miércoles, 23 de marzo de 2011

Martillo de hielo

LAURA FERNÁNDEZ | El Mundo

Hubo una época en la que la literatura rusa fue brutalmente sutil. Hoy es descaradamente brutal. Tan brutal como los martillos de hielo que aplastan corazones de vegetarianos rubios en El hielo (Alfaguara), la nueva novela del rabiosamente posmoderno (y en perpetua guerra contra el realismo social) Vladimir Sorokin, el tipo que cree que Rusia está volviendo a la Edad Media y que se está armando (a base de literatura) contra ello. Prohibido y apartado de las librerías en su país (hasta el punto de que tuvo que publicar sus primeros libros en Alemania y Francia), Sorokin sigue viviendo a las afueras de Moscú y demostrando, a cada nueva fábula macabra, que otra literatura rusa es posible.

Pero, ¿qué es lo que está pasando en El hielo? Para empezar, El hielo es un thriller de los que corta el aliento. A cada nueva frase, un fogonazo. Arranca con una escalofriante escena en la que un montón de tipos están intentando que un corazón les diga algo. Previamente han abierto en canal a su propietario y luego han empezado a preguntarle (no a él, sino a su corazón) cómo se llama. Obviamente, el corazón no responde y el chico, un chico rubio de ojos azules, pasa a engrosar la lista de los supuestos 23.000 hermanos perdidos que el montón de tipos (integrantes de un misterioso grupo obsesionado con un meteorito) están tratando de encontrar y, sí, destripar.

¿Y cómo piensan hacerlo? Con martillos helados. Mejor dicho, con martillos fabricados con los restos del extraño meteorito que cayó en Tugunska en 1908. Tienen la macabra teoría de que sus hermanos (esos 23.000 desaparecidos) podrán renacer (tras el intento de destripe) si sus corazones arrancados consiguen pronunciar las palabras del hielo. Su intención es despertarlos, aseguran que han estado dormidos todo ese tiempo y que ellos van a liberarlos de su sueño (o pesadilla). Pero, ¿quiénes son ellos? He aquí el misterio que compone en su nueva novela Sorokin, el único autor ruso vivo al que se le puede considerar un clásico.

Un clásico polémico. Nacido en 1955, en un pequeño pueblo cercano a Moscú, Sorokin nunca prestó demasiada atención a las clases, pero encontró desde el principio en el arte (y, en especial, en los libros), una vía de escape que aún hoy le ayuda a sobrellevar su mala relación con el mundo real. Con menos de 20 años ya formaba parte de los grupos que abogaban por una literatura posmoderna, liberada de todos los clichés y las ataduras. Se estrenó a mediados de los 80 con una versión soviética de Esperando a Godot, de Samuel Beckett. Un relato sobre un par de compradores que esperaban en la calle la oportunidad de hacerse con un par de tejanos en una larguísima cola. Fue publicado en París. Porque en Rusia su literatura no entraría hasta 1989, en plena perestroika.

Pintor antes que escritor, Sorokin escribe como quien dispara. Utiliza frases cortas y afiladas, y deconstruye la narración de manera que casi se diría que forma un puzzle por montar, que el lector se verá impelido a completar. A medio camino entre la épica vikinga (el asunto de los martillos, la vieja historia del meteorito y sobre todo, la obsesión por los rubios y la brutalidad del arranque de corazones) y la novela negra (y siniestra) posmoderna, el ganador del Booker Popular, que fue tachado de pornógrafo y perseguido por el Gobierno ruso tras la publicación de Manteca de cerdo azul (en 1999), sigue en pie de guerra. Por más que los jóvenes (que algunos jóvenes, los que integran el movimiento juvenil Nashi) destruyeran sus libros frente al teatro Bolshói echándolos a un improvisado retrete.

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