hay muchas personas que asisten a las sesiones de ayuda para instalar Linux, que montan colectivos varios en Barcelona, y agradecen que les echen una mano, poder aprovechar la experiencia y los trucos que han recopilado. Yo misma, que me encantaría pasarme a Linux, todavía voy con Mac porque no he tenido los dos meses que hacen falta para migrar. Además, ahora con la crisis las instituciones se están poniendo las pilas con el software libre. En el CCCB, por ejemplo, no había Photoshop y como no había dinero para comprar licencias, instalaron el GIMP. La gran diferencia con el nacimiento del software libre es que tenemos una alternativa.

-Otro ejemplo. Su colectivo defiende legalizar las descargas de productos culturales y compartirlas entre usuarios, algo con lo que casi todo el mundo estaría de acuerdo. Pero sin embargo algo por lo que difícilmente habrá una manifestación millonaria…

-¡Pero si tampoco se han manifestado porque su dinero, el de sus impuestos, se lo hayan dado a los bancos! Funcionamos por nichos, por colectivos de interés y prioridades, porque no podemos estar en todo. Hay rebelión, sólo que en espacios virtuales, en círculos amplios de afinidad. La oposición a la Ley Sinde ha sido un claro ejemplo: en un día había 100.000 personas firmando un manifiesto. Internet nos ha concienciado a la ciudadanía que podemos organizarnos de forma complementaria, que no hace falta que estemos todos en todo, sino entre todos hacer grandes cosas, cada cual desde su temática. Si perdemos esta herramienta, perderemos una capacidad de lobby que no habíamos tenido nunca antes.

-Las descargas de música es cierto que han reducido el gasto en discos, al menos un poco, pero se ha visto que no son antieconómicas. Como contrapartida han disparado la escucha de música, el interés de nuevos consumidores y, al final, el gasto en los bares que programan música en directo.

-Es un trasvase de beneficios. Tengo recopilados 34 gráficos sobre esto. Baja la venta de discos, pero por ejemplo suben los conciertos y las ventas por Internet. Spotify por ejemplo es una empresa que maneja cifras muy elevadas. A partir de ahora el negocio estará en los contenidos ‘live’ [en vivo] y los que circulen rápido. Lo que más gusta ahora son las cosas en directo, en persona. Hasta el negocio editorial, que era el que menos innovaba, se empiezan a plantear las lecturas-charla, las conferencias… Y además de lo ‘live’, el negocio pronto también estará en la circulación por Internet: Streaming, descargas…

-En la red lo que manda es lo gratuito…

-¡En Internet también se compra! Yo no utilizo Spotify pero si que pago en LastFM, por ejemplo. Al fin y al cabo, cuesta un tiempo y un esfuerzo descargarse las cosas, así que si no tienes tiempo pues lo delegas o lo compras a un precio razonable, a un euro o dos. También me gusta porque es un medio justo: Madonna no se arruinará por vender un poquito más barato y los alternativos, que nos cuesta más encontrar sus canciones para descargárnoslas, podrán vender un poco más. No te importa pagar dos euros por una música que acabas de descubrir, que te sorprende; pero si te piden 25 euros, ¡pues claro que te lo pensarás! En general las descargas han estimulado al sector, se ve más cine, se escucha más música. Las películas del festival Sundance están en descarga, pero la gente también se las compra.

-Un músico puede compensar menos ingresos en discos por más conciertos, pero en otras disciplinas es mucho más complicado. Un escritor, por ejemplo. ¿De qué vive, sin derechos de autor?

-Es que el tema no es vivir sin derechos de autor. Justamente los que los defienden tanto, esconden que estos derechos se usaban para precarizar el talento de la gente. En especial en los contratos para televisión y editoriales. Los guionistas, por ejemplo, no cobran por las decenas de guiones que escriben sino sólo por los pocos que llegan a emitirse. Hay experiencias alternativas que han funcionado. La librería cooperativa Traficantes de Sueños, por ejemplo. Funciona, hay gente viviendo de los libros que venden. Según explican, la clave es volver a los nichos de mercado, a los grupos de interés. La tendencia es volver a lo micro, a lo especializado, a una medida más humana, en vez de las grandes superficies donde está todo junto. Una novela es muy difícil pasarla a life, porque su placer es leerla en la cama o tumbada al sol. El ‘live’ de los libros es lo que haces con ellos.

Entrevista completa en La Vanguardia.


domingo, 16 de enero de 2011

Oshima mon amour

por Mariano Kairuz

El nombre de Nagisa Oshima está ligado, para la mayor parte del público internacional, al ya lejano escándalo con que fue recibido uno de sus títulos de los años ’70, una coproducción francesa marcada por una intensa voluntad de provocación. Durante años, El imperio de los sentidos (1976) no pudo verse completa en varios países, y en particular en Japón, debido a sus escenas de sexo explícito, no simulado, entre una ex prostituta y su amante, el hombre que la emplea en una posada. Juntos, los protagonistas se aislaban cada vez más del mundo para dedicarse enteramente al sexo, hasta borrar por completo el exterior. Dos años después, con el mismo productor europeo, Oshima filmó la historia de un amor maldito en el Japón de fines del siglo XIX, y en su estreno fue titulada, en parte tratando de capitalizar la polémica de su película anterior, El imperio de la pasión. Por acá también se vieron en su momento Furyo (o Feliz Navidad, Mr. Lawrence, 1982) que, protagonizada por David Bowie, Ryuichi Sakamoto y Kitano, retrataba la tensión homoerótica entre un oficial inglés y uno japonés en un campo de prisioneros en Java durante los últimos tramos de la Segunda Guerra; y Max, una monada (Max Mon Amour, 1986), en el que Charlotte Rampling era la mujer de un diplomático que se enamoraba de un chimpancé, según le marcaba el guión, bastante buñueliano, de Jean-Claude Carrière. Hasta ahí llega la fama de Oshima de este lado del mundo.

Pero la carrera de este cineasta es mucho más extensa, y desde sus comienzos a fines de los ’50 hasta fines de la década siguiente, especialmente prolífica, estrenando varios títulos al año, la mayoría de los cuales lo establecieron como un personaje central de la Nueva Ola japonesa, un proceso simultáneo a la Nouvelle Vague francesa. Suele decirse de Oshima que aborrecía el “humanismo” de sus contemporáneos, y parte de su proyecto reactivo consistía, según él mismo había declarado, en no filmar nunca un plano “de tatami” a lo Ozu, con los personajes sentados alrededor del tatami sosteniendo una conversación. El cine rupturista de Oshima fue, por supuesto, producto de su época; una apuesta por reflejar o dejar reverberar en sus películas las miserias que padecía la juventud nipona en la posguerra, en medio de la durísima “reconstrucción” y el ingreso definitivo en el capitalismo occidental, el aturdimiento creciente de los ambientes urbanos, y la incapacidad (y hasta la traición) de la izquierda a la hora de ofrecer una alternativa para las nuevas generaciones.

Criado en una época en la que un cineasta era capaz de convencerse de que las películas tenían el poder de ayudar a transformar una sociedad, Oshima filmó las suyas con abierto espíritu de pelea, experimentando cada tanto en un plano formal y variando estilísticamente, a tal punto que durante mucho tiempo se le negó el estatuto de “autor”. Iniciado en el sistema de estudios, su programa confrontativo chocó bastante temprano en su carrera contra los propósitos de sus jefes, lo cual lo llevó a renunciar para empezar a trabajar de modo independiente, cosa que hizo el resto de su carrera. Ese film bisagra en su modo de producción fue Noche y niebla, una película profundamente política que medio siglo más tarde conserva buena parte de su fuerza de choque.

(sigue en Radar)


El éxtasis quema

Una entrevista a Roberto Bolaño, en seis partes, sin desperdicio:


Las otras partes acá:

sábado, 15 de enero de 2011

Por qué leer libros malos

Por Aníbal Jarkowski

La recomendación de libros habitualmente tiene, como presupuesto, la simpatía y el elogio del libro que se recomienda.

Sin embargo, lo cierto es que, sobre todo en los tiempos de formación de un escritor, los libros malos, los que no debería haber leído para dedicar en cambio su atención a otros más valiosos, son muy importantes. La lectura de esos libros malos tiene, en palabras de Borges, “repercusiones incalculables” en un escritor.

Por ejemplo, se leen libros malos –¿o malos libros?– cuando uno desconoce otros mejores. Cuando era adolescente –en mi casa no había biblioteca ni mucho menos– leí novelas de Arthur Hailey –Hotel, Aeropuerto– y libros de David Viscott –Intimidades de un psiquiatra–, nada más que por dar algunos ejemplos, de los que hoy debería avergonzarme, pero que, sin embargo, oscuramente, para bien o para mal, determinaron al escritor en que luego, muchos años después, me convertí. Con esto señalo, nada más, que si es ciertamente más significativo leer buenos libros, eso no obsta para que la lectura de malos libros sea capital en la formación de un escritor.

Con más sencillez, claridad y precisión lo expresó Juan José Saer: “a veces, estudiar en detalle a un autor que nos parece malo puede ayudar a comprender mejor, por contraste, los valores estéticos que uno mismo profesa, sin contar el placer que otorga la ocasión de razonar…”.

Es en este sentido que, por varias razones, recomendaría la lectura de El oficinista, de Guillermo Saccomanno, que recibió el premio Seix Barral de novela en su edición de 2010.

Hay varias cuestiones que consideré interesantes durante su lectura.

En primer lugar, que debe desestimarse la adjudicación de cualquier premio para atribuir méritos estéticos a una obra –hay otras del propio Saccomanno más valiosas y que no recibieron ni parecida retribución económica ni simbólica ni mediática–; la seria y comprometida lectura personal no puede, de ningún modo, ser desestimada en función de una consagración o una aprobación institucional.

En segundo lugar, que muchas veces ocurre que los novelistas que se proponen representaciones del futuro no hacen sino reproducir percepciones banales del presente, sólo que extremadas, hiperbólicas. Dicho con otras palabras, representan en la ficción visiones de lo que todo el mundo ya ha visto y escuchado en medios masivos, de manera que la identificación y la proyección personal del lector sobre lo que lee es (aunque no debería ser así) tan inmediata como consolatoria y trivial.

La construcción de distopías futuristas es un objeto seductor y –confesémoslo, somos pocos los que nos interesamos en estas cuestiones– bastante accesible para los narradores. Eso no supone, sin embargo, que los resultados sean de inmediato satisfactorios ni críticos ni esclarecedores.

Representar lo que ya está en el aire, lo que es evidente, lo que es obvio para cualquiera, no es señal de alerta sino, al contrario, acatamiento a percepciones establecidas que, por lo mismo, tienen garantizada la anuencia de los lectores abandonados al sentido común. La representación de distopías futuristas es una alternativa narrativa –como lo es la novela histórica, por ejemplo– a la que todo escritor o escritora tienen derecho.

Ese derecho, sin embargo, supone más una responsabilidad estética que una comodidad narrativa. Entiendo que la multiplicación de cartoneros y cartoneras, que el aumento irrefrenable de personas sin hogar propio, que la enorme desigualdad social no son proyecciones inesperadas que pueda ofrecer un novelista sino sencillas evidencias de lo que sobrevendrá en tanto la redistribución del ingreso continúe en su metódica y premeditada injusticia.

¿Por qué recomiendo entonces la lectura de El oficinista?

En primer lugar, porque el argumento de Saer, que antes copié, me parece sólido, y luego porque entiendo que la reiterada argumentación de Borges –según el cual sólo debe leerse lo que nos depara placer– es decadente y reaccionaria.

Debe leerse mucho más. Y sobre todo considerar seriamente e incluso luego escribir sobre aquello que nos irrita.

-Eterna Cadencia

viernes, 14 de enero de 2011

Ni muerto

-¿No vas a trabajar más en televisión?
-Esto ponelo en letras de nueve columnas: ni muerto. Lo que quisiera es ayudar a otros a que trabajen. Que otros lo hagan, con más fuerza, con más ganas y no tan decepcionados como yo. Ni muerto, porque hay que levantarse a las seis de la mañana, trabajar hasta las seis de la tarde como un burro y no tengo esa energía. Y si todavía tengo que estrellarme contra la incompetencia, la inutilidad y la ignorancia de los canales de televisión uruguayos, eso ni muerto lo hago. Porque todos los que dirigen los canales de televisión en Uruguay son directamente ineptos, ni siquiera saben lo que quiere el público. Me gustaría que alguien lo hiciera, que se hiciera buena televisión, pero hay que tener mucha fuerza y fuerza de negociación, que es lo más desgastante. Y negociar con tarados es dificilísimo, prefiero negociar con sinvergüenzas. Hay casos en que se combinan las dos cosas, tarados y sinvergüenzas, y en los medios de difusión he encontrado demasiados.
-Jorge Denevi, entrevista en La Diaria. 14 de enero
Las frases de El Informante

jueves, 13 de enero de 2011

Trepar

Cuando lo importante no es aprender, entender, crear, investigar, divertirse, resolver problemas, ayudar, sino competir y ganar, toda prueba es un Juicio Final con pase al cielo, reprobación al infierno o suspensión en el limbo. De ahí las mañas infinitas para tener éxito, como única meta en la vida. Todo trato competente con la realidad se reduce a un trato con abstracciones: medir y ser medido, derrotar a los competidores, superar marcas. Barrer bien, nadar sabrosamente, hacer cosas bien hechas, madurar como personas, encontrar soluciones creadoras a los enigmas y problemas que nos plantea la realidad, todo se vuelve secundario para el winning is all del trepador.

Paradójicamente, la presión trepadora desemboca en el ascenso de los mediocres al poder y la gloria. Se supone que el darwinismo ferozmente competitivo debería entronizar a los excelentes, no a los incompetentes. Pero las carreras trepadoras están llenas de pruebas cuyos resultados no se miden tan fácilmente como el tiempo en una alberca olímpica. Evaluar a una persona para un puesto o premio, evaluar una obra, no puede ser exacto. Es tan discutible, que distintos jurados honestos y capaces pueden llegar a conclusiones opuestas. Si, para evitar la discusión, todo se limita a mediciones mecánicas, el resultado es absurdo. El candidato con más puntos puede ser un mediocre. El producto que más vende puede ser mediocre. Lo más calificado en las encuestas puede ser mediocre. El programa con más rating puede ser una porquería.

La competencia trepadora no siempre favorece al más competente en esto o en aquello, sino al más competente en competir, acomodarse, administrar sus relaciones públicas, modelarse a sí mismo como producto deseable, pasar exámenes, ganar puntos, descarrilar a los competidores, seducir o presionar a los jurados, conseguir el micrófono y los reflectores, hacerse popular, lograr que ruede la bola acumulativa hasta que nadie pueda detenerla. La selección natural en el trepadero favorece el ascenso de una nueva especie darwiniana: el mediocre habilis.

No es imposible que una persona competente en esto o en aquello sepa también acomodarse y trepar, pero no es necesario. Lo importante es lo último. Una persona más competente aún puede ser descartada en la lucha trepadora, si no domina las artes del mediocre habilis. Así se llega a las circunstancias en las cuales un perfecto incompetente acaba siendo el número uno.

Desgraciadamente, aquellos que no tienen interés en lo que están haciendo, sino en ser aprobados, presionan hasta que se salen con la suya. Muchos años después, cuando llegan al poder y la gloria, son los modelos ejemplares de una sociedad reducida a trepar, y la degradación se extiende desde arriba. Muchos lo lamentan, sin ver que todo empieza abajo: cuando maestros, jurados, editores, para no sentirse verdugos, se vuelven cómplices del trabajo mal hecho.

-Gabriel Zaid, El Malpensante


Fragmento del ensayo "¿Qué hacer con los mediocres?" Completo acá.

miércoles, 12 de enero de 2011

Abracadabra Bang Bang


'La herramienta básica para la manipulación de la realidad es la manipulación de las palabras. Si puedes controlar el significado de las palabras, puedes controlar a la gente que debe usar las palabras.'
Philip K. Dick

'No puedo confiar en el actual Gobierno de EEUU porque esta Administración está controlando las mentes y lavando cerebros mediante el control de la gramática'
Jared Lee Loughner, responsable de la
reciente matanza de Tucson, Arizona


En estos tiempos de corrección política, eufemismos y manipulaciones que adquieren el rango de verdad indiscutible, la frase del gran Philip K. Dick (cuya procedencia desconozco) resulta una de las premoniciones más brillantes sobre nuestro tiempo. Dick, como saben, también era paranoico, y eso conecta con la segunda cita, procedente de un mensaje subido a Youtube por el magnicida múltiple que arrasó hace un par de días un miting demócrata. Para el berserker de Tucson (Arizona), el clásico conspiranoico del control mental (que por otro lado no duden que sufrimos, aunque de otra manera) se lleva a cabo no mediante ondas y rayos electromagnéticos sino, como es tradicional, mediante palabras.

El tema es fascinante por demasiados motivos. No hace falta acudir a la Semántica General del Conde Korzybski, que (pese a su consideración de pseudociencia) postula, por resumir, que el uso del lenguaje conforma y perpetúa una realidad que podría ser falsa, incompleta o diferente porque “el mapa no es el territorio”. La palabra está ahí, como base para sortilegios (abracadabra) de ensueño, convicción o engaño. La palabra es poder, y no hace falta acudir a Jesse Custer, el Predicador de Garth Ennis, para demostrarlo.

La Palabra es medio directo para el poder desde la noche de los tiempos, en forma oral; se multiplicó de manera exponencial primero con la imprenta y hoy con las nuevas tecnologías, sin olvidar que la Palabra también puede tomar forma icónica y visual. El Necronomicón y el resto de libros malditos lo son, como los prohibidos, por la Palabra que contienen.

Estoy seguro que pueden mencionar un montón de citas sobre el poder de la Palabra. Y no deja de ser curioso que el sociópata amok de Tucson acuda al control mental del gobierno Obama a través de la gramática mientras se critica el lenguaje bélico usado por el Tea Party republicano. Unos y otros abusan del poder de la Palabra, aunque a mí me parece más peligroso el de los segundos, más que nada porque me parece que van ganando.

Elementos para considerar la Palabra como arma de control social los hay a espuertas. Podemos continuar con los memes, replicando y extendiendo información y desinformación al mismo tiempo que se calcifican en nuestros genes y cerebros. También es cierto que el meme a menudo cobra independiencia y anda suelto por ahí, ajeno a todo control posterior. En la seminal y estupenda Snow Crash de Neal Stephenson (aquí una vieja reseña) se acudía a la neurolinguística para fabular con la posibilidad de que los virus informáticos podían traspasar la barrera virtual e instalarse en el cerebro humano, y lo hacían, claro, a través de la Palabra.

En la excelente película canadiense Pontypool (Bruce McDonald, 2009) (aquí otra breve reseña) el poder de la palabra y su capacidad de propagación infecciosa se aunaba a otro de los temas de nuestro tiempo: lo zombi. Y no está de más añadir que uno de los componentes que son génesis del zombi moderno es, precisamente, la cultura pOp de las armas de fuego. Aunque presente en La Noche de los muertos vivientes (y su estupendo final), es en su gloriosa secuela Zombi (George A. Romero, 1978) donde queda claramente expresada, haciendo evidente que en caso de Apocalipsis Zombi nuestra Europa sin armas lo tiene fatal.

En Zombi, además, a la cultura de las armas se aúna el consumismo, encarnado en esa gran superficie con sección de armas de fuego incluida. El pistolero de Tucson también compró su pistola Glock 9mm en un supermercado. El consumismo fundamenta la publicidad, posiblemente el más diáfano de los medios de control a través de La Palabra.

PD: la Palabra tiene en los libros uno de sus principales medios de difusión. En Guerra Eterna se listan los libros de cabecera de Jared Lee Loughner. Como bien se apunta en el enlace, cualquiera persona que tenga como guía el cuarteto formado por el Manifiesto comunista, Mi lucha, Siddhartha y El mago de Oz está como un cencerro.

-El blog ausente