por Diana Fernández Irusta
¿Por qué volver hoy a los Cahiers du Cinéma de principios de los años 70?, se pregunta el realizador y crítico francés Jean-Louis Comolli. La respuesta no tarda en formularse. Así como una de las preocupaciones del momento era la emergencia de una sociedad regida por los parámetros del espectáculo (entendido, entre otras cosas, como la mercantilización extrema de los productos audiovisuales), el autor encuentra que la situación actual supera con creces los pronósticos realizados a mediados del siglo XX.
Cine contra espectáculo (Manantial) plantea dos temporalidades. La primera parte, que da título al libro, contiene artículos elaborados recientemente, y la segunda, “Técnica e ideología”, incluye una serie de ensayos que Comolli escribió para los Cahiers entre la primavera de 1971 y el otoño de 1972, cuando se desempeñaba como jefe de redacción de la revista. Fueron los años más radicalizados de la publicación creada en 1951 por André Bazin, en los que, al calor de las discusiones en torno de Mayo del 68, la política “golpeaba a las puertas de los cines” y en la revista se refinaban las definiciones ideológicas, a tal punto que llegaron a suprimirse, “contra el espectáculo”, las imágenes fotográficas que acompañaban los textos. Gesto rotundo este último, que alude a la defensa de la palabra y el pensamiento desde el núcleo mismo del fervor cinéfilo.
Justamente, la preocupación por el rigor teórico es notable en “Técnica e ideología”. Allí Comolli no sólo discute con algunas de las posturas desarrolladas por Bazin, sino que reclama profundizar la búsqueda de herramientas conceptuales sólidas, nutridas tanto del pensamiento filosófico como de la semiótica o la estética (de Althusser a Metz) para abordar la complejidad de lo cinematográfico. Elementos como la profundidad de campo o la aparición del cine sonoro son desmarcados del terreno de las innovaciones tecnológicas o expresivas para ser inscriptos en “un enfoque materialista de la historia del cine” que Comolli exige desarrollar, situando el “objeto cine” en una trama de determinaciones económicas, políticas e ideológicas.
Los artículos que componen “Técnica e ideología” culminan con un “continuará” que revela en aquel joven Comolli la intención –evidentemente, truncada en su momento– de prolongar esos textos. Intención que acusa el Comolli actual, al reproducir esos textos sin correcciones, y al retomar algunas de sus propuestas más de 30 años después, en un marco cultural, social y político diferente, en el que la alienación que tanto se denunciara en la década de 1960 aparece, según el autor, inéditamente consolidada gracias a la omnipresencia del mercado visual y sonoro. “Nuestros ojos y nuestros oídos jamás habían estado empapados de tantos efectos artificiales. Y las imágenes y los sonidos jamás habían tendido en forma tan masiva a la uniformidad.” Avanzando en el diagnóstico, encuentra que buena parte de las previsiones que uno de sus contemporáneos, el filósofo y cineasta Guy Debord, había desarrollado a fines de los años 60 en el libro La sociedad del espectáculo aparecen, magnificadas, en el escenario actual. No obstante, Comolli confiesa haber “refunfuñado” frente a las lapidarias tesis de Debord: “Al escribir ‘Técnica e ideología’, yo procuraba a sabiendas resistir esa liquidación brutal, de una sola vez, de toda la cuestión de las artes en el siglo XX, indignas de cualquier consideración en cuanto vasallas del capital”, rememora. En esta línea, y sin abdicar de su propia mirada crítica, el autor reivindica la potencia emancipatoria del cine, cuyo germen encuentra, paradójicamente, en la capacidad para crear ilusión.
“Positividad del embuste”, lo definía en los textos de los años 70; “positividad de la ambigüedad cinematográfica”, lo llama en la actualidad. Para Comolli, el cine es político “porque se funda en un sistema de embustes que ponen en juego la creencia por parte del espectador”. Entonces, quien acepta las reglas del juego del dispositivo cinematográfico cree tanto como duda en lo que ve. Pero este entramado de sutilezas cae cuando lo que avanza es la lógica del espectáculo. Ante la masividad de la producción audiovisual, su versión “replicada” del mundo, el culto al entretenimiento y la invasión de casi todos los espacios vitales, se diluye la distancia que regulaba el acto de ver. “¿Asistimos al agotamiento del deseo de ser embaucado que fundó el cine? –se pregunta el autor–. ¿Qué pensar del nuevo modelo de espectador perfeccionado en la televisión por el formateo y la publicidad? El telespectador está atrapado en una serie convulsiva de ‘pasajes al acto’: beber una cerveza, llamar por teléfono, votar por ‘su’ candidato. Otras tantas minitransgresiones del lugar de impotencia ritual del espectador cinematográfico. Este nuevo espectador ya no es desbordado por el filme, ya no debe vérselas con una película más fuerte que él, ya no está encerrado en el carrusel de la creencia y la duda.” Además de promover una experiencia empobrecida, la lógica espectacular “engaña fingiendo desengañar. Fabrica un cinismo ciego y de corto alcance, lo contrario de lo que sucede en el cine, donde el objeto del disfrute es sin duda la fragilidad de la ilusión, la vacilación que nos hace advertir en ella el papel del deseo como deseo de ser engañados”. Por lo tanto, el cine, diferenciado del “espectáculo cinematográfico”, pasa a convertirse en protagonista de una batalla cultural contra lo que el crítico llama “la santa alianza del capital y del espectáculo”.
Considera, asimismo, que el gran desafío está en generar una discursividad audiovisual capaz de contrarrestar al discurso dominante allí donde este último es poderoso: en el territorio de lo formal. Puesto a buscar imágenes, sonidos, tipos de montaje, narración y regulación de las duraciones que se distingan nítidamente de los predominantes, encuentra que el género documental es el que ofrece las mayores posibilidades. Documentalista él mismo, asegura: “Al contrario de lo que pasa en la lógica todopoderosa del espectáculo, el gesto documental toma nota de que no todo es posible en los filmes, no todo es filmable”. Una restricción que se revela fecunda porque, al mostrar “la parte del mundo que se niega o escapa a la espectacularización”, confronta lo fílmico con lo real y permite establecer que hay un límite al deseo omnívoro de las pantallas. El cine, de este modo, podría erigirse como “garante del mantenimiento de cierta capa del mundo y experiencia real en lo que se obstina en durar como nuestra historia”.
Aún más: la profundización en este registro restituiría entidad al concepto del fuera de campo, al recordar que lo que muestra una película es sólo lo que los límites arbitrarios del encuadre permiten ver. De este modo, y así como reclama la elaboración de una historia del cine con “lo que queda fuera del cuadro”, que revele lo que no fue posible en el desarrollo de la maquinaria cinematográfica, lo que se descartó y las violencias implícitas en ese proceso, Comolli postula la creación de un “cine del fuera de campo” que, en lugar de saciar la voracidad óptica del gran público, interpele a un “espectador insatisfecho”, inquieto frente al sentido que, todavía, imágenes y sonidos permiten intuir.
-ADN Cultura, La Nación
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