sábado, 26 de marzo de 2011

Belleza del dios herido

Por Pedro Almodóvar

¡Hay tantos motivos para amar y admirar a Elizabeth Taylor! Desde pequeño me obsesionó su interpretación de Maggie en La gata sobre el tejado de zinc de Richard Brooks. La mezquindad dentro del seno familiar, el patriarcado aplastante (mi abuelo y mi padre eran gordos y autoritarios como Burl Ives, como corresponde con un buen manchego), el matriarcado conciliador (ese eterno comulgar con ruedas de molino de Judith Anderson, la madre de la familia), la belleza del dios herido, que llora tanto como bebe por la muerte del amigo del alma (que yo ya en mi infancia intuía que también era amigo del cuerpo) y, por encima de todos ellos, Maggie, Elizabeth Taylor, vulgar, generosa, apasionada (en alguna versión de esta obra que nunca hice, la veía siempre seguida por una cama como si la cama fuera un perro que no quiere separase de su ama), valiente, terráquea y bellísima. La actriz a la que mejor le ha sentado la combinación, que me perdone Kim Basinger.

La obra de T. Williams, aunque inspirada por una cultura que está a miles de kilómetros de Calzada de Calatrava, me parecía que hablaba de mis paisanos y de mí. De las familias que vivían en mi misma calle de niño. Un niño que soñaba encarnarse en ese breve espacio que habría entre los cuerpos de Maggie y Nick, después de la reconciliación final.

Muchas de las cualidades de este personaje emblemático las poseía la actriz a un nivel exponencial. En un momento en que las estrellas viven blindadas, Elizabeth Taylor vivió la historia de amor más llamativa y ruidosa, y la que más cantidad de paparazzi congregara a su alrededor, con Richard Burton, el actor con el que se casó dos veces, pero se peleó muchas más, sin cortarse en mostrar su pasión y sus excesos. La espontaneidad de la pareja más famosa del mundo me ha parecido siempre ejemplar.

Elizabeth Taylor fue una de las mejores actrices de su época, pero sin duda fue la más solidaria con los galanes homosexuales con los que protagonizó películas históricas. Tal vez sea un tópico melodramático, por mi parte, pero me conmueven su amistad y fidelidad con Montgomery Clift, Rock Hudson y James Dean. Pero seguro que hubo muchos gays en su vida, hasta que fundara AMFAR y empleara todos sus esfuerzos y el poder de su inmensa fama en favor de las víctimas de la última plaga del siglo pasado, el sida.

La adoré en muchas de sus películas, pienso ahora en la muy vulgar mujer de Brando en Reflejos de tus ojos dorados, dirigida por John Huston. La injustamente ingresada en un psiquiátrico en De repente en el verano, también basada en la obra de Tennessee Williams, una obra superada por el tiempo, pero que en la película de Mankiewicz mantiene su poderío con las interpretaciones de un trío insuperable, el formado por Kate Hepburn, Lyz Taylor y Montgomery Clift. Por supuesto, la gritona Martha de ¿Quién le teme a Virginia Woolf?. Me gusta incluso en películas no tan buenas, su oscarizada Una Venus en visón, de Daniel Mann, o Boom!, de Joseph Losey […], basada esta vez en la obra de Williams The Milk Train Doesn’t Stop Here Anymore, en plenos años 70, donde Taylor se convierte, a través de una mirada contemporánea, en un auténtico ícono de la moda. Los modelos que luce con un desparpajo marca de la casa son inenarrables.

Hubo Liz Taylor para todos los gustos, desde los más exquisitos, hasta los más kitsch.

Yo los disfruté todos.

-El Mundo

1 comentario:

  1. Disculpas a los seguidores, este comentario no tiene nada que ver con el post. Sucede que debo agradecer a Miss Mary una gentileza de su parte.
    Sólo le digo: ¡Qué placer se experimenta, cuando se entra al mundo fordiano!. Creo que entiendo a Ud, sin hablar ni una sola palabra, a través de The long gray line. Cual una hermosa partitura visual el Maestro nos transporta, nos une, nos conmueve con la economía de recursos de los genios. ¡Me llamo John Ford y hago CINE!

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