domingo, 16 de enero de 2011

Oshima mon amour

por Mariano Kairuz

El nombre de Nagisa Oshima está ligado, para la mayor parte del público internacional, al ya lejano escándalo con que fue recibido uno de sus títulos de los años ’70, una coproducción francesa marcada por una intensa voluntad de provocación. Durante años, El imperio de los sentidos (1976) no pudo verse completa en varios países, y en particular en Japón, debido a sus escenas de sexo explícito, no simulado, entre una ex prostituta y su amante, el hombre que la emplea en una posada. Juntos, los protagonistas se aislaban cada vez más del mundo para dedicarse enteramente al sexo, hasta borrar por completo el exterior. Dos años después, con el mismo productor europeo, Oshima filmó la historia de un amor maldito en el Japón de fines del siglo XIX, y en su estreno fue titulada, en parte tratando de capitalizar la polémica de su película anterior, El imperio de la pasión. Por acá también se vieron en su momento Furyo (o Feliz Navidad, Mr. Lawrence, 1982) que, protagonizada por David Bowie, Ryuichi Sakamoto y Kitano, retrataba la tensión homoerótica entre un oficial inglés y uno japonés en un campo de prisioneros en Java durante los últimos tramos de la Segunda Guerra; y Max, una monada (Max Mon Amour, 1986), en el que Charlotte Rampling era la mujer de un diplomático que se enamoraba de un chimpancé, según le marcaba el guión, bastante buñueliano, de Jean-Claude Carrière. Hasta ahí llega la fama de Oshima de este lado del mundo.

Pero la carrera de este cineasta es mucho más extensa, y desde sus comienzos a fines de los ’50 hasta fines de la década siguiente, especialmente prolífica, estrenando varios títulos al año, la mayoría de los cuales lo establecieron como un personaje central de la Nueva Ola japonesa, un proceso simultáneo a la Nouvelle Vague francesa. Suele decirse de Oshima que aborrecía el “humanismo” de sus contemporáneos, y parte de su proyecto reactivo consistía, según él mismo había declarado, en no filmar nunca un plano “de tatami” a lo Ozu, con los personajes sentados alrededor del tatami sosteniendo una conversación. El cine rupturista de Oshima fue, por supuesto, producto de su época; una apuesta por reflejar o dejar reverberar en sus películas las miserias que padecía la juventud nipona en la posguerra, en medio de la durísima “reconstrucción” y el ingreso definitivo en el capitalismo occidental, el aturdimiento creciente de los ambientes urbanos, y la incapacidad (y hasta la traición) de la izquierda a la hora de ofrecer una alternativa para las nuevas generaciones.

Criado en una época en la que un cineasta era capaz de convencerse de que las películas tenían el poder de ayudar a transformar una sociedad, Oshima filmó las suyas con abierto espíritu de pelea, experimentando cada tanto en un plano formal y variando estilísticamente, a tal punto que durante mucho tiempo se le negó el estatuto de “autor”. Iniciado en el sistema de estudios, su programa confrontativo chocó bastante temprano en su carrera contra los propósitos de sus jefes, lo cual lo llevó a renunciar para empezar a trabajar de modo independiente, cosa que hizo el resto de su carrera. Ese film bisagra en su modo de producción fue Noche y niebla, una película profundamente política que medio siglo más tarde conserva buena parte de su fuerza de choque.

(sigue en Radar)


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