jueves, 17 de marzo de 2011

En tierra desconocida

Semanas atrás posteamos aquí la traducción de un artículo de Neal Gabler, titulado “Ahora, todos somos críticos”, que había sido originalmente publicado en The Guardian (enero 30). La tesis básica de Gabler, que por otra parte es historiador de Hollywood y autor de una biografía sobre Walt Disney, sufría del reflejo condicionado de mucho periodista resentido con los colegas especializados. Su argumento utilizaba tres producciones del año pasado (la novela Freedom, el film La red social y la serie Boardwalk Empire) para plantear un acentuado divorcio entre las preferencias de los críticos estadounidenses, quienes las alabaron casi por unanimidad, y la relativa indiferencia del público ante las tres.

Decía Gabler:

La conclusión no es que los críticos tradicionales siempre están equivocados y los populistas tienen razón; tampoco que las criticas en las redes sociales terminan encontrando su expresión final en la critica formal. En general, esto no sucede. La conclusión es que la autoridad crítica ha migrado desde los críticos profesionales hacia la gente común. Y no hay nada que los críticos tradicionales pueden hacer para frenar esta tendencia. Su monopolio ha sido usurpado por lo que es, en efecto, el boca a boca tecnológico de millones y millones de personas.

Con muy pocas diferencias, el artículo ya había sido publicado en The Boston Globe algunas semanas antes (enero 6), bajo el título “The End of Cultural Elitism”. En esa ocasión le salió al cruce el siempre atendible A. O. Scott con una respuesta aparecida en The New York Times (enero 13).

Para empezar, Scott puntualizaba que no era cierto que ese triunvirato de obras aclamadas haya quedado tan solo como a Gabler le gustaría:

A La red social, que hasta el momento ha recaudado poco menos de 100 millones de dólares, le ha ido bastante bien para ser un drama profusamente dialogado sin grandes estrellas, sin ataduras con alguna franquicia y sin explosiones finales. Un promedio de 10 millones de personas vio el último episodio de Boardwalk Empire. Y Freedom parece tener un lugar en la mitad de la lista de los más vendidos. Lo cual por cierto no está mal para una novela de 600 páginas escritas por alguien que no se llama ni Stieg Larsson ni Stephen King.

Y agregaba:

Parece dudoso, en cambio, todo ese discurso [de Gabler] sobre una conspiración de parte de innominados comisarios culturales queriendo afirmar su propio poder. Tampoco el éxito o fracaso comercial de esas obras proveen una medida provechosa de ese poder. Desde tiempos inmemoriales […] el público ha rechazado lo que los críticos alaban, y viceversa. Buscar cualquier tipo de patrón, mucho menos una causa, es una empresa inútil. En 2010, por ejemplo, la película que más recaudó, Toy Story 3, fue también una de las más elogiadas por la crítica […].

La virtud del ensayo del Sr. Gabler está en que da una voz enérgica y elocuente a una extendida fantasía ideológica. No es nombrado ninguno de los “comisarios” e “imperialistas” de su pintura sobre la dictadura cultural, y eso es por la simple razón de que son criaturas imaginarias. No me refiero a espantapájaros levantados para el propósito de un debate, sino a ogros y dragones inventados para espantar niños. La creencia en esos monstruos está asombrosamente extendida, en parte porque responden a la necesidad de un chivo expiatorio, y nadie es más fácil de culpar en estos días que los “elitistas” de cualquier tipo.

Entonces apareció el aún más atendible Richard Brody, de The New Yorker, que en su blog (enero 18) no sólo se opuso a la posición de Gabler sino también a la de Scott, preguntándose por qué éste no esgrimió una argumentación más contundente. Más de “crítico”, valga la tautología.

Gabler había dicho una sandez monumental:

Hay libros, no necesariamente buenos, que se vuelven populares porque tocan una cuerda nacional: El gran Gatsby, El lamento de Portnoy, El código DaVinci (sic), por nombrar sólo algunos.

Ante eso, Brody anota:

Con el criterio de Gabler, no importaría si cualquiera de esos libros es bueno, o si él está en posición de decírnoslo. Y si debería importar si lo hiciera. Es cierto que una primera respuesta a Gabler debería ser elitista en la línea de “Amo la música clásica con una pasión auténtica y no impuesta”, “Me encanta cierto arte conceptual”, “No creo que El gran Gatsby y El lamento de Portnoy deban ser mencionados en la misma frase que El código Da Vinci”, “Usted tiene sus estadísticas y yo tengo las mías”, y “Yo escribo para los lectores que comparten mis placeres y perspectivas”.

Puedo entender por qué Scott no dice nada de eso, aún si esa fuera la manera en que los avisadores perciben a sus lectores y los lectores se perciben a sí mismos. Si existe alguna dignidad en la práctica de la crítica, no es la de ser una guía para el consumidor o un sistema de advertencia, ya fuera para consumidores “altos” o “bajos”, muchos o pocos, sino una profecía estética. El tiempo propio de la crítica es el futuro perfecto; mientras la reseña que tiene su fuente en la masa, en lo colectivo y en la guía de consumo es el equivalente del signo “Usted está aquí” dentro de un shopping, la crítica personal es la mirada a un territorio desconocido, más allá de los límites de la pantalla y más allá del presente; un acto de psicología artística y simpatía imaginativa tanto como una visión de hacia dónde va el arte, hacia lo que será el futuro del arte.

Más cerca, el argentino Diego Lerer se sumó al debate internacional y escribió en su blog algunas consideraciones optimistas sobre “La crítica de cine y las redes sociales”:

Esta “democratización” de la crítica de cine es más que bienvenida: genera una mayor cantidad de opiniones, permite un ida y vuelta inédito entre las partes y, si bien uno se topa con algunos que a veces buscan más la confrontación que otra cosa o que poseen discutible capacidad analítica, eso también sucedía en la era pre-internet. Que nadie imagine un mundo de críticos de cine excesivamente serio, profesional y preparado antes de las redes sociales. Al contrario, uno tiene la sensación a partir de esas redes, que afuera de los ámbitos “profesionales” de la crítica hay gente que quiere, sabe y puede tomarse el cine mucho más en serio que algunos que trabajan de eso.

Otro de los aspectos positivos, al menos para mí, de las redes sociales, es lo que yo llamaría la “humanización” de la figura del crítico. En películas como Ratatouille, por ejemplo, daba la impresión de que el crítico era una personalidad misteriosa y alejada del mundo de la que poco y nada se sabía y que parecía aplicar sus tajantes conceptos como salidos de una suerte de “más allá”, del saber crítico puro. Una especie de portador de las tablas de la ley de la crítica. De hecho, la propia película terminaba dando una vuelta de tuerca a este preconcepto.

La polémica está abierta y sigue su curso. Al menos, en lugares donde se está pensando, y no sólo sobre la crítica cinematográfica. Donde se está pensando. A secas.

2 comentarios:

  1. La anarquía de Internet es una deliciosa atracción. Los escribas se multiplican, replican aquí y allá. Como tal puede ser aburrido leer críticas sin ¨fundamentos¨, entendidos como saberes donde se apoyan las opiniones. Es triste comprobar, que estos saberes se transforman en torneos, que no inducen al lector a pensar, a analizar y sacar sus propias conclusiones. Creo en la migración de la crítica de la elite a la masa. Creo que toda anarquía es saludable, aunque no conduzca a un puerto de amarras cofiables y firmes.

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  2. Castrato: ayer me llegó Copia certificada. No tenía que haberse tomado tantas molestias. La semana próxima le haré llegar algo, vía Lorre, que le puede interesar.
    Lorre: ¿qué tendrán para decir los amigos de la Asociación de críticos de cine del Uruguay sobre todo esto? Me pregunto el amigo AM que el año pasado nos dió clases de cine nacional ¿qué dirá?

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