jueves, 6 de enero de 2011

Literatura para ciborgs

por Juan Francisco Ferré

La literatura sigue siendo un instrumento privilegiado para conocer si de verdad vivimos en el siglo veintiuno. O, más bien, para conocer por qué no del todo, o no tanto como creemos, o no tanto como se nos dice. Hagamos un experimento. Pensemos por un momento en cuántos de los libros que hemos leído durante este último año nos hacen sentir ciudadanos de pleno derecho del siglo veintiuno y no residuos del veinte. O del diecinueve, que de todo hay. No cabe duda de que todo ello nos serviría para entender de una vez qué es lo que queremos ser. A dónde queremos pertenecer. En suma, si esto del siglo veintiuno es o no una tomadura de pelo en toda regla. (…)

Les propongo un recorrido literario (otro más!) por lo más significativo del año que termina y luego deciden sobre las grandes cuestiones del día en esta materia, que, como es sabido, se refieren todas al futuro del libro y a su sustitución más o menos ventajosa por el libro electrónico. (…)

En El error (Mondadori), César Aira vuelve a demostrar que es uno de los más inventivos y paradójicos fabuladores hispanos, un heredero singular de la excentricidad artística de Marcel Duchamp y Macedonio Fernández. Un escritor con un desparpajo inaudito en nuestras letras. Por otra parte, Ricardo Piglia confirma en Blanco nocturno (Anagrama) por qué es uno de los grandes narradores argentinos del presente, un heredero intelectual de Borges que ha sabido amasar con originalidad la influencia de Arlt y Cortázar en una fórmula intransferible.

El Premio Nobel a Mario Vargas Llosa no va a descubrirnos a estas alturas al maestro peruano. Sus lectores sabemos que el merecido premio de premios se lo han dado al autor de La casa verde y Conversación en la catedral y Pantaleón y las visitadoras y La tía Julia y el escribidor, entre otras obras maestras de hace tres, cuatro o cinco décadas. El sueño del celta (Alfaguara) es una obra digna, sin duda, la novela impecable de un gran profesional que ya ha hecho, en sentido creativo, todo lo que tenía que hacer y ahora se dedica a urdir historias interesantes y técnicas infalibles con el fin de ofrecer productos de alta calidad al mercado en el que cree como en un ente benéfico.

Muy distinto es el caso de Guillermo Cabrera Infante. Mucho tiempo he esperado la aparición de Cuerpos divinos (Galaxia Gutenberg). Anunciado en innumerables ocasiones a lo largo de su vida como gran proyecto narrativo de su autor, había acabado haciéndome una idea del libro quizá excesiva. En todo caso diferente, como un inabarcable conjunto de galaxias textuales en expansión hacia el infinito. El texto unitario que se ha publicado al fin bajo ese nombre participa más de la idea de finitud, de secuencia temporal unificada, y, con toda probabilidad, sólo ofrece una (magnífica, eso sí) limitada muestra de lo que habría sido el corpus gigantesco de Cuerpos divinos en caso de publicarse bajo el control artístico de su difunto autor. Cinco años después de su muerte y a cuarenta y dos de su alejamiento oficial del régimen castrista, Cabrera Infante continúa siendo el escritor en español más revolucionario del siglo veinte. Y esta obra póstuma, de título tan incitante, confirma sin tapujos la singularidad creativa de su autor desde la promiscuidad autobiográfica de la narración, el compromiso disidente y el desdén evidente a cualquier forma de pudor o hipocresía moral.

Cuando no habían pasado dos años de la muerte traumática del escritor norteamericano David Foster Wallace, la recepción en España de La broma infinita (Mondadori) vio realizarse el milagro comercial de llegar a una tercera edición. Durante más de un lustro, esta novela enciclopédica y cómica a partes iguales cargó con la lacra de su ilegibilidad aparente y su extensión inabarcable, de modo que apenas logró liquidar existencias mientras las más rutinarias mercancías literarias campaban a sus anchas en librerías y supermercados humillando con sus resultados al mamotreto americano de Wallace. Es irónico que el suicidio del autor, su fama póstuma, haya relanzado al menos la compra de esta novela y el interés de la editorial española por ponerlo de nuevo al alcance de un lector que ahora sí, al parecer, se encuentra en condiciones de asumir los desafíos estéticos de esta novela genial. Coincidiendo con esto, se anuncia la publicación de El rey pálido (Mondadori), póstuma e interminable novela de Wallace ambientada en una oficina del fisco de Illinois a mediados de los ochenta. Promete ser, junto con Libertad (Salamandra) de su colega generacional y rival estético Jonathan Franzen, uno de los libros importantes del nuevo año.

(…)

Para satisfacción de los amantes de la literatura, dos de los más grandes novelistas vivos han visto traducidas novelas este año. El primero es Thomas Pynchon. Contraluz (Tusquets) ha tardado cuatro años en ser traducido al español. La espera ha merecido la pena, desde luego. La traducción de Vicente Campos es magnífica, a la altura verbal de la que es la gran novela de la década y una de las cumbres de su encumbrado autor. Lo extraño, como han señalado algunos perspicaces analistas, ha sido la frialdad de la recepción por parte de la crítica española (de lo que daría otra prueba lamentable, por si quedaban dudas, las votaciones de mejores libros del año de algunos suplementos culturales, realizadas, para mayor bochorno, no sólo por críticos o periodistas sino también por escritores). El fallo es imperdonable, desde luego. Si los críticos y, en general, los lectores más o menos especializados ya no están capacitados para hacer justicia estética a una obra de esta envergadura y esta ambición creativas, mientras celebran con perversa satisfacción obras infinitamente menores, habría que empezar a pensar que la bancarrota literaria es total. El fenómeno de esta corrupción del gusto se agiganta, además, año tras año, con los éxitos sucedáneos, los reiterados galardones a la mediocridad y la espuria sobreabundancia del mercado editorial. No sabría decir cuál es el problema con exactitud. Si la disuasión derivada de las mil doscientas páginas de la novela, o la tendencia, ya denunciada por Kundera, a negar e ignorar la grandeza artística cuando se la tiene ante los ojos por parte de quienes ya no la pueden soportar. Una morbosa ceguera cultural en la que la mayoría de los concernidos muestra pereza intelectual, desidia estética y cortedad de miras. No cabe duda de que Contraluz es la demostración más contundente que pueda imaginarse de que la novela es el género literario supremo. (…)

El segundo autor es Don DeLillo. Punto Omega (Seix-Barral) es una intensa y deslumbrante parábola sobre el tiempo y el poder de destrucción del tiempo concentrada en la revelación del desierto como reloj mineral, cronología de piedra, tiempo cero o lugar de muerte universal. Inspirándose en la estrategia del artista Douglas Gordon en su instalación sobre Psicosis, DeLillo logra incorporar el cine a su dispositivo narrativo haciendo que la fórmula comercial de explotar el sensacionalismo criminal derivado de Hitchcock se neutralice imponiendo los tiempos muertos y los espacios vacíos de Antonioni (La aventura). Y todo esto con el fin de denunciar, sin concesiones, las patologías públicas y privadas que condujeron a la desastrosa guerra de Irak y al estado de cosas de un país sumido, como secuela de sus errores históricos y de sus creencias fundacionales, en una crisis devastadora. (...)

Si leemos, como siniestro epílogo de todo esto, Suites imperiales (Mondadori), la nueva novela de Bret Easton Ellis, la imagen del imperio en declive evidente se vuelve un desnudo integral en una película de bajo presupuesto. En esta visión sulfúrea de Hollywood todo está en compraventa, o es objeto de especulación efectiva e intercambio constante, de comercio provechoso para todas las partes implicadas, desde las almas intangibles de guionistas, directores y productores hasta los cuerpos hermosos y deseables de los actores y las actrices y las sustancias ilegales que los mantienen a todos en frenético movimiento. Después de leerla, los cotilleos publicitarios de la meca del cine comercial parecerán nimiedades triviales en comparación con todo lo que ocultan al público para preservar su aura mediática.

(Artículo completo en La vuelta al mundo)

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