sábado, 15 de enero de 2011

Por qué leer libros malos

Por Aníbal Jarkowski

La recomendación de libros habitualmente tiene, como presupuesto, la simpatía y el elogio del libro que se recomienda.

Sin embargo, lo cierto es que, sobre todo en los tiempos de formación de un escritor, los libros malos, los que no debería haber leído para dedicar en cambio su atención a otros más valiosos, son muy importantes. La lectura de esos libros malos tiene, en palabras de Borges, “repercusiones incalculables” en un escritor.

Por ejemplo, se leen libros malos –¿o malos libros?– cuando uno desconoce otros mejores. Cuando era adolescente –en mi casa no había biblioteca ni mucho menos– leí novelas de Arthur Hailey –Hotel, Aeropuerto– y libros de David Viscott –Intimidades de un psiquiatra–, nada más que por dar algunos ejemplos, de los que hoy debería avergonzarme, pero que, sin embargo, oscuramente, para bien o para mal, determinaron al escritor en que luego, muchos años después, me convertí. Con esto señalo, nada más, que si es ciertamente más significativo leer buenos libros, eso no obsta para que la lectura de malos libros sea capital en la formación de un escritor.

Con más sencillez, claridad y precisión lo expresó Juan José Saer: “a veces, estudiar en detalle a un autor que nos parece malo puede ayudar a comprender mejor, por contraste, los valores estéticos que uno mismo profesa, sin contar el placer que otorga la ocasión de razonar…”.

Es en este sentido que, por varias razones, recomendaría la lectura de El oficinista, de Guillermo Saccomanno, que recibió el premio Seix Barral de novela en su edición de 2010.

Hay varias cuestiones que consideré interesantes durante su lectura.

En primer lugar, que debe desestimarse la adjudicación de cualquier premio para atribuir méritos estéticos a una obra –hay otras del propio Saccomanno más valiosas y que no recibieron ni parecida retribución económica ni simbólica ni mediática–; la seria y comprometida lectura personal no puede, de ningún modo, ser desestimada en función de una consagración o una aprobación institucional.

En segundo lugar, que muchas veces ocurre que los novelistas que se proponen representaciones del futuro no hacen sino reproducir percepciones banales del presente, sólo que extremadas, hiperbólicas. Dicho con otras palabras, representan en la ficción visiones de lo que todo el mundo ya ha visto y escuchado en medios masivos, de manera que la identificación y la proyección personal del lector sobre lo que lee es (aunque no debería ser así) tan inmediata como consolatoria y trivial.

La construcción de distopías futuristas es un objeto seductor y –confesémoslo, somos pocos los que nos interesamos en estas cuestiones– bastante accesible para los narradores. Eso no supone, sin embargo, que los resultados sean de inmediato satisfactorios ni críticos ni esclarecedores.

Representar lo que ya está en el aire, lo que es evidente, lo que es obvio para cualquiera, no es señal de alerta sino, al contrario, acatamiento a percepciones establecidas que, por lo mismo, tienen garantizada la anuencia de los lectores abandonados al sentido común. La representación de distopías futuristas es una alternativa narrativa –como lo es la novela histórica, por ejemplo– a la que todo escritor o escritora tienen derecho.

Ese derecho, sin embargo, supone más una responsabilidad estética que una comodidad narrativa. Entiendo que la multiplicación de cartoneros y cartoneras, que el aumento irrefrenable de personas sin hogar propio, que la enorme desigualdad social no son proyecciones inesperadas que pueda ofrecer un novelista sino sencillas evidencias de lo que sobrevendrá en tanto la redistribución del ingreso continúe en su metódica y premeditada injusticia.

¿Por qué recomiendo entonces la lectura de El oficinista?

En primer lugar, porque el argumento de Saer, que antes copié, me parece sólido, y luego porque entiendo que la reiterada argumentación de Borges –según el cual sólo debe leerse lo que nos depara placer– es decadente y reaccionaria.

Debe leerse mucho más. Y sobre todo considerar seriamente e incluso luego escribir sobre aquello que nos irrita.

-Eterna Cadencia

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